punta de una pluma para escribir punta de una pluma para escribir
  • Revista Nº 166
  • Por Joaquín Fermandois

Columnas

Cultura y diversidad ¿es una o la misma?

A comienzos del siglo XX hubo un renacer de la consideración de la cultura –la originaria y también las grandes construcciones– como una identidad insustituible. No era algo nuevo. La última raíz de alternativa a un universalismo al que se consideraba opresivo venía a ser el romanticismo, principalmente de raíz alemana o centro-europea. A fines del s. XVIII – recordemos a  Johann G. Herder– vino la revalorización de la sapiencia de las sociedades arcaicas que dieron luz a las diversas experiencias humanas.

En el s. XX, Oswald Spengler y Arnold Toynbee recogían o expresaban desde la interpretación de la historia los rasgos de cada cultura que el progreso y otras transformaciones no podían abolir.

Esta perspectiva fue acallada por el influjo de las ciencias sociales, el desarrollismo y el funcionalismo que predominaron en gran parte del siglo XX, por el prestigio práctico de estas disciplinas y la dinámica que conllevaban. La fuerza del mensaje tecnocrático parecía ahogar toda diferencia cultural, como rémora que obstaculizaba el progreso. Tanto el constructivismo de mercado como el marxismo en sus más variadas acepciones empujaban asimismo en esta dirección.

Al aproximarse fines de siglo, volvió a emerger tanto por razones de evolución intelectual como por la crisis de los sistemas totalitarios, la idea de la cultura como una manifestación que no se dejaba encerrar en un mundo secular unificado. Se añadió la revolución iraní de 1978-1979, al comienzo interpretada solo como máscara religiosa de un alzamiento político-social. Al final, originó expansivas de una auténtica revolución religiosa. Paralelamente, el mundo cultural e intelectual comenzó a poner énfasis en la importancia de la cultura en la vida política y social, incluso reviviéndose el antiguo debate de la relación entre las valoraciones religiosas y el comportamiento económico. El progreso de los países confucianos –solo allí, además de su cuna europea y las reproducciones de esta, hay países desarrollados– no hizo más que intensificar el tema. Eso sí, en voz baja, por temor a alertar a la policía inquisidora de lo políticamente correcto.

Tras esto surgió la noción de que las ideologías eran universales y las doctrinas, en cambio, corresponderían a particularidades. ¿Cuántas? ¿Infinitas o unas pocas? La individualidad de cada cultura correspondería a un saber propio, a categorías intransferibles que habría que respetar, una sabiduría no traspasable. El respeto a lo individual o personal, a las representaciones y sensibilidad de una comunidad, surgida del pasado remoto o formadas en tiempos más recientes, como toda creación humana, posee un valor añadido a la calidad humana.

Esto, sin embargo, nos arroja dos problemas. El primero: si renunciamos a poder penetrar y enriquecernos con el misterio de tradiciones culturales diferentes a aquellas en que nos criamos, ¿cómo podemos siquiera calificarlas como diferentes? Es el mismo dilema del nacionalismo radical de ayer y de hoy. Las ideologías radicales siempre aseguraron que solo incorporándose en cuerpo y alma a ellas se las podría comprender, según la estrategia de sectas herméticas y de renuncia a la propia personalidad.

El segundo es que el grito de batalla del momento, referido a aceptar la diversidad, se transformó en las últimas décadas en una consigna universal, idéntico en gran parte del mundo, con un resumen sumario cual catecismo en tiempos de redes sociales. En este se halla ausente toda traza de esa creación insustituiblemente propia que se pretende defender, suprimiendo toda objeción crítica o escéptica.

Este clamor surgió con más fuerza en el mundo post-Guerra Fría, como sustituto y a la vez reproducción de la competencia político-ideológica. En sus temas, prácticamente no difiere en ninguna parte del mundo, como última creación de la trayectoria política y cultural moderna. Nada que ver con creatividad, aunque con esto no quiero afirmar que sea hechiza o falsa solo por ello. A lo largo de la historia, las sociedades humanas han bebido su autoidentificación, en una parte sustancial, a partir de grandes centros de irradiación. Y así debe ser.

Hoy vivimos, y creo que deberíamos gozar de una cultura universal superpuesta a las tradiciones locales o particulares que no han desaparecido, ni creo que lo hagan. Esto, aunque tiendan a fundirse con la anterior, en el sentido afirmado por el escritor y Premio Nobel de Literatura V. S. Naipaul que aquí recojo. En la medida en que exista voluntad y espontaneidad creadora, puede ser un nuevo florecimiento. Nunca será homogéneo a lo largo del mundo, lo estamos viendo. Pero el aullido por la diversidad sí que es radicalmente homogéneo. Por favor, que no se nos pase gato por liebre.