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  • Revista Nº 158
  • Por Osvaldo Larrañaga

Columnas

Desigualdad social: un malestar generalizado

La desigualdad ha adquirido protagonismo en la agenda socioeconómica del país. Las principales reformas del gobierno de  Michelle Bachelet entre 2014 y 2018 –tributaria, educacional y constitucional– tuvieron como norte su combate. La crítica cerrada, pero eficaz de la oposición de la época, acompañada de una descuidada implementación de estas iniciativas, hizo que las reformas perdieran impulso y en la práctica fueran dejadas de lado por el actual gobierno. El estallido social de octubre de 2019 reinstaló a la desigualdad en el centro del debate, aun cuando los motivos conocidos y sospechados de este trascienden la temática de la desigualdad.

Por otra parte, la pobreza ha desaparecido de la discusión pública. En buena medida ello obedece al éxito que el país exhibe en esta materia. En 1990, más de la mitad de la población vivía bajo pobreza de ingresos; en 2017, solo un 8,6%. De modo que hace 30 años la pobreza era el principal flagelo social en Chile, mientras que hoy es un tema de menor magnitud, un logro que olvidan o desconocen quienes pregonan el slogan “… son 30 años”.

Sin embargo, que menos del 10% califique hoy como pobre no significa que el otro 90% tenga, ni de lejos, una buena calidad de vida. Ni que el malestar social sea exclusivo de personas de clase media o de jóvenes universitarios que habrían visto frustradas sus expectativas de logro.

De partida, hay un porcentaje de la población que por inestabilidad de sus fuentes de trabajo transita por períodos de alza y baja de sus niveles de ingresos, de modo que el total de personas que experimenta situaciones de pobreza excede a quienes son medidos en un año particular. Por otra parte, un 20,7 % de la población vive bajo pobreza multidimensional, de acuerdo a la última encuesta Casen.

Esta es una medida más amplia para medir carencias, puesto que abarca las dimensiones de salud, educación, vivienda y entorno, trabajo y seguridad social, redes y cohesión social.

De tanta o mayor relevancia es que más de la mitad de la población subsista bajo una fuerte inseguridad social y económica. Aquí se incluye tanto a quienes viven en situación de pobreza como a los grupos que se clasifican como socioeconómicamente vulnerables, o en la denominación preferida por los optimistas, la clase media emergente.

Sin pretender ser exhaustivos, las siguientes situaciones describen la realidad en que vive esta mayoría del país.

Alrededor del 60% de los asalariados que trabaja jornada completa recibe una remuneración neta (remuneración neta: salario que el trabajador realmente percibe, es decir, el dinero correspondiente a su sueldo, después de que se le aplican las retenciones y cotizaciones de seguridad social) inferior a $410.000 mensuales (Casen, 2017). Esta cifra corresponde a la línea de pobreza de un hogar de tamaño promedio, y es utilizada en la literatura internacional como un umbral de referencia, de modo que las remuneraciones inferiores a tal monto son consideradas como salarios bajos. Esta situación no se condice con el nivel de desarrollo promedio del país, y es percibida muchas veces como una afrenta a la dignidad, en tanto implica que no se valoraría el trabajo realizado. Que el porcentaje de pobreza sea mucho más bajo que este 60% se explica porque en casi todos los hogares hay más de una fuente de ingresos, incluyendo una renta imputada por la vivienda propia.

Alrededor de un tercio de la población, perteneciente a los cinco primeros deciles de ingreso de la región Metropolitana, señala que “siempre” hay tiroteos o tráfico de drogas en el entorno donde vive (Casen, 2017).

Un 80% de la población de los cinco primeros deciles de ingreso en el país confía “poco o nada” en que podrá acceder a una atención de salud oportuna, en caso de enfrentar una enfermedad grave o catastrófica (PNUD, Desiguales, 2017).

La mitad de los hogares de los cinco primeros deciles de ingreso mantiene una deuda de consumo con casas comerciales o el sistema financiero. Por estos créditos pagan una tasa de interés que fluctúa entre un 20% a 35% anual. Para la mitad de estos hogares el pago de la deuda les significa destinar más de una cuarta parte del ingreso total del hogar en cada mes (Encuesta Financiera Banco Central 2017 y Sernac).

La mitad de los jubilados del sistema de AFP alcanzó a cotizar 20 o menos años, por efectos de la alta rotación entre un empleo formal e informal, así como por períodos de desempleo o inactividad. Este hecho, sumado a las bajas remuneraciones percibidas en el ciclo laboral, explica que la mediana de la pensión para estas personas sea un exiguo $110.000 mensuales, que se incrementa a $125.000 por efecto de la pensión solidaria (Superintendencia de Pensiones, 2019).

Estos son retazos de la realidad socioeconómica en que vive buena parte de la población, pero son suficientes para entender por qué hay un malestar generalizado en el país, que una mayoría de la población apoye las manifestaciones sociales y que su temor sea que estas terminen sin que se hayan logrado los cambios esperados.