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  • Revista Nº 158
  • Por Eduardo Valenzuela

Columnas

Las anomalías de la cohesión social

Hace tiempo que nuestro país descubrió que tenía una de las distribuciones más desiguales del ingreso, al menos en el contexto de países de igual o mayor desarrollo, algo que se ha repetido hasta la saciedad en los últimos años. La diferencia de un determinado indicador con una norma internacional es siempre útil, porque revela la existencia de una anomalía:  el problema no es tanto tener una distribución desigual del ingreso, sino tenerla en un país que ha alcanzado un determinado nivel de desarrollo.

Otras incoherencias han pasado, sin embargo, desapercibidas. también hace mucho tiempo se ha detectado que la confianza generalizada –la capacidad de confiar en otros, en particular, en la gente que uno no conoce– ha permanecido demasiado baja, a pesar de las mejoras en educación e ingreso que son los dos predictores más robustos para la confianza social. La última serie de la Encuesta Mundial de Valores (2010- 2014) sigue marcando alrededor de 12% en la disposición de los chilenos para confiar en los demás. Mientras, Estados Unidos se mantiene en 34% y los países escandinavos en torno al 50%. Además, no ha habido ninguna mejora significativa en los últimos veinte años.

La ausencia de confianza produce muchas desventajas. La más directa es que resiente la capacidad de colaborar y organizarse en torno a intereses comunes que habitualmente requieren contactos significativos con quienes no conocemos. La tasa de asociatividad chilena ha continuado siendo extremadamente baja, estimada alguna vez en torno a 0,7 asociaciones por persona, mientras que en países de mayor desarrollo alcanza el doble o más de esa cifra.

La preferencia de los chilenos por permanecer dentro de relaciones familiares (o familiarizadas a través del contacto frecuente y la hospitalidad) arruina las posibilidades de constituir comunidades en los barrios y en los lugares de estudio y de trabajo.

El debilitamiento de los lazos llamados secundarios, es decir no familiares, coloca a los chilenos directamente de cara a las instituciones que solo pueden ser experimentadas como distantes, impersonales e inefectivas. Entre las familias y las instituciones no existe tejido social capaz de templar la experiencia social de las personas que, por lo demás, quedan a merced de la inestabilidad de la comunicación de masas. El colapso también anómalo –por lo excesivo– de la confianza en las instituciones puede tener este trasfondo. ¿Cómo se puede confiar en el parlamento si carecemos de toda experiencia significativa de debate público y resolución democrática de conflictos? ¿Cómo se podría confiar en los tribunales de justicia cuando falta la capacidad de respetar y hacer valer los derechos de cada cual en la interacción cotidiana?

Otra anomalía es el temor. Hace tiempo se ha mencionado la disparidad que existe entre victimización y sentimiento de inseguridad. La gente tiene más temor del que debería producir el nivel e intensidad de la delincuencia existente (sobre todo con una tasa de homicidios comparativamente baja). En ocasiones, el sentimiento de inseguridad ha seguido aumentando a pesar de que la victimización desciende. La última encuesta Bicentenario (UC, 2019, tomada antes del estallido social) ha permitido detectar niveles de temor altísimos para cualquier cosa, no solamente para violencia delictual, sino también para riesgos medioambientales y tecnológicos, violencia de género, presiones económicas y riesgos personales como fracasar en la vida o envejecer solo.

Comparativamente, la proporción que marca mucho temor para diecisiete ítems diferentes fluctúa entre dos y tres veces más que la que se encuentra en mediciones equivalentes en Estados Unidos (American Fear Survey, 2018). La sensación de inseguridad está muy por encima de lo que correspondería para los niveles de modernización cultural y económica que hemos alcanzado.

Temor y desconfianza se refuerzan mutuamente e inhiben la capacidad de producir interacciones significativas fuera de la casa, sin las cuales la cohesión de una sociedad no alcanza a cimentarse.

La cohesión no es un fenómeno institucional que pueda asegurarse en normas abstractas, ni tampoco es la consecuencia ineludible del crecimiento y la prosperidad económica. La cohesión social es una disposición aprendida y socialmente protegida que crean las personas –por lo demás muy diversas entre sí– para cooperar en torno a un propósito común. Debemos empezar por aumentar la confianza en los demás y reducir el temor para liberar esa disposición de sus trabas fundamentales.