• Por Diego Repenning

Dossier

Rusia y la idea imperial en su historia

La dimensión imperial rusa, que parecía haber desaparecido con el siglo XX, regresa alimentada por las ambiciones de Vladimir Putin, con un horizonte que genera inquietudes internacionales que también parecían haberse alejado en el tiempo.

Desde el ascenso de Vladimir Putin en 1999, el liderazgo ruso se ha alejado de la ruta europea y asociada a Estados Unidos. En cambio, ha trazado un camino alternativo que le permita recobrar algunas de las prerrogativas de las que gozó a nivel internacional durante la Guerra Fría. Este proceso ha traído de vuelta la etiqueta imperial para definir el quehacer ruso en el panorama interno y externo, una categorización que merece ser revisada en su dimensión histórica.

La guerra que se ha venido experimentando desde 2014 en Ucrania, y la escalada militar de febrero de 2022, es una de las manifestaciones más elocuentes de la voluntad del liderazgo ruso de volver a ejercer un papel central a nivel regional y global. Este conflicto debe entenderse como una etapa en el proceso en que el Estado Ruso ha reclamado su retorno a la mesa de la toma de decisiones en el panorama internacional. Georgia en 2008, Siria desde 2015, el fortalecimiento de la plataforma del BRICS, la creación de la Unión Euroasiática, entre otros aspectos, dan cuenta de esta voluntad y de desafiar lo que Vladimir Putin ha denominado como el unilateralismo estadounidense en la política internacional.

Este resurgimiento de Rusia como un actor clave en el globo ha estado estrechamente vinculado a la figura del actual líder ruso y ha marcado una profunda diferencia con el periodo de los noventa, cuando nació la federación rusa contemporánea, y el de su antecesor, Boris N. Yeltsin. Desde el nacimiento de la Federación de Rusia en 1991, el modelo promovido desde el Estado fue uno ligado a la idea del Estado-nación liberal y democrático. Al menos en intenciones, el liderazgo ruso, después de la disolución de la URSS, estableció un gobierno de corte occidental y relaciones amistosas con Europa y Estados Unidos que buscaron transformar radicalmente la estructura económica y política que venía del periodo soviético. En esta línea, la caída de la URSS y el nacimiento de la Federación fue considerada como el fin de la era imperial global, tal como planteaba el historiador ucraniano Serhii Plokhy.

Sin embargo, desde el ascenso de Putin en 1999, el liderazgo ruso se ha alejado de la ruta europea y asociada a Estados Unidos. Rusia ha trazado un camino alternativo que les permita recobrar algunas de las prerrogativas de las que gozaron a nivel internacional durante el periodo de la Guerra Fría. Este proceso ha traído de vuelta la etiqueta imperial para definir el quehacer ruso en el panorama interno y externo. Una categorización que merece ser revisada en su dimensión histórica.

La relación del Estado ruso, en sus diferentes formas a lo largo de la historia, con la idea imperial ha sido problemática y marcada por la ambigüedad. En este artículo buscaremos trazar algunos de los momentos que han marcado esta vinculación y analizar algunas de las dificultades asociadas a definir a Rusia unívocamente como una formación de carácter imperial.

En busca de un nuevo estatus

Pedro I el Grande inauguró el título de emperador en Rusia en 1721. En parte, el cambio sirvió al propósito de integrarse en el panorama europeo de imperios. Era, además, una manera de demostrar el nuevo estatus de Rusia ante los principales monarcas de ese continente, luego de emerger victoriosa en la Gran Guerra del Norte (1700-1721).

Pese a esto, y a sucesivos intentos por dotar a Rusia de una apariencia europea, cuyo apogeo encontramos durante el ilustrado reinado de Catalina II, el naciente imperio ruso siempre se encontró con un reconocimiento vago y poco convincente en su calidad de potencia imperial europea de parte de sus pares occidentales, como señala el historiador argentino Ezequiel Adamovsky.

Esto solo tendría cabida luego de la victoria rusa en las guerras napoleónicas, donde Rusia y su emperador Alejandro I se alzan como unos de los principales líderes y restauradores de la legitimidad dinástica en Europa. El periodo de Alejandro I coincide con lo que diferentes historiadores consideran como el inicio del periodo de expansión territorial siguiendo modelos europeos. La anexión de Jiva y la estepa uzbeka, el Cáucaso, Bashkiria y Kazajstán, además de Turkestán en Asia central, fueron aventuras coloniales que siguieron el patrón europeo de conquista imperial. De hecho, es durante este periodo que Rusia adquiere sus únicas colonias ultramarinas, haciendo eco del modelo europeo de concesión de derechos de exploración y administración a una compañía privada: la Compañía Ruso-Americana (Rossiskaia-Amerikanskaia Kompaniia). Dicha compañía expandió las fronteras de colonización rusa en el Pacífico hacia las islas aleutianas, Alaska e incluso Hawái.

Pese a esta experiencia ultramarina, definir a Rusia como una potencia imperial era incluso en este periodo un ejercicio ambiguo. La contigüidad territorial de buena parte del imperio y las migraciones eslavas a los diferentes rincones del territorio bajo control ruso hacían difícil establecer una diferencia clara entre los colonizados y colonizadores, como argumenta Jane Burbank. Del mismo modo, la corte imperial en San Petersburgo durante los siglos XIX e inicios del XX evitó nominar como colonias a los territorios controlados por el Estado ruso, prefiriendo provincializar los territorios adquiridos. La experiencia de España y el Reino Unido, quienes habían experimentado la emancipación de varias de sus posesiones en el continente americano, hacía poco deseable el referirse a sus territorios como colonias pues, eventualmente, podría presagiar movimientos independentistas, como nos indica el historiador Mark Bassin.

En parte, la venta de Alaska en 1867 se puede explicar por esta razón. Desde la lógica metropolitana, era necesario evitar que existieran posibles frentes de conflictos que generaran un efecto dominó de secesiones, como señala el historiador Steven Marks.

La oposición soviética

El periodo soviético hizo aún más compleja la aplicación de la categoría imperial sobre la naciente Unión Soviética. Lenin desarrolló una fuerte retórica antiimperial, convirtiéndose en uno de los principales teóricos críticos del imperialismo y la naciente URSS buscó definirse en directa oposición a este tipo de prácticas. De hecho, Lenin denunció el imperialismo ruso y se le castigó promoviendo las nacionalidades de pueblos distintos al ruso en lo que habían sido las fronteras del ya desaparecido imperio, desarrollando lo que Terry Martin ha denominado como la acción afirmativa soviética.

Sin embargo, la llegada al poder de Stalin generó cambios que reinstalaron prácticas y símbolos que durante la época revolucionaria eran considerados burgueses. La lógica era que ya a finales de la década del veinte la URSS había logrado transformarse en una sociedad comunista, por lo que se podía volver a apreciar actitudes que previamente fueron criticadas, como el patriotismo soviético y el solapado chauvinismo ruso, que escondían tales prácticas, como argumenta David Hoffman. Es también un periodo en el que se sometió el actuar del partido a la razón de Estado. En esta lógica, la misión internacional del comunismo como ideal emancipatorio se subordinó a los intereses del Estado soviético con el fin de proteger el modelo comunista de la intervención extranjera.

El inicio de la Guerra Fría vino aparejado con el proceso de descolonización global, momento que en la URSS se presentó al mundo ideológicamente como el polo opuesto al imperialismo europeo. Además de lo anterior, el sistema soviético ofrecía un modelo de modernización acelerada que fue atractivo para las nacientes repúblicas descolonizadas, permitiéndole a la URSS ampliar su esfera de influencia territorial.

Paralelamente, en Europa y en Estados Unidos los estudios imperiales tendían a definir a un imperio moderno, siguiendo la línea del economista inglés John A. Hobson, como formaciones eminentemente ligadas a la industrialización y el desarrollo de economías capitalistas. En estas definiciones era habitual considerar que la URSS no lograba encajar, pues el tipo de organización económica centralmente planificada no permitía la aplicación de tal categoría. Más aún, se consideraba que incluso durante la época prerrevolucionaria Rusia había sido objeto de colonización, y no un poder colonizador, gracias a la matriz financiera europea que permitió el incipiente desarrollo industrial ruso a fines del siglo XIX.

Mediante esta revisión histórica, hemos podido vislumbrar que la aplicación de la categoría imperial a Rusia ha sido un ejercicio permanentemente discutido. La llegada de Putin al poder y su forzoso reclamo en la arena internacional nos hacen preguntarnos nuevamente sobre su aplicabilidad. En cierta medida, la inestabilidad de lo imperial cuando nos referimos a Rusia se explica en que las definiciones de imperio moderno han tendido a basarse, casi exclusivamente, en las experiencias europeas y la ilusión del avance inexorable del Estado-nación como modelo universal. En ese sentido, se hace relevante estudiar el caso ruso con el fin de enriquecer nuestras definiciones de colonia e imperio para afrontar un mundo cambiante y complejo.