• Por Fernando Verdugo S. J.

Dossier

“Proclamen la buena nueva”

La experiencia amorosa y salvífica de Dios, de la cual brota la respuesta creyente, está llamada a compartirse con los demás, para que también tengan vida en abundancia. Como bien ha recordado el Papa Francisco desde el comienzo de su pontificado: “Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla” (Evangelii gaudium, 9).

Por lo demás, así lo hizo el mismo Jesús. En efecto, luego de sentirse amado por el Padre y animado por la fuerza del Espíritu a orillas del Jordán (Marcos 1,9-11), se puso a recorrer los lugares donde se reunía la gente, como los poblados a orillas del lago de Galilea, las sinagogas de los pueblos, los patios del templo, etcétera, para comunicar a todos la buena nueva de la llegada del Reino de Dios. En esos lugares, además de anunciar y explicar el Reino en parábolas, expulsaba demonios que oprimían a las personas y realizaba sanaciones, como expresión y anticipo de la vida que el Reino traería en plenitud. “Busquen primero el Reino de Dios, su justicia” (Mateo 6,33) es la tarea que les encomienda Jesús a los que estaban dispuestos a seguirlo y colaborar con él en su misión.

Los seguidores de Jesús, testigos de su vida, muerte y resurrección, se sintieron impulsados a llevar el Evangelio que transformaba las vidas, atravesando en ese empeño límites geográficos y culturales: “Vayan por todo el mundo”, fue la misión que les encomendó el Resucitado, “y proclamen la buena nueva a toda la creación” (Marcos 16,15). Pablo de Tarso, por ejemplo, que no conoció personalmente a Jesús, pero que lo experimentó vivo y actuante cuando perseguía a las discípulas y discípulos del Resucitado, dio un giro radical a su existencia y llevó el Evangelio de Jesucristo más allá de las fronteras del pueblo judío. Lo vemos, por ejemplo, en el ágora o plaza de Atenas, donde abundaban otras creencias religiosas, predicando a Jesús y su resurrección, y las implicancias que esta tenía para la vida y esperanza de todo ser humano. Incluso fue capaz de dar razón de su fe y esperanza en el Areópago, es decir, en el tribunal superior de aquella importante ciudad (Hechos 17,16-34).

La fe cristiana ha de iluminar todos los ámbitos de la vida humana, tanto privados como públicos (cf. Mateo 5,13-16). Busca visitar todos los espacios disponibles para impregnarlos del Evangelio. Es sabido que en el siglo IV el cristianismo llegó a convertirse en la religión oficial del imperio romano. Luego, en muchas partes del mundo, la religión del rey también se convirtió en la religión del pueblo, dando lugar a una fe que se imponía a la fuerza y no se proponía a la libertad humana, contraviniendo así el mensaje y modo de Jesús. El Concilio Vaticano II, hace 60 años, ha insistido en la libertad religiosa y de conciencia. En la misma línea, el Papa Francisco ha recordado que la conciencia ha de ser formada, pero no sustituida (Amoris laetitia, 37).

Es igualmente sabido que la modernidad quiso sacar la religión y los discursos asociados a ella de los espacios públicos o, en el mejor de los casos, relegarla a los espacios privados o a la conciencia. Considerados como ajenos a la razón, las prácticas y discursos religiosos debían restarse del escenario público y, de querer ocupar una plaza, como diría Kant, debían someterse a los “límites de la razón”. Particularmente en países de Occidente, estos dinamismos están asociados a los procesos de secularización todavía en curso. Con todo, la laicización de los estados modernos ha dado lugar a nuevas formas de ocupar el espacio público que brotan del seno de la Iglesia: iniciativas caritativas y solidarias, sobre todo con los más pobres; proyectos educativos con fines públicos como las escuelas y universidades católicas; manifestaciones religiosas de arraigo popular como los bailes religiosos, etcétera. Como bien decía Francisco: “Nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos” (Evangelii gaudium, 183).

Desde hace algunas décadas y gracias al avance en la tecnología, del internet en particular, ha surgido un nuevo espacio público. Se trata del llamado “ciberespacio”, un espacio digital que contiene auténticas autopistas y plataformas digitales, foros y redes sociales donde confluyen y se relacionan los seres humanos, dando origen a una nueva cultura. En estos espacios, además de los seres humanos, concurren e interactúan también auténticas inteligencias artificiales, difíciles de diferenciar de los primeros para los no expertos en el reconocimiento de interlocutores digitales. Es aquí donde se plantea un ineludible desafío para los creyentes en Jesucristo: llevar allí la lógica del Evangelio. Más aún, del encuentro del Evangelio con la cultura digital han de surgir nuevas formas de ser Iglesia, nuevas maneras de pensar, celebrar y vivir la fe.