Traumas: la visita del pasado inquietante
Lo que caracteriza a un trauma, afirman los expertos, es la percepción de que se trata de una situación incomprensible e incontrolable y la vivencia subjetiva de que “me están quebrando esquemas previos de cierta normalidad”. Cuatro especialistas de la Unidad de Trauma y Disociación de la Red de Salud UC CHRISTUS, y una de sus expacientes, explican cómo y por qué hay ciertos episodios de la vida que se transforman en heridas duraderas.
“La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante” son las frases con las que la escritora norteamericana Joan Didion inicia El año del pensamiento mágico, un relato acerca de lo que vivió en 2003, cuando vio a su marido, el también escritor John Gregory Dunne, desplomarse muerto, víctima de un infarto, mientras la hija de ambos llevaba cinco días en una unidad de cuidados intensivos.
Manifestación de su poderoso talento descriptivo y de su notable capacidad para autoobservarse, esas páginas son también, como ella dice:
“un intento por encontrar sentido al tiempo que siguió a las semanas y meses que desbarataron cualquier idea previa que tuviera sobre la muerte, la enfermedad, la probabilidad y la suerte, la buena o la mala fortuna (…)”.
Su vivencia, como muchas de aquellas que los seres humanos enfrentamos en nuestras historias, puede incluirse en lo que los especialistas denominan “trauma”, una experiencia que en la gran mayoría de las personas provoca reacciones muy perturbadoras aunque transitorias, y que en un grupo cercano al 14% genera secuelas. Es decir, se constituye en el trasfondo de diversas patologías, como fobias, depresión, trastornos de ansiedad, de personalidad o adictivos; o causa directamente trastorno de estrés postraumático (TEPT).
El jefe de la Unidad de Trauma y Disociación de la Red de Salud UC CHRISTUS, el psiquiatra Rodrigo Figueroa, basándose en el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales, de la Sociedad Americana de Psiquiatría que data de 2013 (DSM-5), explica que un trauma es “cualquier experiencia que amenaza de manera radical o inminente la vida, la integridad física o la dignidad sexual, ya sea personalmente o cuando se es testigo o cercano a la víctima”.
Lo que caracteriza a un trauma, dice, es la percepción de que se trata de una situación incomprensible e incontrolable y la vivencia subjetiva de que “me están quebrando esquemas previos de cierta normalidad”. De ese modo amplía la noción del DSM-5, que considera puede ser estrecha, porque excluye un conjunto de experiencias donde la amenaza no es a la integridad física ni a la vida, pero en las que se experimenta con sorpresa un quiebre en los supuestos vitales básicos –transgresiones a los derechos fundamentales, humillaciones públicas– que pueden dejar huellas tanto o más dramáticas que un accidente de tránsito: “Cuando veo que aquella persona que debería cuidarme –mi padre o mi madre, mi abuelo, el profesor, el cura– abusa de mí y de mi confianza, el supuesto de justicia y sentido en el mundo se quiebra”.
Estas situaciones conciernen a los denominados traumas tipo 2. Sus efectos despertaron interés a fines del siglo 19, en estudios sobre la histeria y luego, a propósito del holocausto y del movimiento feminista, que motivó la preocupación por la violencia doméstica sobre las mujeres. Los de tipo 1, en cambio, corresponden claramente a la definición del manual y sus efectos sobre todo han sido estudiados en veteranos de guerra.
UN MOTOR QUE SE FUNDE
El doctor Figueroa explica que cuando sobreviene una situación traumática, el cerebro literalmente se altera; se produce una hiperactividad transitoria del sistema de estrés y se liberan diversos transmisores y hormonas (catecolaminas, glucocorticoides, glutamato) que median un conjunto de conductas para facilitar la adaptación a él. “En ciertos casos –continúa– ya sea por variantes genéticas, experiencias traumáticas previas o por características del trauma, esta respuesta no se frena una vez que el peligro cesa. Por decirlo de alguna manera, el motor se mantiene sobreacelerado y termina fundiéndose. Eso es lo que generaría que las personas desarrollen estrés postraumático, que es una falla en el mecanismo de recuperación natural”.
Agrega que se ha visto que quienes han enfrentado experiencias traumáticas suelen tener un disminuido volumen del hipocampo, la estructura del cerebro que actúa como “mediador” de los recuerdos, lo cual operaría en un doble sentido: el trauma haría que se reduzca, pero también las personas con esa estructura cerebral con un tamaño congénito menor son más proclives a desarrollar un cuadro de estrés postraumático. “Aparentemente se tienen que combinar estos dos elementos, vulnerabilidades genéticas y estrés ambiental para que se exprese la patología”, dice.
Los estudios más recientes revelan que cerca del 30% de los pacientes que han estado en una UCI, así como sus familiares, la desarrollan en los tres meses posteriores; al igual que entre el 30 y el 40% de los damnificados en un desastre natural, durante el año siguiente. En el caso chileno, la última investigación de 2006 indica que el 4,4% de la población habría presentado el trastorno alguna vez en la vida. Para el caso particular del terremoto de 2010, un estudio en el que participó el doctor Figueroa concluyó que el 25% de la población de la Región del Bío Bío presentaba probable TEPT a los tres meses del desastre.
También se sabe que hay una mayor prevalencia del trastorno en los segmentos socioeconómicos más bajos y en las mujeres. Esto último, explica el psiquiatra, parece estar asociado al efecto de los estrógenos, al que se sumarían demandas culturales sobre ellas.
Lo que caracteriza al TEPT, dice, es un conjunto de síntomas que se instalan en el momento del trauma, pero que no se superan normalmente: reexperimentación involuntaria a través de imágenes, recuerdos o sensaciones acerca de la situación vivida; necesidad de evitar personas, lugares u objetos que la evocan; miedo, rabia, culpa, vergüenza o embotamiento emocional; sensación de estar permanentemente alerta frente a un peligro, lo que deriva, entre otras cosas, en insomnio, desconcentración e irritabilidad.
“En los soldados, en las víctimas de portonazos es muy clara la vivencia de hiperalerta, pero en algunos tipos de experiencias traumáticas, particularmente las de tipo 2, donde no hay una amenaza radical a la vida, puede no ser tan evidente”, indica. Y explica que en casos donde el trauma es “inescapable” y frecuente, como suele ocurrir en situaciones abusivas o de maltrato, incluso sucede lo contrario: una hiporreactividad. “Sería una estrategia de supervivencia de último recurso que se activaría en los mamíferos cuando percibimos que no tenemos escapatoria –ahonda–. Cuando una presa no tiene salida, activa un mecanismo de pérdida del tono muscular y baja la sensibilidad al dolor. Ello podría conferir un aumento de las oportunidades de supervivencia porque la conducta de sumisión baja la agresividad en el rival, la supresión del dolor permitiría focalizar la atención en el escape y la inmovilidad podría hacer que el atacante se descuidara y diera opciones de fuga. Ese mecanismo de defensa se ha conservado en nuestra especie”.
De hecho, indica que personas que han enfrentado abuso sexual y particularmente mujeres víctimas de violación, el trauma más patogénico, describen un cambio en la percepción del tiempo. Como si todo transcurriera más lento; una inmovilidad tónica, o sea, la incapacidad de reaccionar, lo cual muchas veces es usado por las defensas de los agresores para sostener que hubo consentimiento; luego, una pérdida del tono, es decir una “inmovilidad blanda” y finalmente un desmayo.
Otro de los síntomas del TEPT es el embotamiento afectivo, la vivencia de tener las emociones adormecidas. El doctor afirma que los pacientes lo describen como una incapacidad de contactarse con la pena, la rabia, la ternura, el amor. En cuanto a la disociación, que puede ser otro de los síntomas, explica que es un quiebre respecto de la integración de la experiencia humana: “Normalmente, esta integra información de múltiples fuentes, lo que permite al sujeto tener la noción de que su conducta es resultado de una intención propia; que la experiencia tiene distintos elementos sensoriales que conforman un todo y que los recuerdos son parte de una vivencia cronológicamente lineal. Cuando hay disociación, algunos de esos elementos quedan excluidos y se produce la sensación de distanciamiento con la realidad. Entonces, puede que una persona deje literalmente de ver u olvide una etapa de su vida, por ejemplo, la experiencia traumática; o que no reconozca su entorno o parte de su cuerpo, lo cual puede extenderse por años”.
El TEPT se trata a través de “psicoterapias centradas en trauma” (ver recuadro), y a veces también con el apoyo de fármacos. Rodrigo Figueroa indica que la intervención debe ser realizada por especialistas específicamente entrenados porque, de lo contrario, puede incluso generar más síntomas.
En el ámbito de la prevención, es partidario de los “primeros auxilios psicológicos”, que pueden ser aplicados a personas que presentan perturbación inmediatamente después de un trauma. En un programa piloto, la Red de Salud ha formado en esta materia a funcionarios del Ministerio Público, del SAMU y de la Asociación Chilena de Seguridad. “Lo primero es acompañar porque cuando uno enfrenta un trauma hay una vivencia de soledad muy grande. Y los seres humanos nos regulamos afectivamente con otros”.
LA DELICADA INFANCIA
En los niños, el tratamiento es análogo. Sin embargo, el trastorno suele ser más difícil de pesquisar porque tienen menos habilidades verbales y cognitivas para expresar lo que sienten, según explican la doctora Catalina Castaño, especialista en psiquiatría infanto-juvenil y la psicóloga Claudia Brett, experta en el tratamiento de niños y adolescentes, ambas de la Unidad de Trauma y Disociación. Por ese motivo, su trabajo utiliza el juego y los dibujos y requiere del compromiso y la participación de los padres. “La organización familiar, cómo reaccionan los papás y cómo se hacen cargo de lo que ocurrió, es muy predictor del riesgo que tienen los niños de desarrollar TEPT”, señala la psiquiatra.
Los efectos de un trauma en un niño dependen de si se trata de uno simple (un hecho único, concreto, que amenaza su integridad física, psicológica o sexual) o de uno complejo, del desarrollo o relacional. “Este último ocurre en la primera o segunda infancia, donde los niños construyen todos los cimientos de su desarrollo psicológico –explica Claudia Brett–. Si es crónico o generado por alguien de la familia o un cuidador, el efecto es mayor y la vivencia es más amplia porque son más vulnerables, han tenido menos experiencias de aprendizaje y son mucho más dependientes de la figura de apego”.
Los más pequeños, señala la doctora Castaño, no tienen propiamente una noción de “normalidad”: “Un niño cuya mamá constantemente le dice que es tonto o feo o le hace un cariño inadecuado, no advierte que eso es irregular, lo que no quiere decir que no tenga efectos. Eso opera acumulativamente”. Tanto que, según indica, pese a que se entiende que para poder desarrollar el trastorno de estrés postraumático es necesario tener conciencia, percepción del ambiente y lenguaje, incluso es posible ver guaguas que presentan reacciones al trauma. Por ejemplo, si han estado en una UCI donde les daban mamadera, puede que luego la rechacen porque la asocian a esa vivencia.
Aunque un niño que ha vivido la vulneración de derechos en forma recurrente tal vez no lo perciba como problemático, todo su desarrollo y su psiquismo se conformará en torno a ello, dice la psicóloga. “Las cogniciones del mundo y de sí mismo –ahonda– se desarrollan en función de cómo los otros lo hacen sentirse protegido, querido y valioso. Por eso, los niños que enfrentan este tipo de traumas se sienten malos, incapaces, no merecedores de respeto”.
Agrega que cuando es la figura de apego la misma que maltrata o daña, es muy confuso para un cerebro en desarrollo, que busca coherencia para entender las cosas: “Las representaciones internas que esos niños hacen del mundo son contradictorias, por lo que suelen tener conductas más erráticas. Buscan cariño, pero a la vez lo rechazan”.
Las especialistas insisten en que vivir una experiencia traumática no es sinónimo de tener TEPT. En la práctica, solo una minoría de los niños lo desarrolla, transcurrido al menos un mes. El resto no necesita apoyo profesional y puede bastar con una intervención de los padres o del sistema social, explican. Sin embargo, en el caso del trauma relacional, el transcurso del tiempo sin aparición de síntomas no es una garantía de que no vaya a surgir más tarde. “A veces hay personas que pasan por episodios traumáticos en la infancia –explica la psicóloga– sin presentar ningún problema, pero ciertos eventos en la vida de adulto le gatillan estrés postraumático. Es frecuente ver mujeres que al embarazarse empiezan a tener recuerdos de haber sido víctimas de abuso sexual. Aunque la mayoría de los TEPT se desarrollan inmediatamente después del trauma, puede ocurrir que los síntomas aparezcan 10 o 15 años después”.
Los indicios más característicos del cuadro son la reexperimentación, que en la infancia se manifiesta a través del juego. “Por ejemplo, jugando con un lego el niño dice ‘y el auto, pum, lo atropelló y pum lo atropelló’, repetitivamente, sin disfrutarlo”, explica la doctora Castaño. La psicóloga agrega que también se desarrolla “ansiedad de separación” (por ejemplo, pataleta al alejarse de la mamá), pesadillas: “Hay un cambio conductual bien notorio. Pueden estar irritables y agresivos, llorar por cosas insignificantes en forma recurrente o parecer como desconectados”.
Y la psiquiatra agrega que frente a una experiencia traumática en un niño, por ejemplo presenciar un asalto violento, puede ser recomendable consultar con un especialista de modo preventivo: “Es bueno que un tercero le dé una explicación y le diga ‘no estás solo en esto que te pasó’”.
Una terapia para una vida que no es vida.
A los 15 años, Carolina (no es su nombre real) sufrió un trauma de índole sexual. Hoy, con 34, casada y convertida en madre y profesional, relata lo que parece ser un túnel largo y oscuro para el que finalmente encontró una salida.
A consecuencia de la experiencia que vivió, estuvo medio año hospitalizada y perdió la memoria por nueve meses, a tal punto, que no recordaba a sus familiares más cercanos ni aprendizajes como la lectura y las operaciones aritméticas. Es decir, sufrió lo que los psiquiatras denominan “trastorno disociativo”.
“De a poco, con el apoyo de un psicólogo –explica–, fui recuperando esas funciones, pero al mismo tiempo empezaron a aparecer imágenes, olores, texturas que me gatillaban recuerdos del episodio, que iban acompañados de mucho miedo y ansiedad”. También surgieron las pesadillas y el insomnio.
A poco andar se le generó una depresión que la llevó a un verdadero peregrinaje por psiquiatras, neurólogos y terapeutas alternativos. Según cuenta, su familia y uno de los médicos acordaron que para facilitar su recuperación era mejor no volver a hablar del tema. “Entonces, se transformó en un tabú –dice–. Empezaron a pasar los años y la verdad es que yo crecí con depresión. Me sentía mal, buscaba ayuda en los doctores y terapeutas, pero sin hablar. Me recuperaba un poco y luego volvían los síntomas. Yo sentía que no valía nada, que mi vida no tenía sentido. Siempre me decían ‘pero tantas cosas buenas que tienes’. Y yo no era capaz de ver el vaso medio lleno”.
Casi una década después de haber vivido ese trauma, se casó y junto a su marido tomó la determinación de buscar ayuda para enfrentar definitivamente el problema. Eso la llevó hasta el doctor Alejandro Gigoux, psiquiatra de la Unidad de Trauma y Disociación de la Red de Salud UC CHRISTUS, quien, en acuerdo con ella, inició la psicoterapia centrada en trauma conocida como EMDR (Desensibilización y Reprocesamiento por Movimientos Oculares, por su sigla en inglés). En su fase inicial, de estabilización, fue necesario tratar la depresión y luego, en la medida en que ella lo iba tolerando, comenzó el reprocesamiento de los recuerdos, lo que se extendió por cerca de 12 sesiones.
Carolina explica que, junto con evocar la experiencia, lo que no significaba narrarla, tenía que seguir con los ojos el movimiento de un puntero, al tiempo que a través de una máquina recibía alternadamente una suave vibración en cada mano.
“Empecé a sentir alivio desde la primera sesión. Y ahora recuerdo el episodio traumático como algo distante, lejano, como en una película, incluso, como si le estuviera ocurriendo a otro y también puedo estar sometida a estímulos que antes no podía ver. Antes, a diario lo vivía como si me estuviera ocurriendo en el minuto, con las mismas emociones del momento en que efectivamente pasó. Eso era una tortura, como en El día de la marmota”, dice refiriéndose a la película de Harold Ramis, cuyo protagonista está atrapado en el tiempo y cada mañana vuelve a iniciar la misma jornada.
“Antes yo me sentía culpable –explica– y me preguntaba por qué no utilicé más fuerza, por qué no escapé. Uno vive con la ilusión de que las cosas podrían haber sido distintas, de que uno pudo no ser víctima. Ahora entiendo que estaba en desigualdad de condiciones y era una niña; acepto lo que pasó y puedo ver el vaso medio lleno”.
Además, pide expresamente que se consigne un “llamado” que quiere hacer y que explica su disposición a entregar su testimonio: “Es importante que las personas se traten el estrés postraumático, sobre todo el relacionado con el ámbito sexual. La sensación de culpa y el estigma hacen que uno siga viviendo una vida que no es vida, en circunstancias que todo el mundo merece vivir en paz consigo mismo”.
El doctor Alejandro Gigoux, especialista certificado en EMDR, señala que este es un modelo psicoterapéutico para abordar el trauma, que empezó a desarrollar la norteamericana Francine Shapiro, a mediados de los años 80. Explica que su componente más característico son los movimientos oculares bilaterales u otras formas de estimulación también bilateral, como la auditiva o la táctil (esta última fue la que se usó como complemento con Carolina), en paralelo a la evocación por parte del paciente de los recuerdos, emociones o sensaciones perturbadoras: “De esta forma se activarían mecanismos naturales de autosanación, que hacen que estas memorias almacenadas de forma desadaptativa y que generan los síntomas, se vayan ‘digiriendo’, pierdan su carga emocional negativa, se reduzcan sus consecuencias en el presente, y se refuercen los recursos de la persona”.
Junto con la Terapia de Exposición Prolongada es una de las más efectivas para el tratamiento del estrés postraumático (ambas son empleadas por los especialistas de la Red de Salud) y es recomendada por múltiples guías clínicas, incluidas las de la OMS, con la ventaja de ser rápida, bien tolerada y segura. El psiquiatra explica que no se sabe exactamente cuál es su mecanismo de acción, pero afirma que se indagan varias hipótesis. Entre ellas, un posible vínculo con la generación de estados fisiológicos similares a los ocurridos durante el sueño, cuando naturalmente procesamos las experiencias que vivimos a diario; con la memoria de trabajo; con la respuesta de orientación; con la activación parasimpática o con una combinación de ellas.