• Por Beatriz Fernández Herrero

Americana

El llamado a “redescubrir” América

A diferencia de los hechos ocurridos a partir de 1492, la idea es que este nuevo proceso dialogue con las formas utópicas de las culturas y los pueblos originarios. Que les permita sacar la voz. En esa línea, la filosofía del Buen Vivir que aquí se describe, lo mismo que otras muchas aportaciones provenientes de los pueblos indígenas, no se plantea como un retorno al pasado, sino como una posibilidad de futuro.

En 1492, cuando los europeos llegaron a la parte del mundo que más tarde sería nombrada América, se inició un proceso complejo. Por una parte, se enfrentaron con un territorio nuevo y seres humanos desconocidos por ellos. Pudieron conocer modos de vida y costumbres sociales libres de la corrupción presente en la sociedad del Viejo Mundo. Al mismo tiempo, la noticia de este estado ideal y de ese Nuevo Mundo fue reinterpretada, resignificada y reconstruida hasta perder su esencia. El Nuevo Mundo fue ideado y configurado desde un punto de vista eurocéntrico, negando su origen. Esta perspectiva incorpora a América a la historia occidental y legitima la colonización de sus tierras y de sus habitantes. Lo anterior fue denominado por el historiador y filósofo mexicano Edmundo O’Gorman como “la invención de América”. El continente fue creado como “el país de la utopía”, y solo podría llegar a convertirse en una nueva Europa a través de la negación de sí mismo.

Se desarrolla así un paradigma eurocéntrico en el que el mundo se considera puesto al servicio de los europeos, para ser libremente explotado por ellos. Los europeos se piensan no solo como los amos de la naturaleza, sino también como superiores a las demás culturas, que son vistas como inferiores y que, por tanto, deben adaptarse a su modelo civilizatorio.

Recuperar las utopías

Este discurso de la centralidad europea, inaugurado en la Modernidad, ha perdurado hasta nuestros días, inundando todos los ámbitos de la vida de los territorios colonizados; así, según el sociólogo peruano Aníbal Quijano, puede hablarse de una “colonialidad del poder”, que jerarquiza las identidades sociales utilizándolas como instrumento de dominación y de control, justificando la pretendida superioridad de personas blancas y europeas sobre los demás seres humanos y sobre la naturaleza. Igualmente, desde Europa se lleva a cabo una “colonialidad del saber”, que posiciona el eurocentrismo como la única perspectiva del conocimiento, y una “colonialidad del ser”, ejercida por medio de la inferiorización y deshumanización de determinados individuos y colectivos sociales. Por último, el modelo de desarrollo Occidental ha generado una “colonialidad de la naturaleza y de la vida”, basado en la separación de la humanidad de la naturaleza, ya que coloca a este por encima de los demás seres y del propio medio natural. Estos son considerados como instrumentos para su uso y disfrute.

Este modelo de civilización, que planteaba el desarrollo ilimitado y la globalización uniformizadora como la única posibilidad de vida y que, además, se ha exportado a todos los lugares del planeta, ha sido puesto en duda desde hace tiempo a través de las llamadas “filosofías de la sospecha”. Desde distintos frentes, estas anticiparon el fracaso de la razón moderna y son precursoras de la postmodernidad.

Tras la constatación de este fracaso, ya no solo en la esfera del pensamiento sino también en la política, desde el último cuarto del siglo XX, se hizo evidente la necesidad de buscar nuevas alternativas que contribuyan a paliar las crisis y los problemas que este sistema ha generado: crecientes desigualdades sociales a nivel intraterritorial e interterritorial, utilización generalizada de la violencia para intentar solucionar los conflictos y un uso abusivo de los recursos naturales, que amenaza con sus impactos climáticos la propia vida en el planeta. Surge, entonces, la demanda de nuevas utopías que cuestionen la realidad existente y propongan nuevas formas de relación de los seres humanos entre sí y de estos con la naturaleza.

Así pues, y frente al descrédito en que para muchos pensadores han caído las utopías, es preciso recuperar el pensamiento utópico, entendido como una actitud mental de cambio, con la esperanza de un futuro mejor. Para ello, puede resultar útil un auténtico “Descubrimiento de América” que, a diferencia de los hechos ocurridos a partir de 1492, no silencie, sino que tome en consideración y dialogue con las formas utópicas de las culturas y los pueblos originarios. Dentro de ellos, se han producido resistencias que, ya sea presentando como alternativa el regreso al mundo indígena original, ya sea a través de una propuesta de hibridación entre las formas no eurocéntricas de la modernidad y la cosmovisión de los pueblos originarios, pretenden fundar un proyecto americanista con capacidad de incidencia en la historia universal. Se trata, como algunos de sus teóricos sostienen, de una opción de vida que no solo se dirige a los pueblos indígenas sino a toda la sociedad, a todo el mundo.

La filosofía del Buen Vivir

Una de estas propuestas de utopismo latinoamericano que merece ser tenida en consideración es la filosofía del Buen Vivir, entendida como una alternativa al paradigma civilizatorio contemporáneo que no solo critica este modelo, sino que al mismo tiempo nos invita a reflexionar sobre la necesidad de construir otro mundo basado en nuevas formas de vida y de relaciones.

El concepto del Buen Vivir se fundamenta en una recuperación de las formas de vida propias de algunas culturas no occidentales, significativamente en el ámbito latinoamericano (pueden encontrarse formulaciones muy parecidas a esta filosofía entre los mapuches, aymaras, quechuas, guaraníes, araonas, etcétera). Esta definición surge como modelo cultural alternativo, que podría dar respuesta a las crisis actuales al colocar la vida en el centro y concebir al ser humano como una parte de la naturaleza proponiendo, además, una vida en la que las ideas de comunidad y de cuidados se conviertan en ejes para alcanzar la dignidad y la justicia sin exclusión de nadie. Partiendo de estos planteamientos, esta propuesta ha sido teorizada en los ámbitos académicos y se ha trasladado a la esfera política de algunos países como Ecuador (Sumak Kawsay) y Bolivia (Suma Qamaña), incorporándose en mayor o menor medida en sus constituciones. El Buen Vivir no puede ser identificado con la idea occidental de bienestar ligado a la posesión y el consumo de bienes materiales, lo cual no significa en absoluto que hayan de abandonarse la modernización y los avances científicos y tecnológicos que, sobre todo en los últimos tiempos, se han revelado como tremendamente útiles y posibilitadores de la vida. Lo que propone es incorporar en la lógica occidental un diálogo con determinados saberes y prácticas de muchas comunidades indígenas en las que la acumulación no es el único determinante de una vida buena, sino que también lo serían otros muchos factores, entre los que cabría mencionar el reconocimiento social y cultural, el acceso al conocimiento, el respeto por todas las formas de vida o el valor del cuidado mutuo.

Además de abordar y dar respuestas específicas a los problemas de la vida colectiva, el Buen Vivir se centra de un modo particular en la cuestión de la sostenibilidad; entre los pueblos indígenas no se plantean este problema porque ellos siempre han vivido de forma sostenible. En su visión cíclica de la vida, todo está integrado y no existen jerarquías, al menos tal como son concebidas en occidente. En su concepto de comunidad todos y cada uno de los miembros son necesarios, por lo que todos son valorados y cada uno tiene su lugar. Y este concepto, además, comprende la totalidad del entorno, entendido como un único sistema: los ríos, las plantas, los animales, la tierra, el aire, el ser humano… En esta conexión con el mundo, la biodiversidad es necesaria, lo mismo que la conservación de los suelos, el agua y los ecosistemas, y los recursos naturales; estos adquieren un valor en sí mismos, por lo que han de ser respetados como tales y no considerados como fuentes de riqueza al servicio de los humanos, ya que estos no tienen derecho de propiedad sobre ella.

Ante esta crisis civilizatoria en la que estamos inmersos, el Buen Vivir, lo mismo que otras muchas aportaciones provenientes de los pueblos indígenas, no se plantea como un retorno al pasado sino como posibilidad de futuro. Es preciso, pues, recuperar la utopía para inventar un nuevo mundo, hoy irreal pero no irrealizable; un nuevo mundo posible, en el que se produzca una inversión de las prioridades: sobre el mercado, el dinero y la individualidad deben estar la vida, las relaciones, la justicia y el futuro común de la humanidad y del planeta. Y para ello, es necesario mirar hacia lo diferente, escuchar otras voces antes silenciadas y, en lugar de traducirlas a los códigos de la cultura dominante y antropocéntrica, aprender de ellas y de sus importantes aportes, y dialogar con ellas en condiciones de igualdad. Como afirma el poeta y líder comunitario Angel Sulub, “los pueblos indígenas estamos vivos, aquí estamos con la fuerza de la tierra, sembrando las semillas del buen vivir para el mundo”. Se hace necesario y urgente reivindicar la utopía latinoamericana y sus propuestas de transmodernidad, de modernidad no eurocéntrica y alternativa que pueden tomar formas diversas trascendiendo los universalismos y los particularismos. Es necesario y urgente descubrir América.