
Gastón Soublette: una vida providencial
La aparente dispersión temática de este pensador y académico UC ocultaba una homogeneidad conceptual que daba sentido a todo su discurso: estaba convencido de que el mundo de lo desconocido y de lo misterioso se revela ante nosotros si sabemos leer ciertas señales. El presente artículo, escrito por el director de RU, fue publicado en el suplemento Artes y Letras del diario El Mercurio el pasado domingo 1 de junio.
Decía que “un hombre es lo que hace”. Podemos, entonces, considerarlo según qué hizo en este mundo. A primera vista, Soublette pareciera un ser disperso. Carreras universitarias inconclusas. Incursiones en el cristianismo y el budismo. Libros sobre Confucio y películas contemporáneas, sobre música y cultura tradicional de los campos de Chile. Experto, además, en la cosmovisión mapuche. Hasta su aspecto parecía contradictorio, tan europeo pero cubierto con un poncho, con el que se le vía, flauta en mano, perderse por los cerros de la Cordillera de la Costa.
Hizo, en efecto, muchas cosas, las que no parecen responder a una trayectoria sistemática, como se espera de un filósofo formado en la cultura occidental y que, además, cursó la carrera de Derecho.
Si seguimos con su pensamiento, no fue casual ese desorden aparente. Para un cristiano —y lo era—, a través suyo actuaba la Divina Providencia, la que lo guiaba hacia su destino, para él desconocido. Para un jungiano —y también lo era—, en su trayectoria se produjeron sincronías notables. Es decir, unas coincidencias significativas, entre ciertos sucesos externos y su estado síquico interno.
Siempre creyó, con una fe persistente, que la vida en el universo no es casual. Ni siquiera la de cada uno de nosotros. Estaba convencido de que el mundo de lo desconocido, lo misterioso, se revela ante nosotros —se nos ofrece— si sabemos entender los símbolos y leer las señales. El pensamiento “soublettiano” siempre tuvo ese eje central.
Cuando nos preguntamos qué hacía él analizando a Mahler y sus sinfonías, lo que transmiten los símbolos de la alfarería mapuche y el libro chino de los cambios —el I Ching—, o las primeras banderas de la República de Chile, en todo encontramos la misma actitud vital, el mismo propósito de oír los mensajes que se ocultan detrás de la realidad aparente.
Como se ha recordado en estos días, tras su muerte reciente, su madre lo influyó síquicamente, cuando él era un niño, al decirle a modo de broma que ella no era su verdadera madre. Esa frase, que podría haber sido solo inquietante, a él le abrió una puerta amplia. Pudo, así, imaginar que hay realidades muy diferentes que no aparecen a simple vista. Aunque no fuera cierto, fue un estímulo.
Esa familia suya, viñamarina, culta y melómana, refinada y de buen pasar, tan perfecta en sus expresiones, podía ser una apariencia que apenas recubría algo mucho más complejo. Un tema recurrente en la literatura y, lo que tanto le interesaba, en el cine.
Podíamos ir a ver 2001. Odisea del espacio y salir comentando la película, su imagen del futuro. Eso, para él, no era suficiente. Tenía que sumergirse en las ideas de su director, Stanley Kubrick, y encontrar detalles significativos que ofrecían otra perspectiva de su autor. Uno que, al igual que Soublette, tenía un complejo mundo interior y, de niño, sufrió la educación formal. Asimismo, no siguió una formación académica regular, sino sus propias intuiciones… ¿sincronía?
“Su madre lo influyó síquicamente, cuando él era un niño, al decirle a modo de broma que ella no era su verdadera madre. Esa frase, que podría haber sido solo inquietante, a él le abrió una puerta amplia. Pudo, así, imaginar que hay realidades muy diferentes que no aparecen a simple vista”
También hay constancia en su amor a la humanidad, extenso y sin fronteras. Si podía sumergirse en Japón, China e India, en los mitos celtas y escandinavos, en las cosmovisiones mapuche y maya, es porque le fascinaba ver cómo el ser humano enfrenta el silencio de lo desconocido, con qué conexiones místicas o elaboraciones intelectuales busca el sentido de la vida. Encantado con esa diversidad que, en lo profundo, veía conectada por vasos comunicantes esenciales. En ello se explayó en su libro El Cristo preexistente (Ediciones UC, 2016), sobre el Evangelio cristiano y el Camino del Tao, de maravillosas sincronías.
Después de todo, y estaba muy consciente de ello, el ser humano se había abierto a lo desconocido al advertir que la espiral de la galaxia, en lo profundo de la bóveda celeste, era idéntica a la de la caparazón del pequeño caracol, lo que no parecía simple coincidencia. Y eso fue vivencia de todos los continentes.
Creer o saber
Más cercano al arte que a la intelectualidad formal —finalmente, su formación fue ésa, en el Conservatorio de París—, sus trabajos reflejan una convicción radical respecto al poder comunicativo de las artes, en especial, en su caso, de la poesía y la música, las que conoció y cultivó desde su infancia.
A través de ellas se conectaba, gozosamente, con el esplendor del mundo y con la armonía universal. En el primer caso, llegó a ser un activista ecológico, dolido e indignado ante el maltrato de una naturaleza que, bella y sobrecogedora, comunicaba por analogía el interior del ser humano con la admirable belleza del cosmos y sus misterios. Una naturaleza que es o puede ser un contacto con lo trascendente, lo que hizo de él un gran caminante por los cerros de la Cordillera de la Costa, cercana a su casa quinta de Limache. Esas percepciones, por lo demás, las vería compartidas por los sabios populares de los campos chilenos y los de los pueblos originarios de América, todos hermanados por el mismo siquismo y las mismas inquietudes espirituales de toda las culturas humanas.
En su libro Poética del acontecer (Editorial Universitaria, 2018) ahonda en las artes y sus revelaciones. La poesía puede ser reveladora de la esencia del acontecer, tal como la música, con sus epifanías, puede abrirnos a espacios interiores antes insospechados.
Como intelectual público, sus reacciones iban en esa línea: la pobreza, la mala educación y las indignidades que padecen los marginados, más allá de sí mismas, le parecían una violación al compromiso tácito que compartimos como humanidad. Si cada ser humano es portador de un misterio original y único, el que no pueda acceder a su plenitud por condicionantes económicas y/o políticas viene a ser una suerte de crimen espiritual.
La tierra justa
Orientalistas hay muchos. También jungianos y cinéfilos amantes de teorías que escudriñan los símbolos que aparecen en las películas. En todo eso, Gastón Soublette estaba acompañado. En lo que siguió una ruta menos transitada fue en la inmersión que hizo después en la sabiduría tradicional chilena.
Una vez más, la casualidad —Divina Providencia, sincronía, analogía— lo puso en el lugar correcto y en el momento preciso. En realidad, en dos de esas situaciones. La primera, en 1956, cuando llegó una joven Violeta Parra a golpear su puerta en la Radio Chilena, propiedad de la Iglesia Católica, donde él dirigía la programación, para pedirle ayuda. Había memorizado cerca de tres mil canciones tradicionales chilenas y no sabía cómo llevarlas a partituras. La segunda, cuando él fue a golpear la puerta del Instituto de Estética de la Universidad Católica, donde Fidel Sepúlveda Llanos, que pronto asumiría su dirección, en 1971, era un reconocido experto en saberes tradicionales de Chile. Tanto así que, tras su muerte en 2006, la Dirección de Archivos, Bibliotecas y Museos de Chile creó el premio anual que lleva su nombre para distinguir a personas o grupos que aporten al “patrimonio inmaterial de nuestro país”. El Instituto sería el hogar intelectual de Soublette por casi medio siglo.

Más cercano al arte que a la intelectualidad formal, el trabajo de Gastón Soublette refleja una convicción radical respecto al poder comunicativo de la poesía y de la música
Violeta Parra le abrió la puerta para que él conociera esos saberes “sapienciales”, como le gustaba decir, que a través de canciones, cuentos, refranes y mitos se transmiten de generación en generación. Una cultura de fuentes orales, de vida aparte de la oficial. Por ella conoció cultores y “sabios populares”, los que, como fue descubriendo, transmitían patrones éticos y estéticos, conductas e ideales humanos, caminos para quienes buscan su plenitud. Gente bien puesta en el mundo, capaz de dar gracias a la vida.
Fidel también le abrió una puerta a ese mundo que ya venía estudiando. Soublette, entonces, le hizo una propuesta. Tal como Confucio y Lao Tsé, que en China habían rescatado esos saberes superiores, de valores tradicionales que se veían amenazados por la centralista cultura imperial, ellos podrían emularlos en Chile, y crear una serie de libros para rescatar esa sabiduría indo hispana del siglo XVIII, de espíritu barroco, que los chilenos del siglo XIX habían reemplazado por anglofilia, francofilia y germanofilia. Por buscar el conocimiento moderno, habían dejado atrás la sabiduría espiritual.
De acuerdo los dos, dieron vida a una seguidilla notable, dedicados a los cantos a lo humano y lo divino, a refranes y cuentos, a la cultura tradicional chilena.
Tal vez, el caso del filósofo es el aporte más relevante en su larga y compleja trayectoria, y no habría podido hacerlo en profundidad de no haber conocido antes las filosofías orientales y las teorías de Jung. Fue algo providencial, una vez más, porque fue ese bagaje el que le permitió aquilatar la profundidad de lo sapiencial chileno, distinto al pensamiento occidental preponderante.
No era un folclore sencillo y casi ingenuo, como se percibía desde la cultura oficial, sino alta sabiduría para humanizar el mundo. Algo necesario, antes y siempre, porque ofrecía pautas de conducta y un sentido de vida trascendente y pleno, acompasado con nuestra geografía. En sintonía, según él, con el mensaje que trajera el hijo de un carpintero, quien, también desde un entorno sencillo y rural, se transformó, como le gustaba decir, en quien cambió el paisaje cultural de toda Europa y América. Y cuyas enseñanzas fluían mucho más en la cultura tradicional que en la oficial.