
La mantis religiosa: ecos de un fin de mundo
La mantis religiosa, de Alejandro Sieveking (1934-2020), se estrena en el Teatro El Ángel de Santiago, el jueves 13 de mayo de 1971, pasadas las siete de la tarde; es decir, apenas terminada la procesión del Cristo de Mayo. Entre el teatro (Huérfanos 786) y la Iglesia de San Agustín (Estado 185) hay más de 100 metros. La coincidencia es fascinante: si el culto barroco y dramático al Señor de la Agonía se vive como exorcismo ante la inminencia de un desastre, la puesta en escena del drama de Sieveking parece su continuación.
El Teatro El Ángel está en una galería que luce como catacumba, y esa tarde-noche, el escenario está ambientado como una casa terremoteada de cortinas de brocado y puertas tapiadas. En escena, con disposición de rito hermético, se ve a tres hermanas (Lina y Llalla, pilladas por la vejez, y Adela, todavía rehuyéndole). Juntas, van sacrificando a sus últimos pretendientes y, a la vez, continúan prolongando la reclusión de una cuarta hermana tan seductora como monstruosa (Teresa, Santa Teresa, La Mantis, a quien solo la conocemos por sus gruñidos).
Con sus movimientos, las tres hermanas tratan a esta especie de Fiura chilota con la misma desesperación que el inconsciente reprime sus pavores. En los ojos de la platea, la performance de estas mujeres que despliegan trajes de novia estropeados resulta inquietante. Parece ser un último intento por aplazar el colapso de la casa, de la familia y de lo que llamamos mundo: “el mundo está mal organizado”, “todo el mundo roba, ¿y a quién le parece raro?”, “el mundo entero tiene sus lacras y es natural esconderlas”, repiten Adela, Lina y Llalla. Un cataclismo, el fin del mundo, ya se intuye.
Es, antes que todo, un drama que ironiza, con mordacidad de comedia negra, la mecánica vampírica de las instituciones corrompidas.
n los días que suceden al estreno, la prensa se pregunta por qué, en plena Unidad Popular, “una obra a la antigua”, con “solteronas” y un “caserón sombrío”, fascina tanto. Paradójicamente, la respuesta está en esos elementos de otro tiempo. La mantis religiosa es mucho más que una alegoría sobre la hipocresía inherente a la familia burguesa. Es, antes que todo, un drama que ironiza, con mordacidad de comedia negra, la mecánica vampírica de las instituciones corrompidas que, para sostener el statu quo, estrujan hasta la última gota de vitalidad juvenil.
Aquí, de manera literal, la víctima es una hija cuyo encierro sirve de coartada para fines tan frívolos como cuestionables. No obstante, quien presencie este montaje reconocerá, de manera figurada, alusiones a nuestro presente: a sistemas educativos que, en nombre de una calculada inclusión, convierten las diferencias en algo exótico para que el otro y la otra jamás sean iguales; o, en su defecto, coaliciones políticas que, con tal de no arriesgar sus prebendas, sabotean sus propios procesos de recambio de liderazgos. ¿A quién convertimos en monstruo para impedirle hablar? Impúdica, oscura, sardónica: la dramaturgia de Sieveking nos enrostra nuestra obsesión por crear plagas de insectos monstruosos, enemigos que nos fuerzan a vivir en perpetua alerta, en estado de excepción, a diferir todo proyecto de transformación profunda porque “todavía no es el momento”. De tanto demorar los cambios –parece murmurarnos La mantis religiosa–, los cimientos de nuestras instituciones podrían comenzar a pudrirse, a adelgazarse, a quedar a merced de un cataclismo, de esos terribles que ya ha visto el Señor de la Angustia.