Alan Pauls: “Hay que combatir la avidez del pronunciamiento”
El autor argentino, una de las voces clave de la literatura latinoamericana contemporánea, explica aquí por qué evita opinar demasiado en público (“Más bien, hay que esperar y pensar”), revela por qué decidió establecerse en Berlín y reflexiona sobre la relación, por ahora incierta, entre la literatura y la Inteligencia Artificial: “Así como es una amenaza, debe ser una posibilidad”.
Alan Pauls (65) prefiere tomar distancia. Ante lo que llama “una compulsión por opinar” sobre los asuntos públicos por parte de figuras prominentes, el escritor argentino –autor de una profusa obra narrativa y ensayística, además de varios guiones cinematográficos– opta por la discreción de quien se siente llamado, sobre todo, a reflexionar.
—Más bien, hay que esperar y pensar –dice en el hotel Sheraton, invitado a Chile por el programa “La ciudad y las palabras”, del Doctorado en Arquitectura y Estudios Urbanos UC–. Todas cosas que, parece, en el mundo contemporáneo son muy difíciles. Es casi un gesto político provocador decir: “Por el momento, no opino nada. Estoy pensando”. Nadie dice eso. Si decís eso, te acusan de no comprometerte, de no querer ver una situación atroz, de no hacer nada.
—¿Cree en la figura del intelectual público que piensa los temas importantes de su época?
—En general, el mundo de los escritores ha cambiado mucho. Cuando García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar y todos ellos ocuparon el lugar que ocuparon a fines de los años 60, esa prominencia tenía que ver con un estado del mundo y de la relación entre el primer mundo y el tercero. Y había una relación con un fenómeno central en ese momento: la Revolución Cubana. Hasta las primeras disidencias. Es muy difícil pensar el boom fuera de esta relación con la Revolución Cubana. También lo es pensar la importancia de las palabras públicas de esos escritores fuera de ese contexto, completamente inconcebible hoy.
“Es casi un gesto político provocador decir: ‘Por el momento, no opino nada. Estoy pensando’. Nadie dice eso”.
El autor de El pasado, título que lo hizo acreedor del prestigioso Premio Herralde de Novela en 2003, subraya que el escenario político también se ha transformado radicalmente.
—Hoy podríamos decir: “No hay una Revolución Cubana”. Hay accidentes, acontecimientos y episodios que conmueven todo el tiempo al mundo, pero que aparecen en todas partes y que obligan a repensar, una y otra vez, los parámetros con los que se los juzga, las posiciones que uno puede adoptar frente a ellos. El mundo dejó de ser bipolar y se volvió multipolar. Cada uno de esos incidentes atrae a la opinión pública. Los escritores opinan sobre eso y toman partido. Solo que hay muchos más escritores. No hay un pequeño Olimpo, como en los años 60. Y ahora un mismo suceso puede tener interpretaciones a la vez de izquierda y de derecha, fascistas y progresistas. Eso es un fenómeno totalmente nuevo que complica la obligación o la necesidad de que un escritor se pronuncie.
EL ESCRITOR URBANO
En “La ciudad y las palabras”, Pauls ofreció la conferencia “Berlín, ciudad latente”, dedicada a la urbe donde se ha radicado durante los últimos años.
—¿Qué relación existe entre literatura y las ciudades que habitamos?
—Me considero un escritor muy urbano. La literatura o la escritura están asociadas fatalmente al espacio y al modo de vida urbano, a la lógica de la ciudad, a la metamorfosis que sufre la ciudad. Para mí, está muy ligada a la ciudad en la que viví toda mi vida, que fue Buenos Aires, hasta hace cinco años. Esto quiere decir que no solo lo que escribo tiene una articulación fuerte con Buenos Aires, sino que también la literatura que leo se organiza un poco a partir de ese eje central. Es el contexto en el que escribí todo lo que escribí. Pero diría, también, que para mí leer literatura es leer la relación entre literaturas y ciudades, en el sentido de que leo la literatura norteamericana ligada a Nueva York o a San Francisco, y la literatura francesa en relación con París.
—¿Cómo ha modificado Berlín su propuesta literaria?
—No lo sé todavía. Me parece que son procesos lentos. En general, todo es lento en mí. Los cambios se producen lentamente y los efectos se ven con retraso. Lo que sí puedo decir es lo que me ha aportado Berlín como contexto para escribir, en comparación con Buenos Aires: es una especie de medioambiente controlado y previsible. Por lo tanto, ideal para escribir. Al mismo tiempo, proporciona dos cosas que para mí son importantes: aislamiento y silencio, difíciles de encontrar en Buenos Aires. Cuando digo aislamiento, no solo digo aislamiento físico, sino también mental: conseguir que la realidad no entre por todas partes.
“Ahora, un mismo suceso puede tener interpretaciones de izquierda y de derecha. (…) Eso es un fenómeno totalmente nuevo”.
—Juan Villoro dice que ser mexicano es practicar un deporte extremo. ¿Qué es ser argentino hoy? ¿Cuán escritor argentino se siente?
—Siempre me he sentido un escritor argentino, haciendo la salvedad de que, por cómo se han configurado los escritores argentinos desde el siglo XIX, serlo es tener siempre una relación con otros lugares. Para Argentina, y para la mayoría de los países de América Latina, ser escritor es una experiencia a menudo atravesada por el destierro, por la experiencia de encontrarse en contextos ajenos, de tener que adaptarse a lenguas diferentes y empezar a ejercer un cierto bilingüismo. Tengo la impresión de que esa es, en parte, la razón por la que necesité irme de Argentina: ser argentino es amar demasiado la catástrofe. Para mí, el punto más oscuro de Argentina es una cierta vocación por el calvario, el horror y la tragedia. Y, sobre todo, la épica de la supervivencia después del horror.
MONSTRUOS Y FANTASMAS
“Los usos habituales de la tecnología hoy tienen una forma de ser fantasmas que es más transitoria que permanente”, se lee en Temas lentos (Ediciones UDP, 2012), una antología de textos dispersos escritos por Alan Pauls durante los años 90 y 2000. Sin proponérselo, la cita evoca un fenómeno que, al momento de la publicación, carecía de su fuerza actual: la fugacidad de los contenidos que circulan por las redes sociales.
—¿Hay algo de monstruoso en esa forma de ser fantasmas de un modo transitorio?
—Sí, pero es paradójico también, porque muchas veces me encuentro con cuentas de Instagram de muertos o perfiles de Facebook de gente que ya no está. Ese fenómeno de fugacidad tiene un correlato inverso, que es el de las redes sociales como archivo o como cementerio. Pero es cierto que hay algo de éxtasis puro del presente. La tecnología está muy ligada a la producción de un presente efímero, y lo que cuenta es ese destello. Lo que cambió no es la cuestión del registro, porque, de hecho, nuestros teléfonos son máquinas de registrar. Quién registra y para qué, es algo que, sin duda, no tiene que ver con nosotros. Tiene que ver con el mercado o con el infinito digital. No somos nosotros, en todo caso, los que estamos en posesión de eso que registra la tecnología.
“Para mí, el punto más oscuro de Argentina es una cierta vocación por el calvario, el horror y la tragedia”.
—Si pensamos en la tecnología que no es archivo, sino creación, como el cine, ¿hay algo hoy que haya capturado su atención en esta disciplina?
—Sí, hay muchas cosas. El cine, aun con sus crisis y sus desafíos, con los reacomodos a los que tiene que enfrentarse por toda la reconfiguración del espacio audiovisual, no deja de producir. Pasa algo parecido en la literatura: cada vez hay más cineastas, cada vez es más fácil hacer cine en el sentido técnico de la palabra. El acceso al medio es casi inmediato.
Entre las cintas que lo han deslumbrado últimamente, el escritor enumera No esperes demasiado del fin del mundo, del rumano Radu Jude, y Los delincuentes, del argentino Rodrigo Moreno, que abordan “la idea de la aceleración” y “la gestión del tiempo”, respectivamente.
—Uno ve cineastas que tienen una relación de vitalidad increíble con el lenguaje del cine. Me da la impresión de que es un momento en el que uno puede ser muy pesimista ante el devenir de las artes, pero, a la vez, la riqueza y la singularidad de las cosas que se siguen produciendo en términos de literatura y de cine es tal, que no hay forma de ser pesimista.
—Luego de la adaptación de El pasado, ¿hay algún libro suyo que se imagine proyectado en la pantalla?
—Nunca pienso en eso. Incluso, la idea de adaptar El pasado al cine para mí fue muy trasnochada, difícil de entender en su momento. Me parecía un libro muy anticinematográfico. Tal vez porque me gusta mucho el cine y me gusta mucho la literatura, siempre desconfío de los libros que, a priori, son cinematográficos o parecen cinematográficos, y también de las películas que se presentan como literarias. La relación real entre la literatura y el cine es una mucho más secreta. Y no “veo” mis novelas. En general, no tengo una representación visual de lo que escribo.
“No ‘veo’ mis novelas. En general, no tengo una representación visual de lo que escribo”.
—Usted ha dicho que ser escritor es un oficio “antiguo”. ¿Cómo ve la irrupción de la Inteligencia Artificial?
—A mí no me picó la cuestión de la Inteligencia Artificial. Es muy gracioso, porque, cuando apareció el ChatGPT, las personas que saben que soy escritor me paraban y me decían: “Y ahora, ¡¿qué van a hacer ustedes?! ¡¿De qué van a vivir?!”. Usaban eso como una especie de desafío. Lo único que hice con el ChatGPT fue pedirle que escribiera un texto a la manera de Proust y otro a la manera de Nabokov, dos escritores que me gustan mucho. Por supuesto, los textos que me devolvió eran completamente decepcionantes, en el sentido literario de la palabra. Lo que hacía el ChatGPT era darme una especie de versión publicitaria de Proust y de Nabokov. Supongo que, así como es una amenaza, debe ser una posibilidad. Toda tecnología tiene esa ambivalencia esencial: es un arma de liberación y, a la vez, de opresión. Cuando digo que ser escritor es ser antiguo, me refiero al gesto de poner una palabra al lado de la otra, al velador, el haz de luz, la soledad, el librito, el papel. Todo eso es antiguo. Ahora, decir que es antiguo no es decir que no es significativo, sino que está en una relación de tensión constante con el mundo contemporáneo, que tiende totalmente en otra dirección.
—¿Qué destino ve a las revistas como formato?
—La revista es indestructible. Es un concepto tan genial como el del libro. No me parece que vaya a perecer. Probablemente, el papel es algo más difícil de sostener, supongo que por razones materiales. Por supuesto, soy un fan del papel, pero no soy fetichista. No podría viajar si no leyera en Kindle, porque no podría llevar todos los libros que necesito para viajar. Pero lo más interesante es defender la idea de revista como una agrupación de cabezas, manos, identidades, géneros y pensamientos alrededor de unas pocas líneas fuerza, y pensar que es un lugar para registrar, reflejar y pensar la estructura múltiple del mundo. En ese sentido, la revista es muy difícil de combatir y de derrotar. Y más las revistas culturales. Mi formación intelectual se la debo tanto a los libros como a las revistas. Así que no hay que derramar demasiadas lágrimas por la pérdida del formato papel, aunque sea lamentable, y hay que ahorrar esa energía para defender el formato conceptual de lo que es una revista.