• Revista Nº 177
  • Por Daniela Catrileo

Cultura

 Entre dos afluentes 

Warriache significa “gente de la urbe”. Recibimos ese gentilicio en mapudungun quienes nacimos fuera de nuestro territorio histórico o de nuestras comunidades. A pesar del silencio, la lengua se arrancaba, mixturando el lenguaje y, por tanto, nuestras vidas. De alguna forma, las palabras mapuche están presentes como hermosos cometas que atraviesan nuestros días con el halo de la memoria, pues por más que se intente velar, no se puede huir de la forma en que se aprende a conocer el mundo.

La primera vez que escuché la palabra champurria fue en mi hogar. Mi padre, un hombre mapuche que nació y se crio en su lof, ha utilizado esta nominación durante años para referirse a mi hermano y a mí. También la emplea para hablar de un tío que vive en su comunidad, pero uno de cuyos apellidos no es mapuche.

Nunca pregunté qué significaba exactamente, porque la expresión estaba allí, junto a otras palabras que como destellos fugaces aparecían en mapudungun sin interrumpir nuestro diálogo. Tal vez eran traducidas por el tiempo, por la calidez cotidiana, por el entendimiento de la costumbre.

Quizá no necesitaban ser traducidas, solo arrimadas como una esquirla de caracola hasta nuestras orillas. Edward W. Said, en el texto autobiográfico Fuera de lugar, reflexiona algo similar sobre su primer idioma, se interroga si acaso fue el árabe o el inglés. Escribe:

“Lo que si sé es que los dos han estado siempre juntos en mi vida, uno resonando con el otro, a veces de forma irónica, a veces con nostalgia, casi siempre comentándose y corrigiéndose el uno al otro. Los dos pueden parecer mi primer idioma absoluto, pero ninguno lo es”.

Yo estoy segura de que mi primer idioma no fue el mapudungun; no obstante, me siento cercana a esa confusión, a aquella inestabilidad, en el sentido de que algunas palabras siempre estuvieron allí, como parte de una atmósfera entremezclada. En el interior del hogar, había palabras que nunca escuché de la boca de mis compañeros del colegio. Y, tal como dijo Said: “Nunca fui consciente de tener que traducirlas, o (…) de saber exactamente qué significaban”.

Hay una lengua que se entrecruza y se enreda

va de un costado al otro,

intentando hablar

¿Cómo llamar a las cosas del universo con esta lengua inquieta?

Esta lengua va montándose sobre otras, fluyendo, va caudalosa uniéndose con otros arroyos, hasta componer un recuerdo común, una memoria de lenguas heridas que se encuentran. Pequeños susurros que emergen del mapudungun a tropezones en la ciudad, colgando del barrio periférico, anclados a los cuerpos que se han diseminado en sus derivas migratorias.

Aparecen cobijados en una junta familiar, en las plazas públicas y en muros cargados de grafitis multicolores. Brotan como almácigo en una cancha de tierra, mientras un grupo de pu lamngen –hermanos y hermanas– juega palin. Arremeten en el encuentro con “otrxs”, quienes, desde los acantilados del lenguaje, se saludan con un: “¡Mari mari lamngen, ta kuifi!”. Y luego pasan al habla popular, al lenguaje coloquial, al lenguaje hipotético, como diría Raúl Ruiz.

Desde la infancia habito ese lugar intermedio donde aprendí que mi lengua no estaba sola, sino que se multiplicaba cada vez que aparecía una voz subterránea y escondida: el mapudungun. Idioma hablado a tientas por el abuelo o por algunos parientes, generalmente en días de fiesta, de reunión familiar.

Un saludo, un recuerdo, un territorio.

Un trocito de lengua salpicada que se arranca y decide existir.

Sin embargo, el mapudungun nunca estuvo en plenitud. Sus apariciones fueron fantasmales en un manto de cotidianeidad, la lengua naufragaba una y otra vez, hasta sumergirse y volver a desaparecer. De esa manera, entre palabras chilenas, aparecían esbozos de palabras mapuche. A veces tímidas y otras en la ebullición del ülkantun, el canto de mi abuelo, cada vez que le venía la pena de no tener con quién dialogar.

Escribo en pasado, aunque ese pasado esté entre “nosotrxs”.

Escribo en pasado, porque hoy el mapudungun tiene otra presencia en la mesa familiar.

En nuestro caso, como gesto de protección ante el odio, mi abuelo no permitió que sus hijos e hijas hablaran mapudungun en la ciudad. No sé si fue un acuerdo tácito o una orden explícita, por su carácter silencioso. Tiendo a pensar que fue lo primero. Una decisión que se va ensayando mientras se experimenta la forma de vida en otro territorio, tanteando, explorando, como quien asoma la cabeza fuera del agua después de un extenso nado en lo profundo.

Acabo de escribir “por su carácter silencioso”, ahora que las ideas se agolpan y encadenan unas a otras, creo que esta percepción también está mediada por la experiencia. Mi abuelito siempre me pareció un hombre sigiloso, todo lo contrario a los relatos que cuentan de él, donde es protagonista de viajes cruzando la cordillera al Puelmapu o capitán del equipo de palin en su comunidad.

Tal vez, en su lengua madre, tiene otro ritmo, otra manera de aproximarse a los demás. Aunque esta sensación también se incrementa frente a la fiesta o al bullicio que somos los demás en su casa.

Por estos hechos, nuestra generación warriache de nietas y nietos no creció como hablante. Warriache significa “gente de la urbe”, “gente de ciudad”. Recibimos ese gentilicio quienes nacimos en la diáspora mapuche, fuera de nuestro territorio histórico o de nuestras comunidades. A pesar del silencio, la lengua se arrancaba, mixturando el lenguaje y, por tanto, nuestras vidas. De alguna forma, las palabras mapuche están presentes como hermosos cometas que atraviesan nuestros días con el halo de la memoria, pues por más que se intente velar, no se puede huir de la forma en que se aprende a conocer el mundo.

Ahí, a pesar de no estar fluyendo en una larga conversación, aparecen centelleos tiernos de la lengua obstinada, de la lengua champurria.

Hoy, con más potencia, porque cada vez que nos encontramos iniciamos un diálogo con lo que he aprendido durante los últimos años. Escucho su mapudungun y así practico la cadencia de lo sonoro, porque cada territorio tiene sus matices en la lengua.

La primera vez que me atreví a escribir una palabra en mapudungun fue después de soñarme con mi abuelito en nütram. Una frase él, una frase yo. Un silencio y una escucha. Desde ese primer pewma, nuestra lengua nunca ha dejado de estar presente en mis sueños.

Entonces, el vocablo champurria siempre estuvo ahí. Junto a muchas otras palabras que eran parte de nuestro léxico común, nuestra memoria heredada. No supe hasta años después que esta palabra contenía un tono peyorativo, que incluso era concebida como un insulto por algunos sujetos en la sociedad mapuche. Tampoco sabía que no provenía del mapudungun y que, más bien, era una apropiación o un préstamo lingüístico, como tantos elementos que llegaron con la invasión.

Al menos, en casa nunca la recibimos como ofensa.

Dudo que mi padre la ocupara como un agravio contra sus “hijxs”, al contrario. Creo que al pronunciarla trazaba una diferencia empírica entre él y “nosotrxs”, entre su “mapuchidad” y la nuestra. Sin pretensiones, me enseñó una multiplicidad dentro de lo mapuche. Aunque él y yo somos parte del mismo pueblo, también tenemos experiencias disímiles.

 

SU HISTORIA VERSUS MI HISTORIA

Él nació en su ruka, llegó al mundo en manos de su abuelita partera. Creció en su comunidad, alimentándose de lo que el bosque le brindaba y de lo que su padre y madre cosechaban. Se crio junto a sus hermanas, se escondió de los helicópteros intrusos entre la hierba. Desde pequeño se dedicó a cuidar a los animales en la cima de las lomas y aprendió pronto lo que significaba la muerte. Luego, tuvo que migrar a Santiago y olvidar a la fuerza.

Tuvo que entender otra forma de percibir el mundo para sobrevivir al racismo.

Con estas pequeñas menciones de su biografía, trazo una distancia abismal con la mía.

Nací de madre chilena en un hospital público. Crecí entre los blocks de un barrio empobrecido, también aprendí de la muerte demasiado pronto, aunque con otro significado. Muchos de mis excompañeros de colegio fueron baleados y asesinados, pero, al menos, tuve lugar y un tiempo para el juego. No me tocó crecer a la fuerza siendo todavía una niña.

No idealizo ninguna de nuestras vivencias.

Me interesan sus pliegues, sus contradicciones.

Sus “fuera de lugar”.

Tampoco pienso en jerarquías puristas o competencias de subalternidad. Solo intento armar un mapa roto, tan roto, aunque sea con esquirlas. Tal vez este proceso me otorgó la noción encarnada de sentirme, justamente, entre dos afluentes.