• Revista Nº 169
  • Por Emilio de la Cerda

Dossier

Capas de sacrificio: la costra de Baquedano

La efervescencia política encontró en Baquedano su epicentro telúrico, un símbolo lo suficientemente abierto como para servir de soporte a la diversidad de discursos fragmentarios que exponían, con una fuerza inusitada, la obsolescencia de los discursos tradicionales y los sistemas de representación de las últimas décadas.

En enero de 2020, en medio de la revuelta social, el artista español Jorge Otero-Pailos fue invitado a Chile para exponer su trabajo en una jornada realizada en el Museo Nacional de Bellas Artes. Frente a la afectación que experimentaba el patrimonio urbano de las ciudades chilenas, el trabajo de este autor, para quien el tiempo acumulado sobre los monumentos en forma de polución es digno de ser relevado por medio de las herramientas del arte, parecía especialmente pertinente e iluminador.

En ese momento, las superficies de edificios y monumentos eran intervenidas en Santiago con pancartas, pinturas y consignas que buscaban subvertir los discursos instalados, la historia sedimentada de la ciudad. Al ejercicio de adición se sumaba uno de sustracción, mediante el cual los revestimientos pétreos eran destruidos y desprendidos, para ser usados como proyectiles o simplemente para erosionar lo que su sola presencia significaba.

 

Ícono santiaguino

Ícono santiaguino

Esta es una pieza emblemática que tiene casi un siglo de existencia y que forma parte de la memoria colectiva desde 1928. Además, fue elaborada por el artista chileno Virginio Arias, en un trabajo que rompió con la tradición de instalar copias de artistas extranjeros en el espacio público.

La existencia de una capa adicional a la de terminación como un objeto culturalmente cargado encontraba sentido renovado a la luz de la destrucción del patrimonio, proceso a través del cual se acumulaban nuevos estratos, en principio despreciables, y se retiraban otros, en un ejercicio análogo al de la erosión de las superficies o el rescate del polvo sedimentado.

Esta valoración sobre la marcha de los acontecimientos derivó en la base conceptual que vendría a guiar el proceso de restauración del que se había transformado en el monumento más emblemático de la revuelta: el conjunto ecuestre de Virginio Arias dedicado al general Baquedano.

Si bien desde antes de la crisis social ya ocupaba un lugar protagónico en el imaginario colectivo, determinado tanto por la naturaleza histórica y geográfica de su emplazamiento, así como por la configuración misma del monumento, es a partir de los hechos de octubre que su presencia urbana adquiere un sentido renovado.

La efervescencia política encontró en Baquedano su epicentro telúrico, un símbolo lo suficientemente abierto como para servir de soporte a la diversidad de discursos fragmentarios que exponían, con una fuerza inusitada, la obsolescencia de los discursos tradicionales y los sistemas de representación de las últimas décadas.

En medio de ese proceso, la ciudadanía fue testigo por más de un año de cómo este monumento se transformó en el soporte de diversas consignas, cada una portadora de su propio imaginario: el caballo pintado de arcoíris en referencia a las diversidades sexuales, de morado por los movimientos feministas, de amarillo por el movimiento NO + AFP, de verde por las demandas proaborto, de rojo para conmemorar el año del estallido, entre muchos otros.

Así como Baquedano pasó a ser el principal objetivo para amplificar causas diversas, demostrar una cierta capacidad de control sobre el mismo devino en condición necesaria para la autoridad a cargo del orden público. Por esto, y sin mediar una estrategia de mayor sofisticación, se dispuso desde la Intendencia la acción de cuadrillas para borrar durante la madrugada las intervenciones realizadas en la jornada. Así, cada mañana el monumento aparecía embadurnado en pintura sintética negra, lo que venía a simbolizar una precaria restauración del orden, en medio de un contexto urbano cada vez más degradado.

 

Este juego de suma cero duró varios meses, hasta que los daños estructurales infligidos a la pieza hicieron perentorio su retiro, en marzo de 2021, para ser sometida a una completa restauración.

La primera operación asociada a un proceso de esta naturaleza, cual es el retiro de la pintura superficial adherida al monumento, tomaba una connotación especial en el caso de Baquedano, toda vez que esa capa de sacrificio, que necesariamente debía separarse del bronce, constituía uno de los principales testimonios materiales de uno de los episodios más complejos de nuestra historia reciente.

Por tal razón, y en sintonía con la valoración cultural propuesta por Otero-Pailos, el equipo de restauración se enfocó en la fatigosa y contraintuitiva tarea de retirar mecánicamente la costra de pintura, que como un sudario sintético velaba al general y su caballo. En un proceso de restauración normal, esta capa habría sido considerada un desecho sin valor del proceso de limpieza.

Luego de dos semanas de trabajo en esa faena, el resultado obtenido fue una pieza vibrante y colorida de aproximadamente 15 m2, en que la figura original se volvía difícil de reconocer, ya que su propio proceso de construcción supuso llevar a una cara plana un objeto tridimensional.

En su despliegue aparecía un mapa distorsionado de la obra de Arias, un espejo fragmentario de belleza ambigua donde se reflejaba algo más que el puro descontrol del estallido.

Acaso por la poca distancia que tenemos con ella y con el momento histórico del que emerge, la fuerza evocadora de esta geografía abstracta, metáfora involuntaria de una sociedad en tránsito, descansa en su condición frágil y provisoria: en la dificultad que tenemos incluso de nombrarla, ya que se encuentra a medio camino entre la escoria y el archivo, entre el desecho ordinario y la obra de arte.

 

PARA LEER MÁS

  • “The ethics of dust”, de Jorge Otero-Pailos (http://www. oteropailos.com/ the-ethics-ofdust-series).