• Revista Nº 161
  • Por Francisca Rengifo

Dossier

El anclaje histórico de la desigualdad

La implementación de un sistema de bienestar en Chile a comienzos del siglo XX reprodujo la notoria estratificación social del país. Tanto las condiciones de acceso como la calidad de las prestaciones, y el mayor o menor beneficio que un trabajador podía obtener en salud y previsión dependieron de la aseguradora a la cual se perteneciera. Así, la pregunta sobre cuál tipo de estado y cuánto debiera intervenir para garantizar derechos sociales, que también están redefiniéndose, es una cuestión central en la democracia que hemos construido y en la que deseamos.

Hoy es más fácil vivir que morir. Y esta es una evidencia que ni la pandemia por covid-19 derrumbó. Es así, en gran parte, gracias al llamado Estado de Bienestar, cuyas prestaciones sociales básicas explican que nuestra  esperanza  de vida alcance los 79,9 años y que la tasa bruta de mortalidad sea 5,8 por mil habitantes. Considerando estas y otras cifras demográficas en un marco temporal mayor, son indicadores del mejoramiento de las condiciones de vida y han sido criterios convencionales para evaluar la cobertura del sistema de bienestar, dimensionar sus beneficios y ponderar su efectividad como herramienta redistributiva. Pero, por sí solas, las estadísticas poseen escasa capacidad explicativa.

La transformación del Estado liberal decimonónico hacia uno social, enmarcado en el paradigma de bienestar, significó también y, sobre todo, una nueva forma de pertenencia e inclusión política. Este cambio en la concepción y en el diseño estatal expresó un giro radical en la comprensión de nuestros vínculos sociales, en la consideración del otro como sujeto de derechos positivos, es decir, que debían garantizarse para que fueran efectivos.

La noción jurídica de protección vino a ser en sí misma un derecho y no solo una actividad pública discrecional que comprometía al Estado, pero que no obligaba a la gente.

Por consiguiente, la pregunta sobre cuál tipo de Estado y cuánto debiera intervenir para garantizar unos derechos sociales, que también están redefiniéndose, es una cuestión central en nuestra democracia, tanto en la que hemos construido como en la que deseamos. Y esta doble dimensión del Estado de Bienestar, como proceso a la vez que proyecto sociopolítico, es la que exige abordar el actual debate sobre las posibles respuestas a dicha pregunta, ubicando los alcances o límites del Estado en la conclusión de la discusión pública y no en su punto de partida. Podremos concretar nuestros anhelos ciudadanos si conocemos cuál es el anclaje histórico para las reformas necesarias; porque el Estado de Bienestar es un modelo y hay de varios tipos. Este responde a un paradigma, pero no refiere a la totalidad del Estado y sus funciones. Por tanto, no es asimilable a la mera existencia de políticas sociales. Las políticas son anteriores, están en la formación de nuestra república como concreción de las libertades individuales. Por ejemplo, la educación pública fue la primera política social del país, pero no transformó la naturaleza del Estado liberal. Era su deber ofrecerla, pero no de los individuos recibirla sino hasta la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria, de 1920.

El caso chileno

Al igual que otros países latinoamericanos, Chile organizó durante las décadas de 1920 a 1950, entre los gobiernos de Arturo Alessandri Palma y el segundo de Carlos Ibáñez, un sistema de protección social sobre la base del empleo. El anhelo de garantizar un mínimo de bienestar a cada habitante fue acogido por la Constitución Política de 1925 y traducido en una legislación articulada por el Código del Trabajo de 1931. En este marco jurídico, el Estado experimentó una rearticulación institucional protagonizada por la Caja de Seguro Obligatorio (CSO, creada en 1924) y aspiró a un sistema comprehensivo de bienestar. Su posterior fracaso, en términos de igualdad social, fue inherente a la naturaleza corporativa del esquema, dividido entre un sistema público de régimen general –el de los obreros– y otro particular, correspondiente a los empleados. A partir de la década de 1940, más de dos tercios de los trabajadores estaban inscritos en el sistema, cotizando un porcentaje de su salario, complementado por uno equivalente provisto por el empleador y otro menor de aporte estatal. A cambio, el trabajador contaba con seguros de accidente laboral, de enfermedad profesional y maternidad, de invalidez, vejez y muerte. Estos seguros fueron concebidos como una válvula esencialmente económica y cubrieron prestaciones médicas. Los fondos reunidos permitieron extender una red territorial de centros de atención sanitaria que alcanzó a gran parte del territorio nacional y que constituyó la base del sistema de salud pública.

Un hito clave en la expansión social del sistema fue la Ley de Medicina Preventiva de 1938 que, por primera vez, estableció un examen médico anual y gratuito para los afiliados e incorporó a las mujeres legítimas de estos durante el embarazo y parto, y a sus hijos e hijas hasta los dos años de edad. A mediados de siglo, era notorio el mejoramiento de las condiciones vitales: la mortalidad general descendió de 26,6 a 8,7 muertos por mil habitantes; la infantil bajó de 257,8 niños muertos antes de cumplir un año de vida a 82,2; y la expectativa de vida al nacer se elevó de 31,5 a 62,6 años de edad. No obstante, esta evidencia estadística no ahorra la necesidad de explicar la expansión inclusiva, pero desigual, de nuestro Estado de Bienestar. Este fue uno de seguridad social con dos ejes de desarrollo: salud y previsión.

La concepción diferenciada del sistema, que no estableció la obligatoriedad universal y que permitió la administración privada de los seguros, operó una división tajante entre los obreros pertenecientes a la CSO y los empleados, que según su calidad correspondían a la Caja Nacional de Empleados Particulares, a la Caja de Empleados Públicos –aquellos civiles cuyos sueldos estaban contemplados en el presupuesto nacional– y a la Caja de Retiro y Previsión Social si eran municipales. El personal del Ejército y de la Armada poseía sus propias cajas administradoras. Esta división sectorial fue ahondada por la excepción de afiliación obligatoria, permitiendo la organización de otras cajas por industria, rubro o profesión que desarrollaron el negocio de seguros cobrando un porcentaje por su administración. En 1927, ya existían 44 cajas. Como resultado, la implementación del sistema reprodujo la notoria estratificación social del país y, así, la desigualdad. Tanto las condiciones de acceso como la calidad de las prestaciones y el mayor o menor beneficio que un trabajador podía obtener en salud y previsión dependieron de la aseguradora a la cual se perteneciera.

 

Un hito clave. La Ley de Medicina Preventiva de 1938 estableció por primera vez un examen médico anual y gratuito en el sistema público de salud. En la imagen aparecen enfermeras realizando una vacunación masiva en la Estación Central de Santiago, en 1950.

El privilegio de pocos

Estas diferencias originales no fueron entendidas como una violación al principio de igualdad, sino que el razonamiento jurídico respondió a la libre elección. Pero la posibilidad de escoger fue una opción para algunos. Todo trabajador menor de 65 años de edad y cuyo sueldo anual fuera menos de 8.000 pesos (US$861) estaba obligado a cotizar. Esto permitió que la CSO reuniera a la mayoría de los trabajadores del país, un millón de cotizantes en 1949 respecto de los 140.905 empleados particulares. Sin embargo, esta tuvo fondos muy reducidos que hacían imposible capitalizar, ya que sus integrantes recibían los salarios más bajos del país.

Las mujeres fueron incorporadas en cuanto trabajadoras, pero la cantidad de obreras y empleadas era pequeña, en contraste con la gran mayoría que se ocupaba en actividades económicas informales y temporales. Esta distinción operada por el contrato de trabajo también excluyó, por mucho tiempo, a los trabajadores agrícolas, a pesar de que la ley los había considerado desde un principio. El sistema de inquilinaje o el trabajo a jornal dificultó enormemente asimilarlos a un empleo formal. En 1940, este grupo de trabajadores era casi un tercio de la población económicamente activa y, sin embargo, recibió una tardía y esporádica atención médica y la previsión fue casi nula. La creciente urbanización del país los acercaría a la seguridad social. Los familiares dependientes de los trabajadores fueron incluidos en las prestaciones sociales como cargas del cotizante si este voluntariamente los inscribía y pagaba un porcentaje adicional. Además, hubo restricciones legales que excluyeron a priori a la prole ilegítima y a las parejas consensuales. Así, las mujeres fueron objeto de múltiples distinciones como trabajadoras informales, temporeras, como relaciones ilegítimas o de hecho o por voluntariedad del marido.

 

Asistencia y cuidados sanitarios. Una visitadora social durante una inspección sanitaria escolar, en 1928, enseñando normas de higiene a la familia.

La ausencia de voluntad política

Si bien desde los orígenes del sistema, reformadores sociales, juristas y autoridades políticas debatieron sobre la necesidad de integrar este esquema con el fin de proveer una protección igualitaria a toda la población, el giro fue la reforma de 1952 y en esta fue preponderante el Estado. La CSO funcionaba como superintendencia, pero también había abierto el espacio para una mayor acción estatal. La reforma refundó el sistema, creando el Servicio Nacional de Salud y el Servicio de Seguridad Social, ministerios de Salud Pública y del Trabajo y Previsión Social desde 1959. Estableció que en las mismas circunstancias laborales se debía proveer similar protección a los trabajadores. Con ello amplió la cobertura, pero remarcó las fronteras entre regímenes de seguros. Permitió la incorporación de la previsión, materia que no había comprendido el Código, las pensiones se hicieron reajustables y, en 1953, los obreros obtuvieron indemnización por años de servicios, asignación familiar –que era un beneficio solo para algunos grupos de empleados– y salario mínimo para los trabajadores agrícolas. El régimen financiero del sistema se transformó en uno de reparto, posibilitando el pago de pensiones de vejez, viudez y orfandad. Hasta entonces, había que optar entre la modalidad de fondo común con cuota reservada o la de capitalización individual. La primera opción permitía asegurar el monto de la pensión y su reajuste, mientras que la segunda no, pero era un ahorro forzoso.

Esta reforma marcó un hito entre el primer periodo de carácter regulatorio y el rol subsidiario del Estado, y el siguiente de ampliación de sus funciones, interviniendo no solo como administrador y fiscalizador, sino también como principal sostén económico. Pero era un sistema quebrado, sin recursos, y que debió enfrentar intereses sectoriales reacios a ver afectados unos derechos ya adquiridos. Para concluir, la trayectoria del Estado de seguridad social chileno sugiere que los esfuerzos por superar la estratificación social preexistente no dependieron tanto de esta reforma, sino que de la voluntad política para concretizar la efectiva inclusión de los trabajadores rezagados. Si bien se priorizaron otros intereses, el sistema sí fue exitoso en incorporar a sectores sociales cada vez más amplios y la acción médica realizada por la CSO dio a conocer el sentido de la seguridad social a la población.