¿El consumo ya no nos consume?
En la última década, nuevos mercados y alternativas crean interrogantes respecto de cómo se podría reconfigurar la experiencia de adquirir bienes. A través de iniciativas para compartir autos o arrendar uno por horas, hospedarse en el hogar de un desconocido, intercambiar tiempo para realizar un servicio a un vecino o reutilizar ropa, se estarían transformando las formas organizacionales, regulatorias y de marketing, en tiempos de crisis. Si este es un punto de inflexión, todavía está por verse.
El consumo es una forma de integración social. A través de este cada persona se representa concretamente y expresa la pertenencia a un grupo con el cual existe cercanía o una intención de asimilarse. Es esto lo que otorga al consumo un carácter individual y también social.
Esta acción es también un poderoso indicador de bienestar material y una evidencia nítida de transformaciones estructurales: un cambio en el desarrollo económico o en la estructura social se refleja en modificaciones en las pautas o tipos de consumo (Ariztía, T.; 2016). Por esta razón, han surgido diversas interrogantes en torno a la forma en que las grandes crisis transforman estas prácticas: La urgencia climática, el riesgo de una nueva recesión, la pandemia, la guerra y la mayor conciencia de las agudas desigualdades económicas podrían estar desafiando nuestra relación con los bienes y servicios que adquirimos en los mercados, particularmente en las nuevas generaciones. Los patrones de comportamiento del consumidor afectan todos los aspectos de nuestra vida, incluyen do el trabajo y la convivencia familiar. Además, nos sentimos constantemente presionados a adquirir más bienes, convirtiéndonos de paso en productos de los mercados de consumo (Bauman, Z.; 2010). Debido a que la lógica de mercado se expande por todas las esferas sociales, se ponen en tensión la producción de lo común y las virtudes cívicas. Así, el dinero se entromete donde antes imperaban otros criterios: provoca la segmentación de servicios públicos que antes eran comunes, la obtención de ventajas para adquirir accesos preferentes donde antes había una experiencia común o la creación de incentivos donde antes operaban disposiciones sociales o morales (Sandel, M.; 2013).
Esta tesis se plasmó con fuerza en los diagnósticos de la sociedad chilena de los años 90. El consumo se convirtió en un rasgo determinante para caracterizar el peso organizador del mercado y los procesos de individualización, pero también para describir los alcances propios del consumo en el contexto postdictatorial. Así, en términos económicos, la adquisición de bienes simbolizaba los logros del crecimiento, pero también la masificación crediticia (Moulian, T.; 1997); en términos sociales, permitía romper ciertas barreras que favorecían un acceso menos diferenciador y elitista a productos antes reservados para una minoría (Tironi, E.; 1999). En el ámbito político ilustraba los procesos de democratización, aunque también el declive de la ciudadanía y el interés por lo público, cediendo el protagonismo a los roles del consumo: consumidores, clientes, usuarios y espectadores (Lechner, N.; 1998).
En las décadas siguientes se han intensificando algunos de los fenómenos precedentes. Primero, como plantean Araujo y Martuccelli (2012), el consumo sigue exacerbando el individualismo e impulsando nuevas formas de participación e integración social, en distancia con la integración que hace posible la ciudadanía política. Según los autores, esto da lugar a que, por ejemplo, para muchas mujeres adquirir bienes sea una posibilidad de acceder al espacio público, rompiendo con experiencias domésticas de encierro e incrementando la autonomía (Peña, C.; 2017). Segundo, y en un contexto donde las diferencias económicas devienen crecientemente vivenciadas y politizadas, “el consumo refuerza la ficción de la igualdad, acrecentando, paradójicamente, la tolerancia a la desigualdad” (Araujo y Martuccelli, 2012:58). Tercero, el potencial nivelador de experiencias de consumo ha tenido el costo de un endeudamiento cada vez más masivo y doloroso, muy a menudo justificado por la necesidad de bienes y servicios como medicamentos, alimentos o la educación superior.
¿TENDENCIAS DE CAMBIO?
En la última década, nuevos mercados y alternativas crean interrogantes respecto de cómo se podrían estar reconfigurando las experiencias de consumo. Aquí destaca la revitalización de formas de intercambio, actualmente designadas como economía colaborativa, consumo colaborativo o consumo circular. Estas modalidades son organizadas por empresas o comunidades cuyo fin es establecer distintos esquemas de transacciones para producir y acceder a ciertos bienes. A través de iniciativas para compartir autos o arrendar uno por horas, hospedarse en el hogar de un desconocido, intercambiar tiempo para realizar un servicio a un vecino o reutilizar ropa, se estarían desafiando las formas organizacionales, regulatorias y de marketing asociadas al consumo. También se estaría propiciando una nueva relación entre cliente y prestador de servicios que permitiría un vínculo menos distante y, eventualmente, generador de afinidades y sociabilidad.
La mayoría de estas formas de intercambio no son nuevas. Más bien, se trata de prácticas que descansan en lógicas de reciprocidad o solidaridad comunes con otras sociedades, o bien, que complementan aquellas con una lógica mercantil.
En algunos casos, se estaría impulsando el comercio local, en otros, se trata de promover la conciencia con el medioambiente, de responsabilizarse por toda la cadena de producción o de reducir las diferencias entre hombres y mujeres y los daños en otros seres vivos, fomentando el comercio justo, la igualdad de género, el fin del maltrato y la experimentación con animales y el cuidado de la naturaleza. Por último, es también distintiva la magnitud de estos intercambios. Así, aunque las transacciones preserven requisitos tradicionales, como la confianza –hoy provista de forma digital y por medio de nuevos indicadores–, la tecnología e internet propician intercambios uno a uno (con o sin una empresa intermediadora) incluso con desconocidos de otros países e idiomas a una escala nunca antes vista.
GENERACIONES CONSCIENTES
Algunos datos de encuestas invitan a discutir si la profundidad de las crisis de esta época podría incidir en una contracción del consumo o en una reducción de sus aspectos negativos en las nuevas generaciones. Una encuesta global de Deloitte (2022) a los jóvenes muestra que las generaciones Z y Millennial tienen una preocupación central por el costo de la vida y el cambio climático, lo que redundaría en una búsqueda por equilibrar su vida diaria con los anhelos de impulsar un cambio social. Los jóvenes sienten una intensa inquietud económica, pero esto se acompaña de una mayor orientación hacia opciones sustentables y una redefinición de prioridades para el bienestar. En términos de consumo, el 90% de ambas generaciones declara estar haciendo algún esfuerzo por reducir su propio impacto en el medioambiente. Coherentemente, 64% de los encuestados de la generación Z se muestra disponible a pagar más por un producto sustentable, frente a un 36% que prioriza el menor precio.
En una línea similar, el estudio “Jóvenes en Alemania 2021-2022” muestra que el cambio climático junto con el futuro económico, en especial al pensionarse, son las dos grandes preocupaciones juveniles. Sin embargo, las nuevas generaciones no estarían cambiando con igual determinación sus hábitos de consumo, más allá de algunas cifras (también en otros países) que sugieren una menor adquisición de autos o de consumo de carne o alcohol, o mayores actitudes positivas hacia el reciclaje. En Chile, la Encuesta Nacional Ambiental 2019 muestra que ante una serie de problemas ambientales, la primera preferencia para enfrentarlos es educar a las personas en un cambio de sus hábitos (37%). Sin embargo, solo 25% de los encuestados considera que la reducción en el consumo puede ayudar al medioambiente. A nivel internacional, aunque algunos creen que la masiva presencia de influencers en las redes sociales podría ayudar a una transformación de la industria en dirección a un consumo más responsable o circular, otros plantean que tal cambio aún no es visible, logrando actualmente incitar más que inhibir el consumo.
Las crisis pueden contraer la demanda por productos o encontrar una respuesta resiliente de los consumidores, adaptando sus patrones (Arnal et al., 2020; Araujo y Martuccelli, 2012), pero esto no necesariamente es permanente. De hecho, si pensamos en la inauguración de la tienda Ikea en Chile o en la explosiva proliferación mundial del mercado del lujo para las elites, incluso en tiempos de incertidumbre el consumo puede sorprender. También está el riesgo de que las buenas iniciativas, que sean también buenos negocios, terminen perdiendo su potencial transformador. Sin embargo, puede pasar que una creciente conciencia de la gravedad de la crisis basada en numerosas transformaciones individuales redunde en nuevas formas de consumo que, conservando sus rasgos positivos, potencien los comportamientos austeros y conscientes del entorno. Si este es un punto de inflexión, aún está por verse.
PARA LEER MÁS
- Araujo, K. y Martuccelli, D. (2012). Desafíos comunes. Retrato de la sociedad chilena y sus individuos, Tomo I. LOM.
- Arnal, M., De Castro, C. y Martín, M. (2020). Consumption as a social integration strategy in times of crisis: The case of vulnerable households. International Journal of Consumer Studies 44:111-121.
- Ariztía, T. (2016). Clases medias y consumo: tres claves de lectura desde la sociología. Polis Revista Latinoamericana 43.
- Bauman, Z.; 2007. Vidas de consumo. Fondo de Cultura Económica.
- Lechner, N. (1998). Modernización y democratización: un dilema del desarrollo chileno. Estudios Públicos 70 (otoño).
- Moulian, T. (1997). Chile actual: anatomía de un mito. Editorial LOM.
- Peña, C. (2017). Lo que el dinero sí puede comprar. Taurus.
- Sandel, M. (2013). Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado. Debate.
- Tironi, E. (1999). La irrupción de las masas y el malestar de las elites. Grijalbo.