• Revista Nº 161
  • Por Samuel Fernández
  • Obra de Paul Guaguin

Dossier

El rol de la Iglesia: el Reino ¿en la tierra?

La credibilidad y la relevancia social de la iglesia han disminuido de manera drástica. En la misma institución se experimenta confusión y perplejidad… ¿De qué manera proponer hoy el evangelio? ¿Qué podemos aportar a la sociedad? Sin embargo, la convicción de la vitalidad de la palabra de Dios, que es eterna buena noticia, y la certeza de que Jesús de Nazaret ilumina el misterio de todo ser humano exigen hoy pensar en nuevas formas de presencia del cristianismo en la sociedad.

La vida humana está llena de tensiones, grises y ambigüedades que despiertan sentimientos de inseguridad. Al contrario, las visiones en blanco y negro provocan seguridad y certeza, pero siempre a costa de simplificar y reducir la realidad. Por ello, las mejores versiones del cristianismo han sido aquellas que se han hecho cargo y han intentado integrar los polos de los problemas, con todas las incomodidades que eso implica. Las peores, en cambio, han sido aquellas que, para evitar conflictos han excluido uno de los factores. De esta manera han logrado construir una certeza simple, que excluye las tensiones, pero resulta unilateral y engañosa.

La angustia por lograr la plenitud en esta Tierra o esperarla en la vida venidera ha acompañado al cristianismo desde sus inicios. Ya en boca de Jesús se encuentran afirmaciones como “el reino está entre ustedes“ (Lucas 17, 21) y ”mi reino no es de este mundo” (Juan 18, 36). La primera destaca que las promesas de Dios se cumplen, de hecho, en la historia de Jesús de Nazaret; la última recuerda que la plenitud no pertenece a este mundo. Lo que sucedió con la llegada de Jesús no coincidía con lo que se esperaba para los tiempos mesiánicos, por ello Juan Bautista, desde la cárcel, envía a algunos de sus discípulos a preguntarle a Jesús, “¿Eres tú el que debía venir o debemos esperar a otro?” (Lucas 7, 19). Asimismo, la síntesis de la predicación de Jesús, ofrecida por Marcos, integra esta tensión: “El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca” (Marcos 1, 15).

La primera frase supone la llegada del Reino, la segunda lo anuncia como un hecho futuro.

Esta incertidumbre se desarrolló en los primeros siglos del cristianismo. El encuentro del mensaje evangélico con la cultura helenística implicó exigentes desafíos intelectuales para el pensamiento cristiano. Uno de los puntos de conflicto entre filosofía griega y cristianismo era, precisamente, el valor del mundo. El relato bíblico de la Creación declara que todo lo que creó Dios “era muy bueno” (Génesis 1, 31). La filosofía griega, en cambio, reconocía que este mundo era “sombra” de las realidades verdaderas (Platón, República, 514-517). Platón no afirmó que este mundo fuera lo contrario de la verdad, sino su sombra, una imagen debilitada del Bien. Como es natural, las diferentes corrientes cristianas, en este diálogo con la sabiduría griega, optaron por diferentes soluciones, otorgando mayor o menor valor a esta Tierra.

 

Purificar y transformar

En un extremo, un importante movimiento cristiano, conocido como el gnosticismo, afirmó que este mundo era fruto del pecado primordial y que, por ello, era fundamentalmente negativo. En consecuencia, Cristo –según ellos– no había venido a salvar “este” mundo, sino a salvar “de este” mundo a sus elegidos. Para ellos, el mundo no era salvable, la salvación consistía en apartarse de esta Tierra destinada a la disolución. En el extremo opuesto, los cristianos que declaraban con entusiasmo el valor del mundo –sobre la base de Apocalipsis, 20-21– esperaban que, antes del juicio final, ocurriera aquí la resurrección de los justos y la renovación del planeta. Papías, obispo de Hierápolis en torno al año 150, describió esta esperanza del Reino en la Tierra: “Llegarán días en los cuales cada viña tendrá diez mil cepas, cada cepa diez mil ramas, cada rama diez mil racimos, cada racimo diez mil uvas y cada uva exprimida producirá 25 medidas de vino. Y cuando uno de los santos corte un racimo, otro racimo le gritará: ‘¡Yo soy mejor racimo, cómeme y bendice por mí al Señor!’. De igual modo un grano de trigo producirá diez mil espigas, cada espiga a su vez diez mil granos y cada grano cinco libras de harina pura. Lo mismo sucederá con cada fruto, hierba y semilla, guardando cada uno la misma proporción. Y todos los animales que coman los alimentos de esta Tierra, se harán mansos y vivirán en paz entre sí, enteramente sujetos al hombre” (Ireneo, Contra las herejías).

La Creación ya no será amenazante, sino que estará al servicio del ser humano. Este Reino duraría mil años en la Tierra y prepararía a los seres humanos a la plenitud de la salvación. Orígenes, por su parte, un autor cristiano que a mediados del siglo III dialogó con el platonismo, reserva en cambio la plena salvación para el final, pero –a diferencia de los gnósticos– espera una salvación que lleve a su plenitud la totalidad de la Creación. Con una mirada optimista, Orígenes supone que, al final, incluso el demonio, abandonando su maldad, se convertirá y participará del Reino. Leamos sus propias palabras: “También el último enemigo será destruido, a fin de que no haya nada contrario allí donde no existe el enemigo. Pero que el último enemigo sea destruido debe comprenderse de esta manera: no se trata de que perezca su sustancia, creada por Dios, sino que desaparezca su voluntad enemiga, que no provino de Dios, sino de él mismo. Por lo tanto, el enemigo es destruido no de modo que no exista, sino de modo que deje de ser enemigo. Pues, nada es imposible para el Omnipotente y nada es insanable para el Creador”, (Orígenes, Sobre los principios). Esta visión es grandiosa. Todo lo que ha sido creado por Dios deberá, sin duda, ser purificado, pero no destruido, sino transformado.

Estos autores pertenecieron a un cristianismo minoritario, despreciado socialmente, que alternaba períodos de paz y persecución. Este contexto cultural, anterior a Constantino, impedía que los cristianos se empeñasen en transformar a la sociedad en su conjunto. Ellos se percibían a sí mismos como ajenos a este mundo. El siglo IV fue de enormes cambios. Al inicio, se destaca el emperador Diocleciano, que persiguió a los cristianos de manera sistemática; y, al final, se encuentra Teodosio, que persiguió a los herejes. De hecho, en el 385 el obispo Prisciliano de Ávila fue ejecutado por el poder civil, bajo el cargo de herejía (magia), ante la protesta de Ambrosio de Milán. El giro constantiniano inició un proceso de cristianización del Imperio Romano, que implicó la participación imperial en los sínodos, la construcción de iglesias, la asunción del calendario cristiano, la nominación imperial de los obispos, etcétera. Como se podía suponer, este proceso implicó una mundanización de la Iglesia, en especial, de la jerarquía. La “conversión” del Imperio estuvo lejos de concretar las expectativas de establecer el Reino de Dios en la Tierra. De hecho, en este contexto, los cristianos que aspiraban a una vida radicalmente evangélica huyeron de la sociedad y se refugiaron en el desierto. La vida monástica, en especial la que se orientaba a la vida común, buscó realizar el Reino en el desierto, alejados de la sociedad.

 

El ideal del orden social-cristiano

Acercándonos a nuestro contexto, a mediados del convulsionado siglo XX, Alberto Hurtado también enfrentó este problema. Una vez que la Iglesia Católica se comprometió oficialmente con la así llamada “cuestión obrera”, surgió el ideal del orden social-cristiano. Esta idea se sustentaba en la convicción de que la moral social-cristiana estaba en continuidad con la ley natural y, por ello, la enseñanza social católica podía ser propuesta como estructura para toda la sociedad, no solo para los cristianos. El padre Hurtado participó de esta idea: la reforma de las estructuras sociales podía –y debía– favorecer un orden social que fuera coherente con la enseñanza de Jesús. De hecho, en 1947, publicó una obra que recogía, con un orden sistemático, los documentos de la doctrina social de la Iglesia, cuyo título era Orden social-cristiano. El mundo de la postguerra debía ser conquistado para la enseñanza de Jesús. Sin embargo, Alberto Hurtado también percibió la complejidad del problema y sus paradojas. En un texto escrito en 1951, casi al final de su vida, con autocrítica y perplejidad, el padre Hurtado compara el espíritu de las juventudes católicas antes y después de la guerra, a propósito del ideal de conquistar el mundo: “Incluso las juventudes católicas, antes de la guerra, participaban de este espíritu: los grandes congresos, los desfiles deslumbradores, las afirmaciones decididas. Los miembros de la Juventud Obrera Católica proclaman con seguridad en sus congresos: ‘Volveremos a hacer cristiano al mundo’. Diez años más tarde, al tomar de nuevo contacto con ellos en Francia, en vez de conquistar el mundo, se hablaba de ser fermento en la masa” (Hurtado, A.; revista Mensaje, 1951). Alberto Hurtado participó de esta tensión y los oscilantes textos de sus últimos años muestran hasta qué punto percibió la complejidad del problema y la insuficiencia de cualquier solución simple y unilateral.

Una gran síntesis del pensamiento cristiano se encuentra en la constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II. El texto fue redactado en un ambiente de optimismo. En la década de los 60, el horror de las grandes guerras europeas parecía haber quedado atrás para siempre y el desarrollo de América Latina era promisorio: “La espera de una Tierra nueva, sin embargo, no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de perfeccionar esta Tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios” (Gaudium et spes, 39). Esta hermosa y tensa síntesis confirmó e impulsó a muchos cristianos en el compromiso social. Un par de generaciones de políticos con audaces proyectos políticos de inspiración cristiana fueron relevantes en Latinoamérica.

Es complejo describir y evaluar el momento histórico en que nos encontramos hoy. Sin duda, se necesita mayor perspectiva para hacerlo. En algunos ámbitos, la Iglesia universal ha tenido una voz relevante, como en la defensa de los migrantes y en el cuidado de la casa común. Sin embargo, en otros, se experimenta una honda desconexión. El contexto social ha cambiado. Las expectativas, los desafíos y los problemas sociales son otros. La credibilidad y la relevancia social de la Iglesia han disminuido de manera drástica debido a la crisis de los abusos sexuales y de conciencia. En el interior de la Iglesia se experimenta confusión y perplejidad… ¿Qué hacer?

¿De qué manera proponer hoy el Evangelio? ¿Qué podemos aportar a la sociedad? ¿Cómo comprender hoy la relación entre el Reino de Dios y el mundo? ¿Habrá que reeditar los esquemas fraguados en los primeros siglos? El modelo de la cristiandad parece agotado –a pesar de la porfiada insistencia de algunos– y la solución de replegarse en grupos pequeños contradice la vocación de universalidad del cristianismo. Sin embargo, la convicción de la vitalidad del Evangelio, que es eterna buena noticia, y la certeza de que Jesús de Nazaret ilumina el misterio de todo ser humano exigen hoy pensar en nuevas formas de presencia del cristianismo en la sociedad.

Con ese espíritu, recientemente, la Santa Sede comenzó a difundir la Carta encíclica Fratelli Tutti, del Papa Francisco, un texto extenso e iluminador dedicado, precisamente, a “la fraternidad y la amistad social”. Con referencia a la parábola “El buen samaritano”, es un llamado abierto a que las personas mismas sean las que actúen, sin esperar más, para crear una “arquitectura económica y financiera internacional” en defensa de las naciones más débiles.

Pide reconocer en cada ser humano a un hermano, por un acto de “conversión” que es personal, puesto que “nadie puede imponerla al conjunto de la sociedad, aun cuando deba promoverla”. El cristianismo no puede hoy renunciar a colaborar en la construcción de una sociedad más humana, es decir, más cercana al Reino, ni debe olvidar que el corazón humano encierra una esperanza de plenitud que no se logra con el propio esfuerzo, sino que se recibe como un don, junto con los cielos nuevos y la Tierra nueva.