• Revista Nº 160
  • Por Ana Callejas

Dossier

Jóvenes migrantes: anclados en nuevos territorios

Con siete millones de personas habitando la Región Metropolitana, varios chilenos de entre 25 y 35 años están optando voluntariamente por salir de la capital para buscar otra forma de vida. Oportunidades laborales, menos tráfico, una existencia autosustentable y comunidades integradas con menor segregación urbana son algunas de las motivaciones que inspiraron a estos seis millennials a proyectar su futuro desde regiones.


SANTIAGO SIN SANTIAGO: SANTIAGO HEVIA, 31 AÑOS INGENIERO COMERCIAL; PICHILEMU, REGIÓN DE O’HIGGINS

En la capital no me movía tanto. Vivía en una parcela en Chicureo y estudié en el colegio San Anselmo de la misma comuna. Iba a Pichilemu los fines de semana a hacer surf, deporte que aprendí de niño junto a mi hermano. Cuando estudié en el campus San Joaquín de la UC, me fui a vivir con mis abuelos a Vitacura, pero casi todos los fines de semana me escapaba a Pichilemu. Santiago nunca me gustó tanto. Siempre preferí la tranquilidad.

En ningún momento se me pasó por la cabeza estar en una oficina, ni postulé a nada de eso cuando terminé la carrera. Me fui a Hawái dos veranos seguidos a trabajar como jardinero y en construcción, y por esa experiencia quise vivir en una playa. Siempre fui emprendedor. Desde chico pensaba cómo hacer negocios y a los 24 años decidí instalarme en Pichilemu. Conseguí una pega acá para la práctica, en el hotel Alaia, en la parte de experiencias outdoors. Quería armar un proyecto propio y con mi amigo Ignacio Gago lo logramos el año 2015. Creamos Reserva Los Maquis, un sitio donde hay una quebrada con vertiente y un bosque nativo con especies como nalcas y copihues. Limpiamos la zona para construir allí un parque de tres hectáreas, con senderos y trabajamos con la Conaf para reforestar con especies nativas. A futuro queremos hacer un ecolodge y lo demás está a la venta como loteo. Lo pensé a largo plazo, venía muy mentalizado en emprender acá.

Acá todo es más tranquilo. No hay tanto hacinamiento de personas y por eso también ha sido más calmo lo del covid-19. Hace cuatro meses no se puede surfear, para evitar que lleguen visitantes: ese ha sido el mayor tema acá, fiscalizar las visitas de externos por miedo a que ingrese gente infectada. En las primeras semanas no quise ver a nadie, estuve súper encerrado. Ahora ya estoy más acostumbrado, la vida tiene que seguir y doy gracias por estar aquí. En Pichilemu las crisis se sienten de otra forma. Se vive con menos. Hay mucho por hacer aún en regiones y si uno es joven, te puedes adaptar a lo que esté por suceder. Si te va mal, tienes que reinventarte. Hay muchas oportunidades.

 


A LA CIMA DEL CERRO: KARIN PIEPER, 33 AÑOS ARQUITECTA; MALALCAHUELLO, REGIÓN DE LA ARAUCANÍA

Tras titularme seguí en mi universidad haciendo clases de nivelación en Arquitectura y cursos de emprendimiento e innovación. No quería ser arquitecta de oficina. Estuve en el centro de alumnos, tenía ese germen de generar cosas desde las necesidades de otros. Me gustaba aprender las herramientas que entrega la carrera, que es resolver problemas. Llevaba cinco años así y con mi pareja, que es chef, habíamos conversado sobre lo aplastante de vivir en Santiago. En agosto de 2018, fuimos a la montaña y casi no quedaba nieve. Una señora nos dijo: “Si quieren nieve, vayan a Malalcahuello”. Primera vez que oíamos del lugar y buscamos información: vimos que era un pueblo de esquí de 400 personas, a los pies del volcán Lonquimay, con alto flujo de turistas por actividades de montaña y el factor cultural de la araucanía andina. No le dimos muchas vueltas a la decisión. En octubre lo fuimos a conocer: pinos, araucarias, todo nevado. Fue impresionante pensar que este paisaje también está en Chile y no lo había visto, es una tierra donde está todo por descubrirse. Fue sentirse extranjera en tu propio país.

Migramos en diciembre de 2018. No necesitas años para hacer algo así, ni mucho dinero ahorrado. La vida es inmensamente más barata al salir de Santiago. Este es un sistema rural, no hay cajeros ni bancos. Queríamos aportar, no pasar a llevar lo existente y proyectarnos con respeto a quienes habitan la zona. Así construimos La Cima, una panadería boutique con creaciones de masa madre. Primero por consumo propio y luego porque la gente nos fue conociendo y el producto gustó. Hacer pan es un acto de mucha emoción, un disfrute de lo cotidiano. Este cambio fue una apuesta por ser autosustentables.

Luego vino la pandemia. Un golpe a la conciencia y se hizo más evidente que las ciudades están colapsadas. Todo siempre es incierto, pero por ahora nos proyectamos desde acá, y queremos expandir La Cima siendo prudentes y sensibles con la zona.

 


UNA CASA, UN HUERTO, UNA FAMILIA: SUYLI APROSIO, 30 AÑOS LICENCIADA EN LETRAS HISPÁNICAS; LA UNIÓN, REGIÓN DE LOS RÍOS

Viví sola en Santiago desde los 23 años, primero por calle Matucana en un departamento muy chico. Luego nos fuimos con mi pololo a la comuna de El Bosque, a un departamento también pequeño. Tuvimos un hijo y nos vinimos a fines de 2019 a La Unión. Llevaba un tiempo trabajando en el mismo colegio y este año iba a pasar a ser de planta. Mis compañeros creían que irme era perder una oportunidad. Ese cuestionamiento era de personas sobre 50 años, que piensan que lo mejor es estar en un trabajo por décadas. Para nosotros funciona distinto. Ellos podían aspirar a una casa propia a esta edad, mientras gran parte de mi generación sale de la casa de sus padres a los 30 años. Ahora los trabajos no te permiten planificar eso, no te dan créditos o tenemos ocupaciones freelance que dificultan el proceso. Eso generó que tuviéramos menos miedos y más libertad que en la época posterior a la dictadura.

Quisimos venirnos por la calidad de vida, el aire, la naturaleza. En Santiago no hay acceso a eso a menos que tengas más recursos. Con mi sueldo estábamos muy apretados, siempre teníamos que recurrir a tarjetas para cubrir lo básico. Aquí todo es mucho más barato. Arrendamos una casa con opción de compra, mi hijo va a cumplir dos años y no me imagino cómo hubiéramos estado en ese departamento pequeñito con él. La gente acá es amable, no hay que “hipercerrar” la casa por seguridad: un ambiente mucho mejor para mi hijo. Además, mi trabajo queda al otro lado de la ciudad y me demoro cinco minutos en llegar.

Tuvimos suerte, llegamos en el momento justo: no estar en Santiago durante esta pandemia es una bendición. Abrir tu ventana y tener un paisaje despejado con un cielo lindo. Me siento muy privilegiada en mi hogar, con mi familia y mi huerto. Lo malo es que en las noticias nunca ves algo de tu zona, he notado esa centralización de Chile: no existen las otras regiones. Quién sabe qué pase después. Con el coronavirus aprendí que no se puede planificar tanto.

 


DEPORTE SIN FRONTERAS: PABLO OSORIO, 32 AÑOS, PROFESOR DE RUGBY; LA SERENA, REGIÓN DE COQUIMBO

Estudié en el Manuel de Salas y desde los 13 años practico rugby, principalmente en el Estadio Francés. Me fui de Santiago a los 25, recién cumplidos. Jamás había pensado en irme, pero me interesa aportar a la diversificación del deporte, cambiar el paradigma de esta práctica como una disciplina elitista. En enero de 2013 me llamaron con una oferta en La Serena: levantar una escuela de rugby desde cero en un colegio nuevo. Los sitios que enseñan este deporte en Santiago son pocos y los cupos son de profesores que llevan años. Tenía opciones, pero en La Serena yo iba a ser el único a cargo del proyecto en esa escuela. Fue difícil partir: mi familia es muy aclanada y de un día para otro ya no los vería.

Me costó al comienzo porque aquí todo es más relajado y tú llegas con otro ritmo desde Santiago. Hoy llevo siete años acá. Ahora voy a la capital y me carga el metro, ese apuro del santiaguino, me da alergia el aire y el calor no lo soporto. Aquí estoy con mi pareja de hace cuatro años, otra profesora que también llegó de Santiago. La Serena tiene un clima perfecto y está el valle del Elqui al lado, pude comprar un departamento y tenemos un hijo por nacer. Desde el primer año recibí buenos comentarios de mis alumnos, he podido plasmar mi pasión y hacer del rugby algo que destaca en el colegio. Son pocos clubes en la zona, no teníamos uniforme al inicio, y ahora ya salieron cuatro generaciones de estudiantes y algunos siguen practicando. Ha sido gratificante ver ese proceso y que esta aventura de venirme dé frutos. Pudimos hacer dos giras a Argentina al festival Máximo Navesi, yo gestioné todo, muchos de los niños no habían salido de Chile y lo hicieron a través del deporte.

Durante la pandemia hemos echado de menos a nuestro núcleo cercano. Nuestro hijo va a nacer en septiembre y estamos solos acá. Hemos reflexionado sobre volver, pero nada concreto, por ahora seguiremos aquí. Siempre he tratado de ponerme desafíos, y estar en regiones me parece importante para esta época de cambios que viene.

 


ESPACIOS INTEGRADOS: DANIELA BALLI, 30 AÑOS PERIODISTA; PUERTO VARAS, REGIÓN DE LOS LAGOS

Antes de trasladarme al sur, vivía en Lo Barnechea con mi mamá y mis hermanas. Salí de la universidad en 2014, antes había estudiado en el Colegio Santa Catalina de la Siena. Llevábamos tres años pololeando con mi actual marido y disfrutábamos viajar con la familia y amigos. Recorrimos harto Chile. Nos gustaba salir de la ciudad y amamos la vida en regiones. En otras generaciones, quizás, el “buen vivir” estuvo más asociado a bienes materiales, pero ahora está mucho más ligado a tener tiempo.

Siempre estuvimos muy atentos a este colapso de Santiago. Éramos espectadores queriendo participar de otras zonas por su naturaleza y conservación de espacios. Para mí, las raíces, la riqueza y la identidad de Chile está en sus regiones. En sus campos, sus bosques, sus yacimientos mineros, con un cluster enorme que los rodea y miles de empleos en torno a esos sectores. Nos quisimos integrar a este funcionamiento. Con 24 años, postulé y quedé en un trabajo en Puerto Montt. Llegué en 2015 como periodista y ahora soy editora en Salmon Expert, una revista noruega de investigación científica sobre la salmonicultura. Tuve que aprender todo eso desde cero. Mi marido renunció a su pega como diseñador y nos instalamos en Puerto Varas, él partiendo con un proyecto que ya contaba con un fondo Corfo-PRAE y siguiendo con su agencia freelance de diseño gráfico. Era una apuesta y ya llevamos cinco años acá. Hay que llegar con humildad, con ganas de integrarse a una comunidad y de entender cuáles son las necesidades locales. Ahora participamos de dos proyectos para aportar a la conservación de Puerto Varas: Casona 879, donde se recuperó una casa del barrio patrimonial para generar un espacio de cocreación a través de talleres de oficio; y Parque Estación, que retoma un terreno baldío de casi dos hectáreas, en la estación de trenes, para hacer un parque que acoja actividades de comercio local y un autocinema.

La pandemia nos invita a mirar hacia adentro, a valorar lo local, a ser testigos de un cuestionamiento y de un cambio de modelo importante. Somos una generación que no había vivido conflictos tan potentes, pero hoy tenemos un hijo y tratamos de navegar en la incertidumbre. Esperamos que venga una ola de aprendizaje con todo esto.