ilustración de una casa con brazos y detrás un arbol
  • Revista Nº 165
  • Por Diego Zúñiga Henríquez
  • Ilustraciones María de los Ángeles Vargas

Dossier

La casa propia: un anhelo generacional

Es cierto que hay más facilidades que nunca para endeudarse con un crédito hipotecario, pero no cualquiera puede acceder a ellos y entonces toda esa idea del sueño de la casa propia —que probablemente mi generación comparte con las anteriores— se vuelve una pesadilla, una historia truncada, o simplemente el deseo inconcluso de unos jóvenes que miran departamentos piloto sabiendo que nunca podrán vivir en ellos.

Era una pareja de jóvenes, estoy seguro, a esa hora de la mañana en que las cosas –el mundo, la vida– recién toman su lugar. Amanecía y las calles de Viña del Mar estaban completamente vacías. Yo corría porque iba tarde a tomar el bus que me llevaría a Santiago, pero la imagen de ellos –de esa pareja– me detuvo: parecían unos veinteañeros, abrazados, bamboleándose, como si vinieran de otro tiempo; miraban un edificio en construcción, un cartel enorme prometiéndoles la felicidad de vivir en un lugar soñado, con vista al mar, a cambio de solo un par de miles de UF.

Nunca los olvidé: alcancé el bus, seguramente me dormí el trayecto hacia Santiago, y luego la vida continuó como siempre, pero ellos se quedaron ahí, en un lugar de mi memoria, inexplicable, juntos, abrazados.

Años después iban a ser los protagonistas de una historia que iba a escribir, un cuento sobre una pareja de adolescentes que luego de ser expulsados de sus casas deben buscarse la vida en un Santiago lleno de proyectos inmobiliarios a medio hacer. Ahí descubren que pueden pasar las noches en los distintos departamentos piloto que hay repartidos en la ciudad.

Todo termina mal, por supuesto –en el cuento, en la historia que les pertenece–. Pero cada cierto tiempo pienso en ellos, en la pareja de aquella madrugada viñamarina, en los jóvenes de ese cuento que se parecen tanto a los jóvenes de mi generación, los que nacimos en los 80, los que vivimos los éxitos y los réditos de un Chile neoliberal, pero también los que vimos cómo aquella estructura empezaba a resquebrajarse.

 

ilustración que muestra como escaleras, papeles, una casa y sobre una nube haciendo alusión al sueño de la casa propia que está por los cielos

 

Quienes no venimos del privilegio, en realidad, supimos muy pronto que aquella estructura era de una fragilidad absoluta: estudiamos gracias a alguna beca, a algún crédito que seguimos pagando hasta el día de hoy o no había forma.

Salimos al mundo laboral con un cartón y con la promesa de un mejor futuro que el que habían tenido nuestros padres, pero al poco andar comenzaron las desconfianzas, la incertidumbre, la adultez convertida en un territorio hostil y salvaje: trabajos precarios y sueldos bajos en un país con precios absurdos –de “primer mundo”– y con mucha facilidad para acceder a créditos, las tarjetas salvando fin de mes, el arte de “bicicletear” el sueldo y las deudas, la imposibilidad de ahorrar, la facilidad de comprar todo en cuotas y vivir una serie de experiencias que nuestros padres quizá no pudieron: viajar, conocer otros lugares, adquirir productos imposibles para ellos.

Un mundo hostil pero más conectado, una ilusión, la ilusión de una mejor vida donde el sistema te permite surgir, pues –dicen– solo depende de ti. “La creencia de que está en poder de cada individuo la posibilidad de ser lo que quiera es la ideología dominante y la religión no oficial de la sociedad capitalista contemporánea”, explica el filósofo británico Mark Fisher en uno de los mejores textos que publicó en su blog K-Punk antes de suicidarse en 2017. El sistema funciona así y cuando se vislumbra alguna grieta, pues se inventa otro relato, como ocurre hoy cuando se piensa en el tema de la vivienda y los millennials, por ejemplo.

Hace un par de años, de hecho, cuando Cristián Monckeberg era ministro de Vivienda y Urbanismo del gobierno de Piñera, aseguró más de una vez que los millennials preferían arrendar antes que comprar una propiedad, y lo atribuía a una serie de características supuestamente generacionales.

¡Qué cómodo le resulta ese discurso al sistema!, pues evita que entremos a discutir sobre los precios demenciales que tienen hoy las viviendas en Chile –un departamento en Santiago Centro, de menos de 30 m², cuesta más de 50 millones de pesos–, en un momento, además, en que atravesamos un déficit habitacional de más de 500.000 familias.

Es cierto que hoy hay más facilidades que nunca para endeudarse con un crédito hipotecario, pero no cualquiera puede acceder a ellos y entonces toda esa idea del sueño de la casa propia –que probablemente mi generación comparte con las anteriores– se vuelve una pesadilla, una historia truncada o, simplemente, el deseo inconcluso de unos jóvenes que miran departamentos piloto sabiendo que nunca podrán vivir en ellos y que tendrán que moverse de un lado a otro, como el protagonista de ese poema de Fabio Morábito que dice: “A fuerza de mudarme/ he aprendido a no pegar/ los muebles a los muros,/ a no clavar muy hondo,/ a atornillar solo lo justo”.