• Revista Nº 169
  • Por Loreto Cox
  • Ilustración BANKSY

Dossier

La gran fisura entre el pueblo y le élites

La caída en la identificación partidaria es tan constante desde 1990, que es difícil que algo puntual la haya gatillado. Entre las razones, posiblemente se encuentren ciertas características del sistema político chileno, como el binominal, que no incentivaba la competencia. Sin embargo, un mundo sin identificación partidaria, como el que habitamos, se presta también para ciertas formas de polarización, ya no entre bandos, sino entre la ciudadanía y el establishment, lo que conlleva un riesgo severo para la democracia y las instituciones.

En 1990, en Chile la política la hacían los partidos y la gran mayoría se sentía representada por ellos: casi el 80% de la población se identificaba con alguno. Hoy, y pese a que la oferta es mucho más amplia, solo el 18% se identifica con algún partido (Encuesta CEP). Hay pocas cosas que se hayan desplomado con tanta fuerza en un lapso de tres décadas.

¿Por qué se desmoronaron los partidos? La caída en la identificación partidaria es tan constante desde 1990 que es difícil que algo puntual la haya gatillado. Entre las razones posiblemente se encuentren ciertas características del sistema político chileno, como el sistema binominal que no incentivaba la competencia o las debilidades de estas organizaciones en términos de transparencia y democracia interna, especialmente hasta antes de la reforma a los partidos en 2016.

Pero también hay algo propio de los tiempos: vivimos en una era de individualización creciente. La solidificación de los derechos individuales junto con una expansión enorme de la educación y un inédito desarrollo económico contribuyeron a un fuerte realce de la autonomía individual. Las personas ya no están dispuestas a aceptar que otros dirijan sus proyectos de vida y sus visiones del mundo. A las instituciones las valorarán en la medida que no se opongan a sus posiciones y solo en los ámbitos que les parezcan. La de hoy es una ciudadanía que, además de estar mejor informada, es más crítica y menos leal. Así las cosas, ¿por qué vamos a hacer caso a lo que dicte un partido político si podemos tomar lo que nos gusta de aquí y de allá? Y cuando las instituciones nos fallan, como ocurre cuando nos enteramos de graves casos de corrupción, ¿por qué mantener nuestra lealtad partidaria? Sin ir más lejos, la caída de la identificación ciudadana con la religión católica es otra manifestación del mismo fenómeno. Por cierto, y aunque en otra escala, la caída en la identificación partidaria se observa también en otras democracias (Dalton, Russell J.; 2016).

Pero hay un caso donde esta se ha mantenido y al que cabe ponerle atención: es en Estados Unidos, donde cerca del 70% de la población se siente cercana a uno de los dos principales conglomerados (Partido Demócrata y Partido Republicano). De hecho, muchos estudios recientes muestran que las identidades en torno a estos partidos se han hecho cada vez más fuertes, de la mano de una creciente desconfianza y desprecio entre republicanos y demócratas –fenómeno que se ha denominado polarización afectiva (Iyengar, S.; et al.; 2012; Iyengar,S.; et al.; 2019)–.

Es así como, aun cuando la sociedad americana se ha vuelto más tolerante en varias dimensiones, hay una tendencia a ver con peores ojos a quienes piensan distinto en lo político. Por ejemplo, si en 1960 el 5% declaraba que se sentiría infeliz si su hijo se casara con alguien del partido contrario, en 2010 esta cifra llegó a 33% entre los demócratas y a 49% entre los republicanos (Iyengar,S.; et al. 2012). El relato típico en Estados Unidos hoy es que ser republicano o demócrata forma parte de una identidad abarcadora, que se refleja en cada opinión y en cada detalle del modo de vida, produciendo una grieta insalvable entre partisanos de lado y lado.

Aunque este relato pueda ser exagerado, lo cierto es que es uno peligroso. Las elecciones producen ganadores y perdedores, aunque sean temporales. Siguiendo a Adam Przeworski, para que la democracia funcione es necesario que los perdedores crean que tienen posibilidades de ganar en el futuro y, más aún, que consideren que perder no es demasiado gravoso. Cuando los perdedores (actuales o futuros) ven a “los otros” como una amenaza, perciben que lo que está en juego es simplemente demasiado; no aceptar el resultado de la elección se vuelve tentador y, quizás, ello invite a recurrir a las balas. Esto no es una metáfora. Recién en Estados Unidos –una de las democracias más antiguas del mundo– un grupo intentó mantener el poder por la fuerza y una mayoría de los perdedores aún desconoce el resultado. Afortunadamente, este país cuenta con sólidas instituciones que han podido encauzar el conflicto (aunque me pregunto si nuestras instituciones, en tela de juicio y refundándose, habrían tenido el mismo éxito).

Pese a que el apoyo a la democracia como forma de gobierno, en abstracto, sea mayoritario, los ciudadanos suelen estar considerablemente más dispuestos a violar sus reglas cuando tienen el gobierno de su lado. Un estudio reciente para Estados Unidos analiza encuestas desde 2006 y muestra que la justificación a cerrar el Congreso ante una crisis depende de si el signo del presidente es el mismo que propio: bajo presidente republicano, casi un tercio de los republicanos y poco más del 10% de los demócratas lo justifican, mientras que, con presidente demócrata, lo justifican menos del 5% de los republicanos y más del 20% de los demócratas (Simonovits, G.; et al. 2022). Esta “hipocresía democrática”, muestra el estudio, se acentúa con la polarización, en concreto cuando las personas son muy partisanas y ven a los del otro lado como una amenaza.

 

UNA SOCIEDAD COMPLEJA

Volviendo a Chile, nuestro caso, ¿nos libra nuestra baja identificación con partidos de estos riesgos de la polarización o es posible que se presente igual, aunque tome otras formas? Al mismo tiempo que los partidos se han debilitado en nuestro país, se ha acentuado una fisura profunda entre pueblo y élites, que podría también entenderse como una forma de polarización. Un estudio reciente de Ipsos revela que el 80% de la población cree que la economía está manipulada para beneficiar a los ricos y poderosos, el 91% cree que los políticos siempre encuentran formas para proteger sus privilegios y el 84% percibe que los expertos no entienden cómo vive la gente. Solo el 4% cree que nuestras élites tienden a tomar decisiones que benefician a la mayoría de la población. Tal es el descontento con los grupos dominantes, que el 84% afirma que la mayor división en nuestra sociedad es aquella entre las élites y la gente común. Nuestra élite aparece como una de las peor evaluadas por la ciudadanía entre los 25 países en el estudio (Ipsos, 2021).

Este sentimiento antiélites tan fuerte es también, a su manera, un riesgo para la democracia. En una sociedad compleja siempre va a haber élites, pues es ineludible que algunos ocupen las posiciones de poder. Y, por cierto, no es obvio que, si estas son reemplazadas, las nuevas vayan a ser mucho mejores. De hecho, solo el 13% de los chilenos piensa que se puede confiar en la mayoría de la gente, mientras que el 85% piensa que es mejor ser cuidadoso (World Values Surveys). En Dinamarca, como contraste, el 72% opta por la confianza. Cuando se les pregunta a los chilenos si están de acuerdo con que “la mayoría de las personas son amigas de otras por interés propio”, solo el 25% discrepa. Y ante la idea de que “ser deshonesto a veces es una buena forma de salir adelante”, de nuevo los que discrepan son minoría (43%; CEP, 2019).

Así las cosas, es difícil que las nuevas élites –que han de ser, a fin de cuentas, personas– sean la panacea ante una ciudadanía cada vez más exigente e informada. Al mismo tiempo, este sentimiento va de la mano de una desconfianza profunda en las instituciones, en particular en las instituciones políticas, como muestran todas las encuestas desde hace ya varios años. Y, de nuevo, una sociedad compleja, como la nuestra, no puede sino funcionar sobre la base de instituciones. Fuera de las reglas, prima la ley del más fuerte y, así, la desconfianza en estas entidades, en algún sentido, pone en duda que los conflictos puedan resolverse sin recurrir a la calle, a los gritos y, en última instancia, también –otra vez–, a las balas. Es urgente avanzar, de vuelta, desde esta ciudadanía contra los partidos hacia una con los partidos. Este debiese ser uno de los principales objetivos de la nueva Constitución, aunque ello no resulte lo más atractivo para una Convención compuesta por 51 militantes (mayormente de partidos debilitados) y 104 independientes que han hecho alarde de su independencia.

PARA LEER MÁS

  • Dalton, Russell J.; “Party identification and its implication”. Oxford Research Encyclopedia of Politics, 2016.
  • Iyengar, S.; Gaurav, S. e Yphtach, L.; “Affect, not ideology: A social identity perspective on polarization”. Public Opinion Quarterly, 76(3): 405-431, 2012.
  • Iyengar, S.; Lelkes, Y.; Levendusky, M.; Malhotra, N. y Westwood, S.J.; “The origins and consequences of affective polarization in the United States”. Annual Review of Political Science, 22: 129-146, 2019.