• Revista Nº 170
  • Por Gloria Jiménez-Moya
  • Ilustraciones Paulina Bustamante

Dossier

La jerarquía de los sexos persiste

Las diferencias biológicas no explican la desigualdad. La evidencia empírica demuestra que el origen de la disparidad entre hombres y mujeres se relaciona con la construcción de un orden psicosocial determinado por las normas sociales de género, los estereotipos y el sexismo.

A pesar de que en la actualidad parece haber un acuerdo social sobre la necesidad de generar igualdad entre hombres y mujeres, lo cierto es que algunos procesos psicosociales mantienen las asimetrías de poder entre estos dos grupos. Esto se

refleja en que las mujeres continúan experimentando altos niveles de discriminación en distintos ámbitos. El acoso callejero en espacios públicos y en los medios de transporte es uno de estos asuntos que siguen generando malestar y preocupación de forma transversal. Pero también podemos pensar en temas con repercusiones aún más dramáticas como la violencia machista, que sigue extendida y muy presente alrededor del mundo.

Para buscar soluciones a estos problemas y a la perpetuación de la discriminación es crucial comprender el origen de la desigualdad, los mecanismos a través de los cuales se mantiene y legitima. Una vez que se comprenden estos procesos, es necesario, desde la ciencia, implementar estrategias para poder erradicarlos o, al menos, disminuirlos.

EXPERIENCIAS QUE DEJAN HUELLA

Durante siglos se ha naturalizado y justificado la desigualdad entre los sexos, utilizando para ello procesos biológicos, hormonales o neuronales. Ciertas diferencias biológicas –que son reales y naturales– se utilizaban así para legitimar desigualdades que son construidas socialmente. Desde la neurociencia han surgido voces que denuncian la falta de rigor científico de las investigaciones que explican las diferencias sociales a partir de las biológicas; y se pone el foco en cómo el desarrollo del cerebro –que es plástico, es decir, que va cambiando a lo largo de la vida– se ve afectado por la socialización diferenciada que viven hombres y mujeres desde edades tempranas. Es decir, dado que el cerebro se modifica sobre la base de las experiencias que vivimos, es de esperar que hombres y mujeres desarrollen distintas habilidades y capacidades.

Entonces, ¿cuál es el origen psicosocial de la diferenciación entre hombres y mujeres? Es decir, ¿de qué forma el ser humano en interacción con el mundo construye, legitima y perpetúa estas disparidades?

Desde las ciencias sociales, numerosas teorías nos ayudan a responder estas preguntas. En concreto, desde la psicología social uno de los conceptos más relevantes para comprender este proceso son las normas sociales. Estas hacen referencia a los estándares que valida un determinado grupo social. Son reglas que dictan aquello que es aceptable pensar o hacer, que aprueban y validan ciertas actitudes y comportamientos y que sancionan otros. Así, los principios varían dependiendo del grupo. Por ejemplo, en una sociedad determinada puede ser aceptable ejercer violencia física, mientras que en otra cultura ese tipo de conducta puede evaluarse de forma negativa y sancionarse.

En general, las personas están motivadas para seguir las reglas de las comunidades a las que pertenecen. Estas existen para todos los ámbitos humanos y sociales que nos dicen, por ejemplo, cómo es correcto saludarse o cuál es la forma apropiada de dirigirnos a una determinada persona. Del mismo modo, existen normas sociales de género que establecen cómo deben comportarse hombres y mujeres, qué se espera de ellos y ellas y cómo deben ser las relaciones que mantengan. Estas se presentan en nuestra vida diaria a través de diversos mecanismos, dos de estos son: los estereotipos de género y el sexismo.

UN MUNDO DE PREJUICIOS

Los estereotipos hacen referencia a las características que son atribuidas a un grupo social. Es decir, son los atributos que asignamos a las personas por el mero hecho de pertenecer a un determinado grupo. Los estereotipos de género, entonces, describen las características que se asginan a las personas en función de su sexo.

Así, los hombres se perciben con rasgos como la seguridad en sí mismos, la competencia y el liderazgo. Las mujeres se definen a partir de atributos como la amabilidad, el cuidado y la capacidad de escucha. A pesar de que estas visiones estereotípicas pueden parecer anticuadas, lo cierto es que estudios recientes muestran que los y las chilenas mantienen estas percepciones. Es decir, cuando tienen que definir a un hombre utilizan en mayor medida rasgos relacionados con la competencia, y al definir a una mujer usan rasgos vinculados con el cuidado de los demás. La evidencia muestra que, incluso las personas más igualitarias siguen presentando altos niveles de estereotipos de género, lo que confirma la resistencia al cambio.

 

EL “DEBER SER” DE LOS SEXOS

El sexismo es un tipo de prejucio que atribuye roles diferenciados a las personas en función de su sexo. Esta creencia establece que hombres y mujeres deben llevar a cabo tareas diferenciadas, pero complementarias. Una de las teorías más relevantes en el ámbito de la psicología social de género es la del sexismo ambivalente. Este enfoque establece dos categorías que coexisten: el sexismo hostil, que es un prejuicio burdo que define a las mujeres de forma negativa –como personas manipuladoras y controladoras– y las concibe como inferiores a los hombres. El sexismo benévolo concibe de forma estereotipada a las mujeres pero desde un tono paternalista, aparentemente positivo –como personas frágiles y puras–. A su vez, se espera que el hombre proteja y cuide a la mujer, cuya tarea es ocuparse del ámbito doméstico y del cuidado. Se establece un rol diferenciado para hombres y mujeres que sigue estando presente en numerosos contextos de la sociedad chilena, como el laboral o el educativo.

Podemos preguntarnos entonces, ¿qué sucede cuando una persona no sigue la norma de género, cuando no presenta los atributos o no sigue el rol que se espera de ella? La ciencia muestra que, aún hoy, las personas que no se adaptan a estas reglas son sancionadas socialmente, muchas veces de forma sútil y desapercibida.

Tanto los estereotipos de género como el sexismo dictan, en lo cotidiano, cómo hombres y mujeres deben ser y comportarse. Ambos procesos son, en la mayoría de los casos, automáticos e implícitos. Es decir, las personas no son conscientes de que los poseen y de que los aplican en sus relaciones, lo que hace más difícil erradicarlos. Es crucial comprender que este tipo de procesos son los que están en la base de la desigualdad entre hombres y mujeres. La evidencia muestra que ambos grupos reciben una socialización y enseñanzas diferenciadas sobre la base de los estereotipos y el sexismo, lo que, posteriormente, da lugar a la discriminación que sufren las mujeres.

 

RESISTENCIA AL CAMBIO

Así, el acoso callejero antes mencionado no surge de forma “espontánea” a nivel social. Hay todo un proceso de socialización y aprendizaje de determinadas normas sociales que establece que es “esperable y comprensible” que ciertos hombres tengan la libertad de piropear, acosar o violentar a una mujer. Especialmente si se trata de mujeres que no cumplen con el estereotipo tradicional femenino. Sobre la base de la norma social, es también “esperable y comprensible” que les sucedan cosas malas a las mujeres que no se comportan como deben, como una “buena mujer”.

¿Cómo construimos una sociedad más igualitaria en este contexto? Es primordial comenzar a cambiar estas normas sociales que establecen diferencias en función del sexo de las personas. Es necesario desautomatizar las creencias estereotípicas y sexistas. Es decir, hacernos conscientes de que los propios sesgos que pasan desapercibidos contribuyen a perpetuar la desigualdad. Comenzar a eliminar de forma explícita las expectativas que tenemos sobre niños y niñas. Eliminar el sexo de los juguetes, de los deportes que practican o de las carreras que quieren estudiar. Eliminar el sexo de los trabajos, de los colores y de los roles sociales. En definitiva, abandonar la idea de que, por el hecho de ser mujer, esperamos que dicha persona presente una serie de características y se comporte de una cierta forma.

Este contexto de cambio es, sin duda, un desafío para toda la sociedad. Para las mujeres, que se han ido posicionando poco a poco en lugares de poder que nunca habían ocupado. Y es también un reto para los hombres, quienes tienen que alejarse de un estereotipo privilegiado que les otorga competencia y poder, aspectos muy valorados socialmente.

Cambiar patrones de conducta tan arraigados nunca es fácil pero estamos en un momento histórico en el que esta transformación se ha hecho tangible. A pesar de lo complejo de esta tarea, nuevas reglas sociales están emergiendo que castigan el acoso callejero y la discriminación, que empiezan a establecer que lo doméstico es igual de relevante que lo público, y que tanto hombres como mujeres pueden liderar cada uno de estos ámbitos. Si cada persona logra eliminar sus propios sesgos, lograremos construir nuevas normas que validen y promuevan la igualdad.

PARA LEER MÁS

  • Criado Pérez, C.; La mujer invisible. Bogotá: Editorial Planeta, 2020.
  • Ferrer, V.; Feminismo y Psicología Social. Madrid: Grupo 5, 2017.
  • Rippon, G.; El género y nuestros cerebros: La nueva neurociencia que rompe el mito del cerebro femenino. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2020.