
La trastienda de la confianza
Crisis de confianza. Los autores cuestionan la expresión más repetida durante el periodo eleccionario recién pasado en el país para reflejar el malestar de los ciudadanos. Esta obedece a lo que ellos llaman “un diagnóstico cómodo”. Sin embargo, se propone que esta frase responde más bien a un error de foco que culpa al síntoma y no a la enfermedad. “El problema es de quienes deben inspirar confianza: las instituciones tienen que demostrar con su actuar que son viables y legítimas, ese es el fondo del asunto. En ello se pone en juego la asignación concreta de responsabilidades y el tipo de mundo en común que estamos construyendo”, aseguran.
Toda generación parece acuñar una expresión favorita para manifestar su malestar con las consecuencias no deseadas del cambio social que le toca vivir. De hecho, podríamos ordenar nuestra historia reciente con una lista de ellas: crisis moral (de la república), cuestión social, desarrollo frustrado, costos sociales del desarrollo, el “ni ahí” y los autoflagelantes. Hoy también parece que estamos atravesando una etapa de pesimismo asociado a grandes transformaciones, a pesar de los significativos avances en inclusión, autonomía, bienestar y educación de la población.
Entre las frases que compiten para definir nuestra época encontramos distintas variaciones sobre el éxito o el fracaso del modelo, la pérdida del relato y la nueva cuestión social. Pero, tal vez, la más difundida es insistir en la existencia de una crisis de confianza. Ella se lee usualmente en dos sentidos: que la ciudadanía dejó de creer en las instituciones y que las personas, comunes y corrientes, dejamos de confiar entre nosotros.
A primera vista, este diagnóstico parece plausible, pero ¿es realmente un reflejo de nuestro malestar? Es cierto que esta ha disminuido, pero repetir esta expresión como muletilla tiene todas las características de un diagnóstico cómodo.
Al menos tres razones apoyan este superficial análisis. Se argumenta que los logros del país esconderían desigualdades de poder que vuelven imposible la confianza y la cooperación entre nosotros. El surgimiento de movimientos de protesta, por ejemplo, ha subrayado más el problema de los valores que el del trabajo efectivo de nuestras instituciones. No se trataría de que estas funcionen o no, de que produzcan crecimiento y bienestar o no, sino de que serían herramientas utilizadas para mantener los privilegios de unos pocos.
Los resultados concretos como la desigualdad económica resultarían de vicios normativos presentes en el origen de estos organismos, dados por intereses particulares, intenciones egoístas y el peso de la dictadura. Construidas desde una lógica de dominación, sería imposible reconocerlas como propias y confiar en ellas.
Además, los medios de comunicación han jugado un rol central en resaltar casos de corrupción y de vínculos cuestionables entre actores políticos y económicos. No sabemos si este flagelo ha aumentado porque nuestras instituciones se han corrompido o simplemente porque ha mejorado la tecnología, haciendo posible el registro y la comunicación de situaciones más fáciles de esconder en el pasado, aumentando el malestar. Puede que nuestras actitudes, expectativas y niveles de tolerancia sobre la corrupción se hayan vuelto más exigentes. La divulgación continua de esta clase de episodios mermaría la credibilidad de nuestros representantes, instituciones y elites económicas.
Una sociedad escéptica no necesariamente funciona mal. Es razonable no confiar cuando no hay razones para ello. Sería insensato depositar este atributo en quien no merece recibirlo o en quien nos ha defraudado en el pasado. Desconfiar cuando hay buenos motivos es una marca de racionalidad.
Finalmente, las encuestas de opinión pública señalan una disminución importante en las medidas convencionales de confianza, tanto a nivel de instituciones como de personas. Es verdad que este atributo nunca ha tenido tasas muy altas, pero han bajado, afectando por sobre todo a aquellas entidades que alguna vez gozaron de credibilidad y respaldo (como las Fuerzas Armadas o la Iglesia Católica). Por lo tanto, nos encontramos con una regularidad empírica que sustentaría la tesis de la crisis de confianza.

La caída de las instituciones
Aquí se muestra el nivel de credibilidad que poseen diversos organismos. “La confianza nunca ha tenido tasas muy altas, pero han bajado, afectando a aquellas entidades que alguna vez gozaron de credibilidad y respeto”, afirman los autores.
La gran apuesta
La confianza parece perderse por dos razones: porque alguien no ha cumplido una obligación o porque ha intentado conscientemente engañarnos. En ambos casos se defraudan nuestras expectativas sobre el comportamiento de terceros. Sin embargo, los mismos datos dan cuenta de una aparente paradoja: mientras la credibilidad en las instituciones está por el suelo, la desconfianza con aquel ámbito institucional sobre el que tenemos una experiencia (“mi” banco, versus “la” banca; “mi” diputado versus “el” Congreso) registra niveles menos dramáticos. Ello sugiere que la cercanía a la institución está mediada por la persona que detenta un cargo.
La confianza surgiría por dos caminos: una proximidad que permitiría recibir algo de esa persona (la hipótesis del clientelismo en política, sustentada en una expectativa de reciprocidad), o por considerarse que esa cercanía mejoraría nuestra capacidad de fiscalizar las acciones y la responsabilidad que esa institución tiene en su trato con nosotros.
La respuesta ha sido muchas veces indicar que no existe un problema porque se actuó dentro de la ley. En otras palabras, parece que no hubiera ninguna falta si todo es legal, pero al mismo tiempo, perfectamente impresentable.
Esta última distinción, entre nuestra experiencia abstracta con instituciones y las vivencias más cercanas con personas, ofrece una mejor forma de entender qué está realmente en juego en nuestro malestar.
Una de las principales consecuencias de la complejización de la vida social tiene que ver con el cambio en los modos de configurar la confianza. En la actualidad, gran parte de ella deja de estar referida a la cercanía personal y comienza a estar vinculada al rol que esas personas ocupan en distintas entidades y las reglas que lo regulan. En otras palabras, este atributo implica asumir un riesgo: “apostamos por” y “creemos en” los sistemas expertos, sin contar con mucha información ni conocimiento de su operar.

¿Por qué creer?
En cada país se le otorga una relevancia bastante diferente a cada tópico, dependiendo de sus propias agendas. Por ejemplo, el trato por igual se diferencia de un 75% de importancia en Venezuela y un 49% en Panamá. La fiscalización se diferencia entre el 57% en Chile y el 16% en México.
Esto puede quedar más claro con algunos ejemplos. La necesidad de confiar en expertos supone, de alguna manera, la suspensión del juicio moral acerca de la persona. En buena cuenta, esto implica que debemos creer de forma abstracta, como ocurre con el médico por sus credenciales y su certificación más que por su comportamiento privado o por su diagnóstico. Cuando se produce una disonancia entre el juicio experto y nuestra experiencia, pedimos segundas o terceras opiniones, que no necesariamente reafirman nuestra confianza en quien hizo el primer diagnóstico, sino en la consistencia del juicio de ese experto en la sociedad.
Una de las principales dificultades que surge de este tipo de articulación social se refiere a cómo los sistemas de expertos se vinculan con quienes no forman parte de los círculos de decisión. Esto es, el problema de la legitimidad de los expertos frente a la población en general. Como notaba Alfred North Whitehead: “La lealtad política cesa en las fronteras de la incapacidad radical”. Solemos escuchar a gobiernos y a distintas instituciones defender sus medidas como soluciones técnicas, justamente para ganar autoridad moral, incluso si muchas veces ese conocimiento está en disputa entre distintos especialistas.
A partir de lo anterior, resulta más fácil postular toda crisis de legitimidad como una crisis de confianza. Así, los movimientos sociales no confían en la clase política, los medios de comunicación se muestran desconfiados respecto de la política y economía, y finalmente, ya nadie parece confiar en las encuestas.
El problema no es de quienes desconfían. Esta es una reacción sana. El asunto es de quienes deben inspirar confianza. En ello se pone en juego la asignación concreta de obligaciones.
Abordar la enfermedad y no el síntoma
La supuesta crisis de confianza se invalida cuando pasamos al plano de las soluciones. Se ha instalado la idea de que todo sería mejor y que nuestros problemas se resolverían mágicamente si la gente confiara más en otros y en las instituciones. Ello deja sin responder la pregunta sobre lo que tiene que cambiar en esas personas y organismos para que inspiren seguridad. Se ha fijado la mirada pública en quienes deben confiar y no en quienes deben ganarse este atributo.
En otras palabras, poner el acento únicamente en la confianza equivale a culpar al mensajero, no al agente; al síntoma, no a la enfermedad. Es una forma muy fácil de desviar la atención de lo que verdaderamente importa. Permite crear la ilusión de que el problema es de un otro indefinido, porque empezamos a repetir que es la gente la que debe confiar. Con ello contribuimos a diluir las responsabilidades y a olvidarnos convenientemente de asumir la nuestra. En el fondo, hablar de este atributo es cómodo porque nos ahorra tener que pensar en cómo producimos credibilidad en nuestros encuentros cotidianos. Nos olvidamos de la pregunta de por qué habría que creer.
Una sociedad escéptica no necesariamente funciona mal. Sería insensato depositar esta cualidad en quien no merece recibirla, o en quien nos ha defraudado en el pasado (desde quien nos mintió al vender un auto hasta un funcionario que cometió un error). Desconfiar cuando hay buenos motivos es una marca de racionalidad.
El malestar se suscita cuando no es fácil traducir esa desconfianza en un castigo concreto, porque las responsabilidades no están claramente asignadas. En este caso, asociada al malestar surge la sensación de impunidad.
Una consecuencia de ello es que empezamos a confundir los motivos que llevan a la desconfianza: si alguien nos defrauda porque no cumplió algo, pero no recibe castigo, podemos pensar que realmente siempre nos quiso engañar, porque sabía que podía salirse con la suya. Por ello, es crucial distinguir escalas de complejidad y del trato con personas.
Visto desde la confianza, por lo tanto, el peso de la prueba no debe recaer en quienes no creen sino en aquellos que deben inspirar este atributo. Eso requiere tiempo. Justamente, la consecuencia de un diagnóstico cómodo es pensar que este valor es algo exterior. Una variable que se puede decretar o solucionar por otra vía, usualmente experta, y no un producto de nuestra vida en sociedad. La preocupación por este tema aparece como una dificultad para otros, que no nos compete como ciudadanos. ¿Qué tipo de trato y modo de relacionarnos serían capaces de favorecer la confianza? Esto obliga a apuntar a lo que antecede a la preocupación por las reglas que regulan los sistemas expertos.
La moralidad cívica
Nos enfrentamos a uno de los problemas centrales del modelo moderno de configuración de relaciones sociales: ¿Cómo exigir confianza sobre normas, no personas? Émile Durkheim relacionó esta dificultad con el concepto de moralidad cívica, un conjunto de motivaciones y disposiciones que favorecen la cooperación en contextos más impersonales.
Estos códigos operan en un nivel abstracto, pero derivan su legitimidad de otro nivel, moral y personal. Tradicionalmente, la religión y la política ofrecían ese sentido moral que permitía bañar de legitimidad las instituciones que surgían de ellas: estabilizaban una expectativa de que las personas tienen una motivación, más allá de su interés personal, de cumplir y hacer cumplir esas reglas. Eran fuentes de cohesión social o de solidaridad. Ambas entonces suponen un nivel precontractual, para seguir a Durkheim, que hace que tenga sentido consensuar normas, definir obligaciones y responsabilidades y erigir organismos. En política, esa legitimidad se encuentra en la experiencia de asumir libremente las normas que nos limitan.
No sería arriesgado señalar que hoy se experimenta una asimetría enorme entre expertos –que configuran las élites– y la ciudadanía. Esto resulta evidente en la lectura sobre casos emblemáticos de asociaciones dudosas entre política y economía. La respuesta ha sido muchas veces indicar que no existe un problema porque se actuó dentro de la ley. En otras palabras, parece que no hubiera ninguna falta si todo es perfectamente legal pero, al mismo tiempo, perfectamente impresentable.
Lo que ocurre es que nuestra fe en las leyes, así como en las personas que ocupan cargos y roles públicos, deriva en buena parte de su sentido de un ámbito de moralidad precontractual. Exigimos formas de comportamiento que van más allá de la ley, en el sentido de que las personas que toman cierta clase de decisiones se expongan a las consecuencias negativas (y no solo positivas) de sus acciones. Una sociedad donde todos tengan igual exposición a las consecuencias de sus decisiones y reglas es una donde todos pueden sentirse partícipes de lo público.
Una sociedad donde todos tengan igual exposición a las consecuencias de sus decisiones y reglas es una donde todos pueden sentirse partícipes de lo público.
El problema no es de quienes desconfían. Esta es una reacción sana. El asunto es de quienes deben inspirar confianza. En ello se pone en juego la asignación concreta de obligaciones, la distancia que estamos dispuestos a tolerar entre especialistas y el resto, y el tipo de mundo en común que estamos construyendo.
Así entendido, no es un tema que se solucione a través de las políticas públicas o el marketing (basta ya de señalar que el foco está en los “problemas de comunicación”), porque el asunto radica efectivamente en el contenido de esas relaciones y no en su apariencia.
Es más un aspecto de carácter que de comunicar o señalar intenciones correctas. Por cierto, es posible establecer reglas que favorezcan el accountability de autoridades públicas y actores privados, buscando disminuir la sensación de impunidad de quien viola la confianza pública o no se hace responsable por las acciones de su cargo. Pero no tiene sentido plantear medidas que eleven artificialmente las tasas de esta cualidad –por ejemplo a través de las políticas que favorecen la transparencia institucional– si no se ha cambiado el carácter o la forma de actuar de aquellas entidades que la requieren para ser viables y legítimas. Si las normas no están recibiendo legitimidad desde un espacio prereglamentario, la dificultad no se resolverá con más leyes. Desde el punto de vista institucional, hablar de crisis de confianza es cómodo justamente porque es una forma de no asumir una responsabilidad.
Pero –como sentenció Hölderlin– donde hay peligro, crece también lo que salva. Así, una forma de abordar el dicho popular “en la confianza está el peligro” apunta hacia una reflexión en torno a las condiciones precontractuales que articulan nuestra vida en comunidad y, por cierto, cómo estas se proyectan en la vida política. Este no es un tema nuevo. Para los clásicos se refiere al sentido de la vida política y, todavía más, su respuesta tiene un carácter eminentemente ético. De esta forma, la pregunta por la política no se resuelve únicamente en la esfera del gobierno, ni mucho menos en la de las políticas públicas; su foco ha de ser favorecer un espacio que permita una identificación común con el problema de la vida junto a otros.