Tesis antipáticas sobre partidos políticos
Escribir una serie de conclusiones sobre la situación de los partidos en Chile (y en las democracias contemporáneas) me pareció la mejor forma de sintetizar mi impresión sobre los desafíos que enfrentamos actualmente. Las tesis se basan en argumentos teóricos y evidencia empírica que he intentado desarrollar en el marco de trabajos de investigación, pero en esta formulación, necesariamente breve, carecen de contexto y profundidad. Espero, no obstante, sean útiles para estimular el debate.
¿Vehículos electorales o partidos políticos?
Desde el punto de vista de la representación democrática, los partidos políticos cumplen dos funciones esenciales: coordinan electoralmente a quienes compiten bajo una misma etiqueta, aportando un sello programático e identidad colectiva que orienta y convoca al votante (coordinación vertical); en segundo lugar, a través de las bancadas parlamentarias y el funcionamiento de coaliciones de gobierno, razonablemente disciplinadas, estructuran la acción de gobierno (coordinación horizontal).
Cierta durabilidad a través del tiempo es una condición necesaria, pero no suficiente para el desarrollo de ambas funciones. Las organizaciones electorales que fallan al momento de desempeñar satisfactoriamente y de modo simultáneo ambas funciones no son partidos, sino vehículos electorales.
Una larga historia
El caso de Chile destaca en términos comparativos por la durabilidad de sus etiquetas partidarias. No obstante, esa extensión esconde la transformación de sus partidos políticos en vehículos electorales.
Capital colectivo
Los partidos son organizaciones que deben lidiar con el siguiente dilema: la organización prospera cuando sus miembros cooperan y funcionan en colectivo; sin embargo, esos miembros tienen fuertes incentivos para buscar diferenciarse de sus pares mediante la competencia interna, buscando perfilarse y destacar. Cuando la organización se queda sin capital colectivo y prima solamente la competencia, el partido deja de funcionar como tal y muta hacia un vehículo electoral (en caso de que no se quiebre en dicho tránsito).
Aunque parezca, no lo es
Los vehículos electorales presentan candidatos y pueden ganar elecciones. Algunos son personalistas, pero otros presentan múltiples candidatos. Algunos poseen un sello oficial que los consagra legalmente como partidos políticos. También es posible que los vehículos electorales perduren a lo largo del tiempo, pero ninguna de estas características los convierte en partidos políticos funcionales para la representación democrática.
Partidos fallidos
En América Latina y en buena parte de las democracias contemporáneas, la mayoría de las organizaciones políticas se comportan más como vehículo electoral que como partido político. En nuestra región, durante los últimos cuarenta años hemos asistido a dos procesos paralelos: la destrucción de partidos políticos tradicionales y la fallida construcción de nuevos partidos que los reemplacen.
El discolage
En términos de coordinación horizontal, los partidos chilenos han perdido la capacidad de disciplinar a sus miembros. El “discolaje” que hoy cunde (¿cómo explicar los retiros de los fondos de pensión, por ejemplo?) no es nuevo. En el pasado se argumentaba que las directivas partidarias concentraban mucho poder (mediante la capacidad de negociar candidaturas y blindajes bajo el binominal). No obstante, ya desde mediados del año 2000 las directivas partidarias habían cedido poder ante incumbentes que funcionaban como caudillos locales, quienes anclaban su adhesión en liderazgos crecientemente personalistas y muchas veces antipartido. Durante la campaña, los incumbentes escondían su partido y dejaban a las directivas en una disyuntiva incómoda: reemplazarlos (corriendo el riesgo cierto de perder el cupo en el distrito) o mantenerlos, tolerando la creciente indisciplina. Adicionalmente, la falta de financiamiento público, hasta hace pocos años, acentuó también la debilidad de las orgánicas partidarias en la selección de candidatos. De forma creciente los candidatos pasaron a ser (auto)seleccionados entre quienes contaban con recursos económicos propios para financiar su campaña o entre quienes contaban con un rostro conocido que redujese los costos de instalarlo electoralmente.
La extinción
Construir partidos no es fácil. Menos de un 5% de los más de 300 vehículos electorales aparecidos en la región desde 1978 lograron funcionar como partido. Buena parte de esos esfuerzos fallidos desaparecieron pronto, muchas veces tras una única elección. Varios de los casos de partido “exitoso” (para el período 1978-2020) están hoy en problemas o, incluso, ya han desaparecido.
La comunidad de sangre
Construir partidos no es lindo. Los partidos fuertes, con sentido colectivo, se forjaron en un pasado violento y traumático.
El exilio, la prisión y la clandestinidad forjan lealtades y aprendizajes colectivos; también lo hacen los mártires en común. Cuando la “comunidad de sangre” se debilita por el recambio generacional, el sentido colectivo, salvo excepciones muy puntuales en que logra reproducirse intertemporalmente, da lugar a la primacía de racionalidades individuales. Como en las empresas familiares, las nuevas generaciones usualmente malversan décadas de construcción y capitalización colectiva por parte de los fundadores. Por ejemplo, quienes añoran la fortaleza del pacto PS-DC que estructuró la democracia de los consensos en Chile, pierden usualmente de vista que las lealtades que lo cimentaron provienen de luchas compartidas contra un enemigo implacable.
Airear la política con los independientes
Quienes se oponen a los partidos y argumentan la necesidad de airear la política abriendo juego a los independientes, lo hacen enfatizando los problemas de los vehículos electorales realmente existentes.
Sociedad abandonada
En términos de coordinación vertical, los partidos políticos y sus elencos abandonaron a la sociedad luego de la transición a la democracia. Al mismo tiempo, también consolidaron su dependencia de grupos económicos poderosos, quienes los financiaban a cambio de acceso e incidencia en la formación e implementación de políticas públicas. La distancia con la sociedad también se amplió en virtud de la falta de espacio ideológico para proveer alternativas viables al “modelo”, cristalizando así una lógica de alternancia y rotación en el poder que no generaba mayores consecuencias respecto de los parámetros con que funcionaban la sociedad y la economía. A su vez, el voto voluntario introdujo incentivos perversos, permitiendo a los partidos enfocarse en pocos votantes más movilizados, abandonando así la relación con el resto de la sociedad. Finalmente, a nivel territorial las escuálidas organizaciones partidarias (solo presentes en aquellas localidades en que el partido contaba con un incumbente) comenzaron a ser desplazadas en su función de mediación local por organizaciones alternativas como las bandas de crimen organizado, la iglesia evangélica y las barras de fútbol. Estas organizaciones también penetraron la estructura política local.
Rol esencial
Quienes hoy se oponen a los independientes y defienden a los partidos lo hacen desde una visión teórica sobre su imprescindible rol para la democracia. Citando el clásico dictum de E.E. Schattschneider nos recitan: “La democracia moderna es impensable sin partidos políticos” (“Confieso que he pecado”).
Diluirse en el individuo
Una vez que llegan a posiciones de poder, los independientes tampoco logran generar coordinación horizontal y vertical, diluyéndose en torno a individualidades o grupúsculos identitarios (considere, por ejemplo, la trayectoria de La Lista del Pueblo). En el mejor de los casos (en una ínfima fracción), los independientes logran asumir una forma partidaria. Con esa institucionalización, se apropian también de la mácula sistémica.
Una falsa oposición
La oposición entre quienes defienden a partidos que hoy solo existen en teoría y entre quienes promueven a independientes supuestamente inmaculados es falsa y poco productiva. Esa oposición termina a veces profundizando el problema, al aumentar la polarización antisistema y al dar cabida a reformas que terminan fragmentando aún más el campo electoral.
La campaña “por aire” no reemplaza a la campaña “por tierra”
Especialmente en sociedades desiguales, con estados disparejos y heterogéneos, las redes sociales y las campañas “por aire” no sustituyen funcionalmente a la organización partidaria tradicional (“por tierra”). El Partido de la Gente, por ejemplo, asentó su golpe electoral en el norte del país con un trabajo de terreno en poblaciones y en enclaves mineros que ningún otro partido desarrolló en la pasada campaña. Bad Boys y el despliegue en redes de Franco Parisi, desde Estados Unidos, complementaron dicha estrategia. Pero lo que no se vio fue mucho más central que lo que pudimos ver desde el teléfono.
El costo de gobernar
En los tiempos que corren los partidos que ganan elecciones nacionales salen del gobierno trasquilados. Se crece en la oposición, pero se pierde mucho (a veces todo) gobernando.
El estallido = partidos impugnados
Durante largos años, la protesta y la calle (en oposición al Congreso o la actividad partidaria) se consolidaron como el único canal abierto para impulsar cambios sociales relevantes. Con la trayectoria descrita a cuestas y tras sonados escándalos de corrupción que los involucraban, los partidos políticos cristalizaron en el imaginario colectivo como miembros privilegiados de la “coalición de abusadores” asociada al “modelo” y a la reproducción del privilegio en una sociedad pauteada por múltiples desigualdades. La posición de los partidos terminó de ser impugnada, ya de forma abierta, y desembozada con el estallido de 2019.
¿Cómo revertir lo inevitable?
El problema de los partidos en las democracias contemporáneas es equivalente al del cambio climático: el diagnóstico está claro, pero no logramos dar con estructuras de incentivos que puedan orientar la acción colectiva para revertir lo inevitable. También sabemos que los procesos que en el pasado crearon los partidos que hoy anhelamos tener son normativamente execrables (como a muchos les parece inconveniente la noción de decrecimiento para frenar el cambio climático, nadie debería prescribir “tiempos violentos y traumáticos” so pretexto de construir partidos necesarios para la democracia.
Movimiento “destituyente”
La legitimidad y adhesión que en sus inicios logró la Convención Constituyente tiene su fundamento en que representaba, por su diversidad descriptiva y por el origen social de sus miembros, un movimiento “destituyente” de la clase partidaria tradicional. Pero como hemos podido apreciar recientemente, entre un movimiento “destituyente” y un proceso constituyente hay un trecho. La incapacidad de los colectivos constituyentes para vertebrar y canalizar conflictos y proyectos de sociedad suficientemente amplios, capaces de ordenar el debate y ampliar su legitimidad a nivel social, hoy parece evidente.
La aleja la Convención
Al mismo tiempo, en su proceso, la Convención comenzó a ser percibida por la población como lejana (especialmente por sectores populares asediados por problemas tan inmediatos como cotidianos). En esa lejanía, que hoy es recurrentemente referida en trabajos cualitativos con sectores populares (véase plataformatelar.cl), los constituyentes parecen haber asumido un rasgo sistémico de la política tradicional (“se olvidaron de nosotros”, “discuten temas que no nos interesan, en lugar de hacer lo que se les pidió”, entre otros argumentos). En esa asimilación con la clase política tradicional y no en la calidad del articulado aprobado por la Convención radica el potencial del rechazo y la apatía en los sectores populares.
Diversidad social versus adhesión precaria y efímera
A los partidos se les ha comprimido el tiempo y bifurcado el espacio. Deben representar una diversidad social mucho mayor buscando canalizar conflictos usualmente intensos y “monotemáticos”, mientras los tiempos que tienen para ello se han acortado, pues la adhesión que logran es precaria y efímera.
La democracia liberal y precaria de hoy
Tener un problema, por supuesto, no necesariamente supone contar con soluciones. El diagnóstico previo debiera mantener a raya el pensamiento mágico, pero evidentemente no es muy constructivo. El proceso constituyente actual, aún resultando exitoso, tampoco proveerá las soluciones que requerimos, porque recurre a mecanismos e instituciones funcionalmente obsoletas. Esa obsolescencia se asocia a las precariedades que hoy enfrentan las democracias liberales para generar y sostener, simultáneamente, dosis razonables de orden y legitimidad.
Los partidos políticos pueden colapsar
Los partidos políticos no se decretan por ley, pero sí pueden colapsar (más rápidamente) en presencia de incentivos institucionales que los debilitan. Iniciativas en principio muy bienvenidas como la descentralización, la introducción de primarias, las revocatorias de mandato e incluso la transparencia de los procedimientos internos pueden contribuir a destruir partidos, sin fomentar su reemplazo por organizaciones más fuertes y probas.
Las innovaciones democráticas
Las denominadas “innovaciones democráticas”, actualmente en el debate especializado (por ejemplo, la democracia directa, la democracia líquida, la votación cuadrática, la decisión por algoritmos, etcétera) tampoco constituyen soluciones razonables y transferibles, más allá de contextos particulares y aplicaciones específicas. No obstante, tal vez en esos intentos de innovación radique la posibilidad de dar con nuevos mecanismos, capaces de adecuar el ideal democrático al contexto de sociedades cuya complejidad hoy alimenta crisis de representación profundas y recurrentes.