• Revista Nº 174
  • Por León Cohen
  • Fotografía César Cortés

Especial

A 50 años de una escena presente: el sentimiento que persiste

Las carencias de la educación, el protagonismo del consumo, la entretención y el trabajo han generado una dilución del recuerdo de lo acontecido en 1973 que, en realidad, aún permanece subterráneamente en nuestra sociedad. Esta no es una elaboración, más bien es una forma de huir del pensar y embrutecernos. Es clave la resurrección de la educación familiar que nos permita reducir la intensidad del odio.

En los años sesenta fructificaron crisis y cambios culturales en los ámbitos sociales, políticos, económicos, artísticos y científicos, entre otros. Un ejemplo de ello es la salida del ser humano al espacio extraterrestre y su llegada a la Luna. El fin del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX generaron las semillas teóricas para lo anterior, a través de las dos guerras mundiales y la división del mundo.

Lo mismo pasa en la mente humana. Ella se divide en lo bueno y lo malo. Es el tratamiento práctico que usa para prevenir su desintegración y el caos. Luego, proyecta en otros lo malo, quedándose en una férrea racionalidad con lo bueno. La omnipotencia de esta racionalidad ideológica proviene del carácter convincente de lo bueno, es decir, de su verdad absoluta y del potente sentimiento épico con el que la defiende. El resultado de esto es que en los sesenta el mundo terminó dividido en la Guerra Fría.

LOS TURBULENTOS AÑOS SETENTA

En Chile, la Reforma Agraria se manifestaba como una intervención revolucionaria en el antiguo derecho de propiedad, motivada por la búsqueda de justicia de la ideología socialcristiana, en el contexto de la lucha entre el capitalismo y el marxismo. El quiebre entre campesinos y patrones, entre familiares de un lado y de otro, provocó dolor, ira, pérdida y esperanzas. Así eran las turbulencias con las que se iniciaban los años setenta. A pesar de ello, la estructura del país sobrevivía y un presidente socialista fue elegido democráticamente en 1970. La década se iniciaba y la mayor parte de la cultura vibraba con notas conmovedoras. La entendible épica cubana alimentaba el relato del triunfo de un héroe y de un puñado de hombres sobre el dictador corrupto y esclavo del imperio en su modo más sórdido. La esperanza de enfrentar la pobreza y la injusticia se hacía patente como una meta al alcance de la mano. El realismo mágico impregnaba el relato social, erizaba la piel de multitudes y aterrorizaba a otras tantas. El ánimo paranoide se apoderó de la democracia.

El armazón republicano chileno temblaba al inicio de los años setenta. La precariedad, generada desde afuera y desde adentro, agitaba las vísceras de millones de afectados. Paradojalmente la cotidianeidad se mantenía entre privaciones y piedrazos. Dos ejemplos diferentes: hubo elecciones parlamentarias y Colo-Colo fue finalista en la Copa Libertadores.

Los ciudadanos revolucionarios y soñadores no advirtieron, en su ingenuidad, que el sistema mantenía intacta su forma, incluyendo sus cohesionados poderes. Imperaba en ellos una impronta política idealizada, como pasa en los movimientos sociales jóvenes, con su belleza, orgullo, esperanza y ceguera. Mientras, los padres políticos desde el Congreso, los partidos, La Moneda, no lograban ser padres y mantener sus anhelos dentro de la realidad. Para muchos todo debía ser ahora. El ímpetu revolucionario se incendiaba en la mente de algunos intelectuales de la alta burguesía. Otros escuchaban desde sus frustraciones, pobrezas y dolores. Eran proletarios, obreros, campesinos, estudiantes, con el alma entusiasmada y empoderada desde el corazón. La emoción y la esperanza hizo crecer el sentido de grupo en muchos ciudadanos, hasta hacerlos creer que eran millones los trabajadores, pensadores y militares que compartía la justa lucha patriótica, avanzando sin transar y acumulando el poder popular. La piel erizada, pero desnuda. La mirada ensoñada con el futuro, pero sin ver el presente. Entre esos ciudadanos, muchos morirán.

Unidad Panamericana. Es el último fresco pintado por Diego Rivera en Estados Unidos (1940), pesa 30 toneladas y mide 22.5 m × 6.7 m. El mural representa el pasado, presente y futuro compartido de las Américas.

UNA REALIDAD ANUNCIADA

Todo lo anterior componía un estado de cosas onírico: en los salones burgueses y formales de La Moneda, el presidente socialista, el médico de larga historia democrática, totalmente asimilado a la política tradicional y a la vida social y placentera. El político de muñeca hábil y de oratoria creativa y expresiva. El hombre que cuando joven convivió con los radicales de Pedro Aguirre Cerda, socialdemócratas empeñados en nutrir a la clase media con la educación. Ese hombre trataba de dar pasos revolucionarios pero pacíficos a la vez. Decididos y con la fuerza del pueblo.

Ese deseo, ambivalente, por confesión propia, no lo podía realizar él, ya que no era ni nunca podría ser un guerrillero. Podía trasmitirlo al pueblo como lo hace un médico, buscando en los pacientes la colaboración en el proceso de cura. Es decir, él tenía la fe de que si el pueblo se daba cuenta de la desigualdad y de la explotación podría educarse en la fuerza del cambio, sin que ello implicara destruir a Chile. Eran palabras que buscaban evangelizar y que, al final y como ya ocurrió antes, serán impregnadas y recordadas a través del sacrificio (Mansuy, D.; 2023).

El destino estaba escrito y era un secreto a voces. Una tragedia anunciada, temida y, a la vez, esperada como si fuera un deseo. En un país convulsionado, pero con sus organizaciones funcionando: el Poder Judicial, el Congreso, las Fuerzas Armadas, Carabineros, Investigaciones, etcétera, algunos líderes partidarios lanzaban discursos con las certezas de la revolución. De un pueblo armado capaz de tomar el poder y cambiar radicalmente a todas esas organizaciones burguesas presentes.

El mayor enemigo de todo esto era uno solo: el sentido común. Cuando el sentimiento épico se apodera del corazón y del espíritu, el sentido común pasa a ser una actitud despreciable. Ocurre en todas partes. Esa omnipotencia excitante que ya sabe la verdad y conoce el futuro es la semilla de la estupidez. Lo que sorprende es que los rivales rechazan por igual el sentido común, para así encontrarse en la culminación de la tragedia, en la escena del sacrificio. Y, justamente, la realidad anunciada cayó como misiles y balas.

Despertar de un sueño mágico a una realidad angustiante y aterradora es una pérdida inentendible, como lo es un engaño, una traición. Se pierde una esperanza, un futuro, la vida, la patria. El duelo no se puede elaborar pues no hay mente, son grupos sociales. Estos no pueden pensar, ya que hacerlo significa reconocer la responsabilidad del individuo en el autoengaño.

Por lo anterior, el resentimiento social sobrevive hasta hoy, 50 años después. Y esto vale para la víctima y para el victimario: el que piensa y trata de elaborar el duelo es tan extraviado como el que tiene sentido común.

En efecto, el duelo se mantiene pendiente, pues son sucesos que involucran a millones de personas quienes, como masas no organizadas de individuos, no pueden distanciarse del ánimo paranoide y de la excitación maníaca que las recorre. En primer lugar, manteniendo la disociación entre las víctimas y los victimarios y, en segundo lugar, tratando de resolver de un modo mágico el dolor y las culpas que los persiguen, queriendo dar vuelta la página y olvidar en el modo de la negación y de huir hacia adelante (Capponi, 1999).

Han pasado 50 años y las masas chilenas no organizadas, es decir, las que no son partidos políticos ni instituciones, siguen con la odiosidad a flor de piel. Es inevitable y será el tiempo el que irá desdibujando ese ánimo. Por ahora, en este 11 que se aproxima puede que manifiesten ese odio.

Los partidos, las universidades y los medios de comunicación, a través de la investigación, el reconocimiento y la reflexión han ido reduciendo la intensidad de los odios y de las desconfianzas. La dinámica educativa y la menor ideologización de los profesores a nivel de grupos intermedios será clave en los procesos reparatorios.

El empobrecimiento educativo, el protagonismo del consumo, la entretención y el trabajo han generado una dilución del recuerdo de lo vivido que, en realidad, aún permanece subterráneamente en nuestra sociedad. Esta no es una elaboración, más bien es una forma de huir del pensar y embrutecernos. Es clave la resurrección de la educación familiar que nos permita recordar y reconciliarnos como personas.

PARA LEER MÁS

  • Mansuy, D. (2023). Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular. Editorial Taurus, Santiago.
  • Capponi, R. (1999). Chile: un duelo pendiente. Perdón, reconciliación, acuerdos. Editorial Andrés Bello, Santiago.