Me rompiste el corazón: el arte popular sigue en pie
Luego de largos años de esfuerzo, salió a la luz —de la pantalla— el amor de Roberto Parra por la Negra Ester: un músico y una prostituta del “ambiente”. Cumplen en un alto nivel los dos protagonistas, Daniel Muñoz y Carmen Gloria Bresky, lo que no era fácil, dado que la obra de teatro está en la retina de los espectadores: a estas alturas, un mito de las tablas y de la música en Chile.
Lo que resulta más significativo es que el arte popular, que parecía vivir sus últimas horas en el siglo XX, borrado por la modernidad, sigue dando muestras de buena salud. Es curioso el rol central de la familia Parra Sandoval, porque uno de ellos, Nicanor, introduce la poesía con humor y desenfado; otra, Violeta, lo sublima en la música con poesía y sensibilidad; y, por último, Roberto lo logra con las cuecas choras y el jazz guachaca.
Se merecía este homenaje el menos célebre de los tres, qué duda cabe. Pero la duda estaba en el aire: ¿había algo más que decir, luego del éxito teatral de La negra Ester, fundado en las décimas de Roberto Parra, que lo hicieron conocido y reconocido?
La película se sostiene bien: el público en la sala vive la calidad de la música, del humor, de la delicadeza sensible de la propuesta. Pero, además, nos lleva a pensar en esa nueva vitalidad del arte popular ya avanzado el siglo XXI. ¿Por qué simpatizar con la historia de un músico tan gobernado por el alcohol, tan víctima de sus debilidades, que parece incapaz de recuperar al amor de su vida? ¿Y ella? ¿Cómo, tan guapa, inteligente y con carácter, está sumida en el más bajo de los ambientes? ¿Por qué conectamos con ellos y los seguimos en sus caídas?
Se merecía este homenaje el menos célebre de los tres, qué duda cabe. Pero la duda estaba en el aire: ¿había algo más que decir, luego del éxito teatral de La negra Ester, fundado en las décimas de Roberto Parra, que lo hicieron conocido y reconocido?
Hay un rumor de fondo, un Chile que aparece poco, pero que está ahí. Pobre, precario y sin mucho futuro a la vista, pero con una dignidad noble y pura, que lo envuelve en un aura que conmueve. Que tira para adelante sin odios ni resentimientos, con un humor agudo y festivo, cargado de una humanidad que no aparece en otros ambientes. Hay aquí, finalmente, un arte de vivir.
También aparece claro el contraste entre los géneros: mujeres fuertes, muy fuertes, apegadas a la realidad, cabezas de familia, incontenibles fuerzas de la naturaleza; y hombres débiles que revolotean alrededor, enamorados pero sin un lugar sólido en el mundo. Seres a la deriva. El niño Roberto, patipelado, a los 10 años ya anda robando, hambriento, unos panes y unas manzanas. Su destino ya marcado, para mal.
Vivir es aguantar. No hay programa pensado. No hay jubilación que espere al final. Todo es al día, sin mañana. Por otra parte, y eso alimenta la trama de la película, hay sentimientos profundos, intensos, los mismos que se aúllan en las canciones, los mismos que corean los clientas y las niñas del prostíbulo: todos esos a los que, en algún momento y para siempre, les rompieron el corazón.
América Latina entera se percibe detrás de personajes como Roberto Parra: desordenados, impulsivos y querendones, que parecen estar farreándose la vida porque no logran ser constantes en nada aunque posean, como el propio protagonista, un talento artístico enorme que, en otras condiciones, lo puedo haber salvado.
Son destinos marcados por una “fatalidá” que parece un destino, algo escrito desde siempre y para siempre. Y contra ella, dice la canción, nadie la gana.