Fotografías de la portada del disco de Pink Floyd The Wall Fotografías de la portada del disco de Pink Floyd The Wall
  • Revista Nº 158
  • Por Gastón Soublette
  • Fotografías Pink Floyd, The Wall

Especial

Disrupción social: la megacrisis

Esta situación que afecta hoy no solo a Chile tiene raíces psicológicas y culturales que trascienden los hechos concretos en que su problemática se hace visible en forma de protestas, movilizaciones masivas y violencia destructora. Los asuntos graves que afectan hoy a la sociedad son, en su conjunto, el resultado del modo de pensar y de actuar de un tipo humano generado a nivel mundial desde mediados del siglo XX.

El estallido social de Chile en 2019 tomó por sorpresa a la mayor parte de los chilenos. Pero no a todos, pues no son pocos los que desde hace tiempo tenían la certeza de que algo semejante tenía que ocurrir  en un país en el que las desigualdades sociales figuran entre las más injustas del mundo.

Se habló entonces de salarios, pensiones, impuestos, salud, educación, seguridad, corrupción, discriminación, pérdida de confianza a todo nivel, desprestigio de nuestras instituciones, incapacidad de nuestros gobernantes para comprender el momento histórico, en fin, tal es el inventario que integra la masa de nuestra megacrisis.

Pero la tendencia inevitable a juzgar los acontecimientos de este fenómeno solo en el plano político y económico es como un velo que nos impide percibir el mar de fondo común que los homologa con sucesos de la misma naturaleza, que ocurren en otros países y en un mismo contexto. Por otra parte, y esto es lo más fundamental: esta megacrisis que afecta hoy no solo a Chile tiene raíces psicológicas y culturales que trascienden los hechos concretos en que su problemática se hace visible en forma de protestas, movilizaciones masivas y violencia destructora.

Cosmovisión disruptiva

Pocos son entre nosotros los que están dispuestos a ver en esta crisis algo más que la mecánica de estos hechos rupturistas y sus causas inmediatas, aunque, por otro lado, nadie podría contradecir la afirmación de que los problemas graves que afectan hoy a la sociedad son, en su conjunto, el resultado del modo de pensar y de actuar de un tipo humano generado a nivel mundial desde mediados del siglo XX.

En la estructura psicológica de ese tipo humano se ha formado una cosmovisión que ha puesto a la especie humana frente a la naturaleza y frente a sí misma en una relación que no es armónica ni integradora, sino esencialmente disruptiva y conflictiva.

Esa cosmovisión siempre ha estado en la mente del hombre occidental, pero nunca había tenido a su disposición, como ahora, los instrumentos ideológicos y técnicos como para llevarla hasta sus últimas consecuencias.

En un intento por describir las características psicológicas de este tipo humano podría decirse que, desde sus antiguas raíces culturales grecolatinas, este ha actuado y ha pensado en términos de oposición y dominio. Desde la elaboración de su racionalidad científica y filosófica, su actitud fundamental ante la vida ha sido singularizarse hasta fijar una frontera absoluta entre el sujeto y el objeto, con el fin de definir el ser y el sentido en términos de poder, por las exigencias superiores de una sociedad dominadora.

El aporte del Cristianismo a la cultura europea no logró cambiar en su base esa actitud, aunque generó una cualidad espiritual ante el ser supremo, capaz de fundamentar una ética que hizo posible la cooperación de los diversos estamentos sociales, de todo lo cual emergió la cultura occidental.

Pero la actitud de conocer el mundo para imponer el diseño del hombre a la naturaleza y sacar provecho ilimitado de todas las cosas no cambió. Solo atemperó las expectativas de proyecto de mundo concebido en su pensamiento político y técnico.

Posteriormente, la reforma generó en el imperio reformado del Norte, esto es, Gran Bretaña y Escocia, una filosofía utilitaria por la que la generación de riqueza y el progreso de las artes útiles pasó, de hecho, a identificarse con el sentido de la vida, a la cual se le dio un fundamento teológico como mandato divino. Esa nueva cosmovisión se extendió por el mundo y dio nacimiento a nuestra civilización industrial, la cual continúa su curso histórico hasta hoy y actualmente ha alcanzado sus más altos logros.

Esos logros supremos proceden de las mismas premisas con que siempre el hombre europeo se relacionó en términos de dominio con los demás hombres y con la naturaleza, solo que en la etapa actual ha alcanzado un alto grado de desmesura, hasta el punto de desarticular la trama de la vida planetaria y poner en riesgo la supervivencia de nuestra especie. Esa alteración del orden terrestre corre a parejas con una igualmente grave alteración psicológica del hombre moderno, pues la civilización industrial masificó a los pueblos, los desarraigó de su cultura tradicional que era el fundamento espiritual de su sabiduría, su virtud y su creatividad, para transformarlos en una masa amorfa de consumidores y usuarios pasivos.

En tanto, la hegemonía de la economía y la tecnología en la vida de las naciones empobreció esa cultura histórica hasta hacerla desaparecer de hecho como tal. Para eso generó una pedagogía adecuada al constructo puramente económico y tecnológico que se identificó con lo que todos llamamos el “país”. Por nuestra adhesión inconsciente al mito del progreso es que se diferenciaron los conceptos de país y de nación, y el hombre pasó a ser el elemento derivado de la cuestión principal y al cual la racionalidad vigente denominó “recurso humano”.

Así, la cuestión principal llegó a ser la economía y los emprendimientos industriales, lo cual impuso como necesidad primordial la idea de “crecimiento”, el que por su propia naturaleza se concibe como ilimitado.

Este proyecto de mundo se propuso como meta ejercer un total dominio sobre la naturaleza, pero al alcanzar sus más altos logros se halló sorpresivamente frente a una adversidad insuperable: la intensa explotación de los así llamados recursos naturales desarticuló la trama vital de la tierra y la naturaleza reveló, en resultados tangibles, no haber sido dominada sino obligada a emprender un proceso de retirada, con lo cual esta civilización removió peligrosamente la base natural que le ha permitido por más de un siglo vivir del saqueo de todos los territorios.

Paralelamente, es preciso considerar que las estadísticas de la ONU y de la FAO nos informan que la alteración general de la vida, provocada por la desmesura de la actividad industrial, está dejando un saldo de más de mil trescientos millones de seres humanos reducidos a la pobreza, en todos los sentidos de la palabra (pobreza multidimensional). Esto significa que se identifican múltiples carencias a nivel de los hogares y las personas, en los ámbitos de la salud, la educación y la calidad de vida (ONU, “The 2019 Global Multidimensional Poverty Index”, MPI).

Situándonos ahora en el ámbito valórico se puede afirmar hoy, sin temor a errar, que los valores de la cultura cristiana, que fue la del mundo occidental, han sido abolidos de hecho. El proyecto inicial de constitución para la Unión Europea, redactado por el expresidente francés Valéry Giscard d’Estaing, hacía mención del fundamento cristiano de la cultura europea, pero los gobiernos de las naciones asociadas eliminaron ese pasaje del texto. Esto porque los europeos de hoy tienen proyectos a futuro, para los cuales no es conveniente que la concepción del hombre y del mundo que se desprende del evangelio de Jesucristo siga pesando sobre ellos.

Lo dicho hasta aquí da la impresión de ser una digresión respecto del tema de la crisis social que afecta a Chile, pero eso en apariencia, pues el tipo humano, cuyas características psicológicas fueron descritas antes, es el que también forma parte de nuestra nación; para decirlo con mayor propiedad, somos nosotros, y nuestros patrones de pensamiento y de conducta son iguales a los de cualquier otro que haya sido formado por la pedagogía de esta civilización. Y tanto es así que resulta indiferente el régimen en que este tipo humano actúe, sea en una sociedad capitalista o socialista, pues el resultado de sus actos, a la postre, será siempre el mismo.

Dicho en otras palabras, se trata de un ser cuya psique vertida enteramente hacia el exterior es la causa de por qué yace atrapado en la trama puramente material de la realidad, por lo que da muestras alarmantes de carecer de interioridad como si hubiese sido anulado el agente más eficaz (el espíritu) que lo capacita para su autosuperación mental y ética. Un ejemplo particularmente impresionante de esta grave anomalía psicológica puede hallarse en el hecho de las movilizaciones de miles de jóvenes, quienes pierden la vida en conflictos armados provocados, no por motivos patrióticos o de seguridad nacional, sino por el lobby de empresas petroleras, fabricantes de armas y servicios generales, como fue el caso de la reciente guerra de Irak.

Con todos estos antecedentes históricos, y solo recurriendo a ellos es que se puede entender que Chile sea un país en que las desigualdades sociales figuren entre las más injustas del mundo, que gran parte de su territorio haya sido saqueado por las industrias extractivas, que el agua, elemento primordial para nuestra supervivencia, haya sido privatizada y que gran parte de nuestro pueblo viva en una estrechez que lo mantiene al límite de lo soportable. También se pueden invocar esos antecedentes para explicar el porqué del bajo nivel de pensamiento de nuestra clase política y la pobreza formativa de nuestra educación, respecto de la cual se han hecho intentos para excluir de los programas de asignaturas a la Historia y la Filosofía.

En una mirada global de la sociedad chilena da la impresión que la carencia de un desarrollo interior ha empobrecido nuestra visión del mundo, del hombre y su destino. Por eso somos un país (una nación) donde ya no se confía en nadie, y se ha perdido el respeto más elemental en el trato de unos con otros.

Ante este cuadro, en cierta medida dramático, que hoy se puede describir sin temor a que se nos acuse de catastrofistas, pues esta dura realidad resulta evidente para la mayor parte de nuestro pueblo, como educador yo aconsejaría a nuestras autoridades revisar nuestras orientaciones pedagógicas. Esto con el objetivo de introducir en los programas de estudio asignaturas que tengan un carácter esencialmente formativo, poniendo énfasis en el propósito de dar a nuestros jóvenes una consistencia ética, como primera prioridad y, enseguida, entrar en el ámbito de desarrollo interior.

Esto en conformidad con los valores fundamentales que se pueden resumir en los conceptos de sabiduría y virtud, recurriendo para ello a la tradición oral sapiencial de nuestra cultura popular, en paralelo con las reflexiones sobre estos mismos temas de los grandes sabios reconocidos por la historia universal, tales como Confucio, Lao Tse, Sócrates y algunos pensadores modernos como Heidegger, Erick Fromm y Morris Berman.