• Revista Nº 169
  • Por Juan Luis Ossa

Columnas

El incierto papel de los partidos políticos

Hoy, la ciudadanía está más interesada en votar por causas particulares e identitarias que por razones estrictamente ideológicas, con la consecuente pérdida de influencia de los partidos tradicionales. Por su parte, el electorado no parece tener problemas en “transitar” de un espectro a otro, lo que dificulta el trabajo de los partidos al no tener sus dirigencias mayores herramientas de predicción política.

La independencia de Chile reestructuró por completo la convivencia entre los distintos grupos de poder surgidos al calor de la guerra civil entre “patriotas” y “realistas”. Si bien la historiografía reciente se ha encargado de complejizar dicha división, el hecho de que el conflicto haya derivado en la creación de dos ejércitos con proyectos antagónicos demuestra que la revolución de 1810 provocó una profunda grieta entre las huestes revolucionarias y contrarrevolucionarias.

Estas primeras agrupaciones no respondían tanto a los que conocemos como “partidos” cuanto a lo que en la época se denominaban “facciones”. Fue a partir de la segunda mitad del siglo XIX que los primeros partidos comenzaron a tomar el cariz actual: entre 1850 y 1887 se crearon los partidos Liberal, Conservador, Nacional, Radical y Demócrata. En el s. XX se fundaron, en tanto, partidos de izquierda y centroizquierda, como el Partido Comunista, el Socialista y el Demócrata Cristiano. Por su parte, la derecha se reunió en el Partido Nacional en 1966.

A pesar de sus diferencias, estos colectivos compartían algunas características. Así, por ejemplo, los partidos actuaban como el principal canal de mediación entre la ciudadanía y las autoridades. Tenían, además, formas de expresión ideológica similares, sobre todo mediante la prensa escrita y reuniones periódicas que podían ser multitudinarias. Finalmente, sus líderes solían transformarse en figuras nacionales gracias a su participación en las elecciones presidenciales. Ese fue el caso de Salvador Allende y Eduardo Frei Montalva.

Para 1970, el sistema de partidos estaba estructurado en tres tercios claramente identificables –derecha, centro e izquierda–, cuestión que se rompió al ser ilegalizados por la dictadura de Augusto Pinochet. Con la vuelta a la democracia, el sistema favoreció el funcionamiento de dos grandes bloques, uno de centroderecha y el otro de centroizquierda, lo que ha tendido a desdibujarse bajo el régimen proporcional aprobado en 2015.

Las reformas electorales de los últimos años arrojan luz sobre el funcionamiento de la política actual, así como sobre el cada vez más incierto papel de los partidos chilenos. En efecto, tal como ha quedado de manifiesto en la Convención Constitucional, la ciudadanía está más interesada en votar por causas particulares e identitarias que por razones estrictamente ideológicas, con la consecuente pérdida de influencia de los partidos tradicionales. Incluso más, el electorado no parece tener problemas en “transitar” de un espectro a otro, lo que dificulta el trabajo de los partidos al no tener sus dirigencias mayores herramientas de predicción política.

Hasta cierto punto, lo anterior no es necesariamente una mala noticia: las sociedades complejas requieren de distintas formas de participación para que las aspiraciones de los ciudadanos estén debidamente expresadas. De ahí que cada vez se oigan más voces exigiendo nuevas formas de involucrarse en la toma de decisiones; ese sería el caso de los plebiscitos comunales o regionales para resolver cuestiones de índole local.

Cabe preguntarse, no obstante, si estos estilos de democracia directa pueden perdurar verdaderamente en el tiempo, sobre todo en un país que, como Chile, ha construido su institucionalidad sobre la base de la democracia representativa, es decir, aceptando e incentivando que sean nuestros “representantes” los que nos “representen” en los espacios de “representación”. A pesar de que el sistema político seguramente será reformado para cumplir con las exigencias de una ciudadanía cada vez más consciente de sus derechos, es esperable y deseable que el régimen representativo siga cumpliendo una función relevante en la creación de políticas públicas. Sin los partidos y sin la democracia representativa es muy difícil organizar la convivencia pacífica de los diferentes proyectos políticos que legítimamente existen en el Chile de hoy.