en la fotografía un billete de 100 dólares en la fotografía un billete de 100 dólares
  • Revista Nº 158
  • Por Francisco Gallego y Sebastián Claro
  • Fotografías de Teresa Aninat y Catalina Swinburn

Especial

El modelo neoliberal cuestionado

En varias pancartas del estallido social se leían críticas contra “el modelo neoliberal”. Esto produjo un intenso debate a todo nivel, con defensores que presentaron cifras y argumentos que demostraban el crecimiento de Chile, a pesar de las desigualdades. Más allá de las percepciones de la calle, dos economistas entregan su análisis del fenómeno.

Mirar hacia adelante

Fotografía de Sebastián Claro

Sebastián Claro

La crisis actual ha abierto numerosas interrogantes sobre el devenir económico del país. Por de pronto, la economía ha sufrido un deterioro importante desde el 18 de octubre, con una caída anual promedio de 3,4% en octubre y noviembre pasados.

A esto se suman ahora las consecuencias económicas de la pandemia del coronavirus, que ha provocado estragos en la economía planetaria y que tendrá grandes consecuencias en nuestro país.

El deterioro en las condiciones económicas –especialmente de los más vulnerables– amenaza con profundizar un periodo de bajo crecimiento en el último quinquenio. En efecto, Chile viene mostrando signos de menor dinamismo hace más de una década, con una baja inversión y una productividad virtualmente estancada (Banco Central de Chile, 2017). Por algunos años, el auge de las materias primas hizo que la economía mantuviera un crecimiento importante, pero desde 2014 su menor potencia ha quedado en evidencia. Por ejemplo, el consumo por persona pasó de crecer a una tasa de 5,2% por año, entre 2004 y 2013, a solo 1,5% desde entonces.

Aunque el impacto económico en los próximos trimestres es muy preocupante, lo verdaderamente serio es que esta debilidad se alargue más allá de 2020. Si hasta septiembre el desafío para el crecimiento era sustantivo, el estado actual de las cosas amenaza con profundizar el problema. Por ello, la interpretación de la crisis y los diseños de políticas públicas que de ahí se deriven son fundamentales para que los problemas que aquejan a los chilenos encuentren soluciones buenas y no parches. La incertidumbre es alta, en parte, porque la violencia ha sido validada como un método legítimo. Ello hipoteca un proceso reflexivo de deliberación.

Cualquier perspectiva debe  partir  por  reconocer los tremendos avances en condiciones de vida logrados desde mediados de los años 80, en materias como ingresos, pobreza, salud y educación. Ello permitió a Chile pasar a liderar sistemáticamente la región. Hasta la desigualdad, herida que se arrastra desde el siglo XIX, ha venido disminuyendo (PNUD y Ministerio de Desarrollo Social, Gobierno de Chile, 2020). Quizás lo más destacable de esta tendencia –lenta pero sostenida– es que se da en un mundo donde la desigualdad ha avanzado en las últimas décadas. Hay fuerzas globales empujando en esa dirección y el país ha logrado –parcialmente– compensarlas.

Pero Chile sigue siendo una nación de ingreso medio. Los sueldos, que han tenido un sostenido avance, son insuficientes para muchas familias, al igual que las pensiones, que reflejan los bajos ingresos y el ahorro insuficiente. La educación ha mejorado en cobertura, pero los resultados son mediocres. Las deficiencias en el sistema público de salud son evidentes. La infraestructura, que tuvo un repunte, ha vuelto a quedar estrecha.

Una vez traspasado el umbral de la pobreza, nuestros referentes han cambiado y las metas se han vuelto más exigentes. Ello es positivo y, al mismo tiempo, desafiante, porque muchos de los problemas planteados no son fáciles de alcanzar. Lo clave, así, es lograr un equilibrio entre necesidades insatisfechas y un camino de progreso.

Quisiera enfatizar tres desafíos. Lo primero es que en nuestro país todavía nacen demasiados niños y niñas con pocas oportunidades. Esta es la principal traba a la justicia y al desarrollo. Aunque su realidad familiar no sea fácilmente modificable, el ambiente en los barrios, el tardío acceso a la educación y un sistema escolar de mala calidad sí lo son.

Está ampliamente documentado que el fortalecimiento de la educación temprana es clave en este proceso (Heckman, J., 2011). Y este esfuerzo no tiene etiquetas: no es “neoliberal” ni tampoco “socialdemócrata”. El Estado debe priorizar sus recursos en esta materia, que es la fuente de promoción social e igualdad más potente.

Un segundo desafío nace del mundo cambiante en el cual vivimos. La integración global y el cambio tecnológico amenazan muchos trabajos. En el futuro, la distinción entre los trabajos de alta calificación bien remunerados y los de baja calificación con menores salarios puede intensificarse como consecuencia de estas fuerzas (OECD, 2017). Nuevamente, aquí el esfuerzo educativo es de primer orden, en todas las etapas de la vida.

Es posible que ello no sea suficiente para asegurar estándares mínimos de acceso a servicios básicos. Por eso, el Estado tiene un rol que cumplir en asegurar un nivel mínimo de vida para aquellos que quedan rezagados. La clave es cumplirlo sin distorsionar la decisión de trabajar y educarse, y sin bloquear los beneficios de la adopción de tecnologías y su impacto en inversión.

Finalmente, las fuerzas globales apuntan a una mayor concentración económica, como consecuencia de economías de escala y de ámbito en muchas industrias (Melitz, M., 2018). En la actualidad, numerosas empresas ven amenazada su posición por la competencia.

En Chile hemos visto varios atentados a la libre competencia que han causado una justificada desafección. La libre competencia es un ingrediente clave de la sustentabilidad del sistema de mercado, ya que provee de legitimidad a sus resultados. Por ello, corresponde fortalecer el cumplimiento de reglas estrictas respecto de ella. Ahí radica parte de la fuente de crecimiento y la posibilidad de que las personas se beneficien de los cambios tecnológicos.

El Estado debe ser celoso en hacer cumplir sus normativas sin poner trabas al surgimiento de la iniciativa privada, ni pretender tomar un rol de proveedor de bienes y servicios. Muchos de estos desafíos requieren de más competencia y el rol del Estado debe estar enfocado en ello.

En la medida que la educación entregue las herramientas para desenvolverse en un ambiente altamente integrado y cambiante, que exista un estándar mínimo de vida para aquellos que quedan rezagados, y que el Estado no bloquee la actividad privada, sino que busque celosamente la libre competencia, entonces estaremos mejor preparados para los desafíos del siglo XXI.

Chile y su estrecho corredor al desarrollo

Fotografía de Francisco Gallego

Francisco Gallego

Los eventos que recientemente ha vivido Chile plantean una serie de interrogantes respecto de su modelo de desarrollo. Vale la pena partir argumentando que es difícil identificar en el mundo real “Modelos de Desarrollo” (así, con mayúsculas) que respondan a las definiciones de libros de texto y a la discusión de la calle. Más bien, los países tienden a tener mezclas que enfatizan de modos diferentes la resolución de disyuntivas entre estado-mercado-sociedad civil.

Un ejemplo en esta línea es Suecia. Allí se permite la existencia de escuelas con fines de lucro y que reciben financiamiento público. ¿Esto implica que este país, con un Estado de bienestar potente, tiene en verdad un modelo “neoliberal”? Probablemente no. Más bien posee un sistema que “mezcla” elementos diferentes para organizar sus políticas públicas.

Es por ello que en este ensayo tomaré una perspectiva diferente: plantearé una hipótesis académica sobre las causas fundamentales del desarrollo de largo plazo de los países (Acemoglu y Robinson, 2012 y 2019). En esta línea, las instituciones juegan un rol muy relevante, o sea “las restricciones ideadas por las personas que afectan las interacciones políticas, económicas y sociales” (North, 1991). Acemoglu y Robinson (2012) argumentan que existen aquellas que son inclusivas, que promueven el desarrollo y que implican “…restricciones al ejecutivo, un sistema judicial potente, la existencia de derechos de propiedad e instituciones que dan acceso igualitario a la educación y que garantizan los derechos civiles…”.

Lo contrario de estas entidades son las llamadas instituciones extractivas. Esta literatura documenta empíricamente que las políticas públicas se derivan de estas instituciones. Por ejemplo, si existen colusiones, estados ineficientes o pensiones bajas es porque las instituciones generan incentivos para que las políticas sean así. De esta forma, podemos ayudar a entender la situación del pasado, presente y futuro de Chile. ¿Cómo están sus instituciones?

 

Gráfico que muestra el PIB per cápita de América Latina respecto a Estados Unidos

 

Existen diferentes modos de medirlas, en casi todas ellas el país se encuentra en una posición intermedia: sobre los indicadores de América Latina, pero bajo los de los países con instituciones más inclusivas del mundo. O sea, no tiene instituciones extractivas, pero tampoco plenamente inclusivas.

En cierto sentido, esa ha sido la tónica de buena parte de la historia de Chile. Desde Portales en adelante, la estructura institucional chilena se ha armado en torno a una sociedad con orden, que ofrece estabilidad y ciertas condiciones básicas (que ciertamente nos diferencian de la región en que habitamos), pero que no ha sido capaz de avanzar en generar competencia y apertura a grandes masas (Acemoglu y Robinson; 2019).

Entonces, no es raro, tal como se observa en el gráfico 1, ver a una economía que nunca ha llegado a acercarse al PIB per cápita de los países más desarrollados. En términos comparativos, lo hacemos mejor que las naciones más importantes de la región, que más bien han divergido del desarrollo de los más ricos.

Pero es difícil pensar en tener más progreso sin mejoras hacia instituciones más inclusivas. Más aún, esta relativa falencia está correlacionada con la mantención de indicadores de desigualdad de ingresos relativamente constantes, en diferentes momentos de la historia (con solo algunas mejoras en la década de los 90), aun cuando han coexistido muy diferentes sistemas políticos (Gallego et al., 2019). Esto es justamente lo que predice la hipótesis institucional.

Si se toma esta definición, vemos que las áreas que se deben mejorar tienen que ver con la competencia efectiva que se produce en la sociedad y la apertura a nuevos grupos. Esta falta de competencia se refleja tanto en el sector político como en el económico. Esto no solo se manifiesta en la sensación de abusos asociado a aspectos de los sectores público y privado, sino también a otras dimensiones relacionadas con la productividad.

Tres ejemplos simples en esta línea: la literatura que documenta el rol desproporcionado de egresados de algunos colegios en decisiones económicas en Chile (Zimmerman, 2019); la persistente mala calidad relativa al mundo de la educación particular pagada en Chile, que atiende mayoritariamente a la elite (Agencia de Calidad de la Educación, 2019) y la existencia de baja productividad y ausencia de prácticas modernas de gestión en empresas familiares chilenas sin gerentes ajenos a la familia (World Management Survey y Lemos y Scur, 2013).

¿Qué hacer entonces? El texto de Acemoglu y Robinson (2019) agrega pistas importantes. Asegura que el logro de instituciones inclusivas es una tarea compleja. De hecho, la mayoría de los países no tiene este tipo de entidades, porque el proceso es complicado y las naciones que lo logran viven en una situación inestable, a la que denominan “pasillo estrecho”, que resulta de un equilibrio entre un Estado sólido y una sociedad civil activa y pujante. La sociedad civil empuja al Estado a respetar y expandir los derechos de las personas y lo limita, a la vez, para que sirva a las personas (y no a sí mismo). Las instituciones estatales, por su parte, canalizan a la sociedad para resolver conflictos y potenciar la colaboración, respetando la equidad y las libertades. Para eso se necesita un Estado impersonal, inclusivo y capaz.

Esta tensión creativa es la que lleva a las instituciones inclusivas y al desarrollo. Es una tensión porque implica en ocasiones conflictos. Los autores mencionan varios ejemplos en países donde la sociedad civil ha protestado de un modo similar a lo que hemos visto en Chile desde hace unos meses. Todo se juega en cómo el Estado es capaz de responder a esta tensión. Las sociedades que se mantienen en el estrecho corredor resuelven estos conflictos mejorando sus instituciones. De hecho, los autores argumentan que la crisis institucional de Chile que condujo a la dictadura militar es justamente un ejemplo de un momento en que no se supo manejar bien las tensiones y resolver el conflicto. Luego, los autores ponen a Chile de regreso en el estrecho corredor tras la recuperación de la democracia, los acuerdos de aquella época y el desarrollo de la década de los 90 y 2000.

Es posible notar cómo la evolución del desarrollo de Chile (ver gráfico 1) se relaciona con estos períodos: existe una divergencia desde mediados de la década de los 40, cuando las instituciones no resuelven las tensiones de la sociedad y convergencia desde fines de los años 80, en que la sociedad acuerda (donde muchos grupos ceden) un marco que permite acercarse al desarrollo.

¿Para dónde seguir? El libro presenta varios ejemplos exitosos. Todos implican negociaciones donde se cede y se llega a acuerdos: cambios institucionales y de políticas que recogen y formalizan demandas de la sociedad civil, pero que se hacen a través de las instituciones y no fuera de ellas. Como expliqué más arriba, probablemente hoy lo central tiene que ver con mejorar la competencia en la economía y en la política, a fin de responder mejor a las necesidades de las personas.

También con cambios importantes en las normas de la elite y la existencia de liderazgos políticos amplios. Lo anterior, excluye a la violencia del Estado y de la sociedad como forma de acción legitimada explícita o implícitamente.

PARA LEER MÁS.