El poder evangelizador del arte
Para lidiar con la miseria humana escribe versos. Para capturar la belleza del mundo pinta y toma fotos. Para acercar a los jóvenes a los dilemas filosóficos escribe obras de teatro. El nuevo arzobispo de Santiago, ingeniero civil de profesión, es una persona multifacética, que cree que la belleza de la vida es poder sacar los dones y entregarlos a los demás.
Hay varios lienzos en blanco. Hay pinturas y pinceles ordenados en un mueble. Y una bicicleta estática al centro de la pieza con una repisa encima para apoyar un libro o un cuaderno mientras se ejercita. Monseñor Fernando Chomali Garib, el nuevo Arzobispo de Santiago, de pie junto a la bicicleta, dice:
—No he podido usarla porque estoy con lumbago.
Cuando volvió a la capital, luego de 12 años como Arzobispo de la Santísima Concepción para asumir la Arquidiócesis de Santiago en diciembre pasado, eligió esta pequeña pieza al fondo de la casa ñuñoína que hoy es su residencia para convertirla en su taller.
—Hay una osadía de mi parte, digamos, un acto de rebeldía casi, de mostrar algo que podría pensarse que no es típico de un arzobispo –dice avanzando lentamente por la casa, hasta llegar a un amplio comedor, donde se sienta, luego de ofrecer un café.
Esto porque además de ser ingeniero civil, doctor en Sagrada Teología y máster en Bioética, pinta, saca fotos, hace documentales, escribe. Entre los libros que ha publicado hay dos obras de teatro: Hombre por catálogo y Al final. Y uno de poesía, Desde la plaza del alma, donde habla sobre un Dios que aparece y desaparece y que escribió –cuenta ahora– en un período de aflicción.
—Tuve una época muy triste de mi vida por distintas razones y, tal vez, lo que gatilló esa tristeza que me llevó a pedirle al Papa la renuncia varias veces fue el tema de los abusos. A mí los abusos me hicieron mucho daño porque es lo último que puede venir de un sacerdote, es la negación misma del sacerdocio. Yo tuve que hacerme cargo de muchos juicios canónicos, sacarlos adelante. Expulsé muchos sacerdotes. A esto se sumó un accidente laboral que tuvimos en una obra social que yo fundé. Y poco a poco empecé a escribir poemas. Un día se los mostré a un poeta de Concepción, que es bien conocido. Le pedí su opinión y me dijo que tenían valor. Los publiqué y se los mandé al Papa, mira la patudez. Y él me escribió una carta bien linda, que tengo que enmarcar.
—¿Qué le dijo el Papa en esa carta?
—Algo muy interesante: dice que a él le impresiona mucho la valentía de expresar sentimientos porque hoy día, no solo nadie los expresa, sino que nadie quiere aparecer vulnerable. Bueno, yo soy igual, me cuesta expresar sentimientos, pero ante esta miseria humana me salió esto.
“Soy experto en bullying”
Su gusto por la estética le viene de su padre Juan, quien era hijo de migrantes palestinos, una persona que describe como muy especial. “Fue uno de los primeros hijos de palestinos que entró a la universidad, a la Universidad de Chile. Llegó a ser un profesor universitario muy conocido en la escuela de Odontología”. Juan, recuerda ahora el arzobispo, tenía una sensibilidad artística impresionante. “Para él las cosas eran feas o bonitas, esas eran sus categorías. Logró tener una linda colección de pintura chilena, de platería, de alfombras. Era melómano también. De hecho, a los 65 años cuando dejó la universidad se dedicó a estudiar piano y a sus cinco hijos nos inculcó eso; casi todos nosotros tocamos algún instrumento”, relata.
En su caso, fue la guitarra, que estudió por años en la Academia de Música hasta que llegó un momento en que se dio cuenta de que no era lo suyo. “Después, cuando estaba terminando Ingeniería, entré a Arquitectura a hacer un taller. Porque esta búsqueda de lo estético me ha acompañado siempre, hasta hoy. Siempre trato de que los lugares sean bonitos, proporcionados. El color me gusta mucho, me da mucha alegría”, afirma.
—En Concepción, usted montó en la cárcel una exposición fotográfica llamada “Dios anda por estos lados, yo lo he visto”. ¿Causó algún efecto colgar fotos de paisajes al interior en la cárcel?
—Yo soy bien cercano a la cárcel, creo que allí se castiga mucho a los presos. La cárcel en Chile no solo te priva de libertad, te priva de cultura, de todo. Entonces siempre traté de hacer algo. Con esta exposición pasaron dos cosas: los internos estaban muy agradecidos porque estaba en un pasillo por donde pasaban todos los días. Pero, además, invité a personas a la inauguración que no habían ido nunca, porque la cárcel es un lugar del que nadie quiere saber; no se dan cuenta de que a cualquiera le pasan dos cosas y puede caer preso.
—¿Cree que llevar un poco de arte a la cárcel contribuyó al bienestar de los internos?
—Bueno, claro. Pienso que tenemos que solidarizar con estas personas, porque la verdad es que las oportunidades que tienen son muy pocas: de trabajar, de encontrar el sentido a su vida, de orientarse. Es bien dramático. Y lo que me parte el alma es que muchos son jóvenes. Para los Juegos Panamericanos les llevamos un televisor, les conseguimos con Movistar una antena y estaban tan contentos. Al final son vidas terribles. Después, esa exposición la llevamos a los colegios, a muchas partes, y terminó decorando la Lavandería Industrial 21, que es un proyecto con jóvenes con síndrome de Down que yo fundé en Concepción y todavía sigue funcionando muy bien.
—A propósito de esa Lavandería Industrial 21, ¿por qué se jugó tanto por hacer un proyecto de inclusión social con personas con síndrome de Down?
—Cuando chico yo era muy tartamudo. Mis papás estaban bien angustiados conmigo; no sabían qué hacer, me llevaron al psiquiatra, al psicólogo y la verdad es que les fue mal. Y caí en una escuela especial que quedaba en Antonio Varas. Después del colegio, almorzábamos y mi mamá me llevaba a esa escuela especial que era de una fonoaudióloga llamada Graciela Soto. Ahí había unos 15 jóvenes con síndrome de Down y yo era uno más. Yo estudiaba en la Alianza Francesa y evidentemente cuando eres tartamudo se ríen de ti. Yo soy experto en bullying y todas esas cosas.
—¿Se sentía más a gusto en la escuela especial?
–Lo pasaba bien porque todos teníamos problemas. Celebraban la Navidad en una casa preciosa de una de las mamás y me invitaban, me pedían que yo me disfrazara de Viejito Pascuero. Nunca me olvidé de eso porque era como mi segundo colegio. Cuando llegué como arzobispo a Concepción y supe que Chile es el país que tiene más cantidad de personas con síndrome de Down en América Latina, dije: “Voy a hacer algo”. Teníamos el sitio, me conseguí el dinero. Ha sido, lejos, la obra más premiada de Concepción, no hay ministro que visite la ciudad que no la pase a ver.
—¿Cómo superó la tartamudez?
—Cuando entré al seminario se me pasó. De hecho, no querían dejarme entrar por tartamudo (se ríe). Bueno, yo tenía clara que era mi vocación. Postulé, hice el examen psicológico, todo. Y me llamaron por teléfono para decirme que estaba bien, pero que estaba el problema de que era tartamudo: era complejo porque los curas predicamos, hacemos clases. Le preguntaron al obispo auxiliar, monseñor Valech, que dijo: “Que entre nomás y ahí vemos”. Y se me pasó. Fue bien milagroso porque no me ha vuelto.
La fe en un ser superior
Cuando entró al Seminario Pontificio Mayor de Santiago, en 1984, su familia no entendió mucho su decisión. “Vengo de una familia de inmigrantes, de trabajo, profesionales, empeñosos. Muy preocupados de sus hijos. No entendían mucho lo que pasaba. Para mi papá era una pérdida de tiempo, una cosa completamente fuera de lugar”, relata.
Ya desde la época del colegio tenía dos grandes inquietudes: la justicia social y la pregunta por la existencia y el ser. Buscaba respuestas en los libros porque era buen lector.
—Curiosamente, encontré en algunos autores una semejanza y han sido personas recurrentes en mi vida por esta… cómo explicar, esta búsqueda de nunca acabar de encontrarle sentido a las cosas, a las personas.
—¿Esa es una búsqueda espiritual?
–Absolutamente. O sea, terminas en el nihilismo más absoluto o haces referencia a un ser superior al que acoges. Y yo creo que no hay otra figura capaz de responder a las inquietudes más profundas del ser humano que Jesucristo. Otra cosa es que uno lo comprenda a cabalidad. Pero como propuesta, sin lugar a dudas que es insuperable.
—¿Qué autores leía cuando estaba con todas esas inquietudes?
—Bueno, los libros del colegio fueron muy bien elegidos: Hermann Hesse, Franz Kafka. Después incursioné mucho en Sábato. La poesía de Pablo Neruda siempre me pareció muy sugerente, en Vicente Huidobro encontré a un gran poeta. Luego he ido salpicando, aunque ahora he derivado más en biografías. Por ejemplo, un libro que leí y me causó gran impresión es sobre la vida de Steve Jobs, el drama de su propia existencia y su anhelo de superación.
—Parece estar al día con la lectura. ¿Sigue siendo un buen lector?
—Sí, ahora estoy más interesado en comprender lo que acontece. Hay un libro de un economista, Por qué fracasan los países, pienso que puede ayudar a entender el mundo en que estamos viviendo. Otro que me gustó harto es Ideas de perfil, de Carlos Peña, es una muy buena síntesis de la historia de la filosofía para comprender el hoy, un libro bien pedagógico. Y, por supuesto, los grandes teólogos: creo que Benedicto XVI es un teólogo de la primera línea, con una gran defensa de la razón humana para comprender el hoy. También me suscitan mucha simpatía Santo Tomás y la obra de Aristóteles, que es un clásico. Entonces, bueno, de una formación más bien cartesiana del colegio y la universidad he derivado a tratar de comprender el alma humana y, claro, por supuesto, La Biblia es el libro por excelencia.
—Usted hizo los dos últimos años de colegio en el Instituto Nacional, que en ese tiempo era un liceo de excelencia. ¿Le preocupa las malas condiciones en las que hoy se encuentra la educación pública?
—Claro, soy muy crítico de este exitismo chileno que se expresa, por ejemplo, en estos rankings de los “100 mejores colegios”. Evidentemente esos jóvenes que sacaron puntaje nacional hacen un esfuerzo, estudiaron, se esforzaron. Pero creo que sería interesante escuchar a los alumnos con los peores puntajes. Y te darás cuenta de que esa prueba es el test de cómo viven las personas: qué pasa con sus profesores o con sus barrios, porque es muy distinto vivir en un lugar donde hay silencio y hay árboles, que habitar un lugar con balaceras, donde las personas están hacinadas. Entonces pienso que lo que pasa en la escuela pública también pasa en los hospitales, en la justicia, en todas partes.
—¿Qué opinión tiene del Instituto Nacional hoy?
—Un desastre. Pero no solo el Instituto Nacional, sino todos los colegios públicos. En Concepción está la escuela Enrique Molina Garmendia que era el gran colegio, del que salieron diputados y senadores, y hoy prácticamente le quedan 300 alumnos. El Liceo de Niñas, de donde salieron grandes profesionales, está totalmente empobrecido. La escuela pública se ha pauperizado y creo que ha sido muy desastroso para el país. Yo creo en la escuela pública porque mi padre estudió en una en Chépica y en San Fernando y luego entró a la Universidad de Chile. De hecho, mis cuatro hermanos son de la Universidad de Chile, menos yo que estudié en la Universidad Católica.
—Ha escrito dos obras de teatro que abordan temas complejos y contingentes como son el embarazo usando gametos comprados y el ensañamiento terapéutico…
—Hace 23 años pertenezco a la Pontificia Academia para la Vida, que trata todos los temas vinculados a la bioética y de qué manera la iglesia colabora en la reflexión de todos los cambios que se han producido en materia de la ciencia, de las tecnologías médicas. Ahora ha sido interesante porque ha derivado en temas que hace veinte años eran impensables. Por ejemplo, la inteligencia artificial, la robótica, la nanotecnología. Este año me pidieron exponer sobre el arte como método pedagógico para la enseñanza de la bioética.
—¿Cree que el arte puede ser formativo en esas materias?
—Yo me he dado cuenta de que a los jóvenes les resulta cada vez más difícil el pensamiento metafísico, filosófico, entonces es mucho mejor hacer una bioética en primera persona; es decir, mostrar cómo alguien vive una situación compleja. Entonces escribí una obra de teatro que se llama Hombre por catálogo, que trata de un joven rubio, que mide 1,80 y tiene un papá moreno, de baja estatura. Un día el joven le dice al padre: “Explícame esta situación, yo te reconozco como mi papá y te quiero mucho, pero esto es muy raro”. El papá se niega, pero el joven insiste: “Quiero conocer la verdad”. Y resulta que fue un hijo in vitro de embriones congelados de un país nórdico. El papá era un tipo arribista y dijo “Si puedo elegir, para qué voy a escoger a un moreno como yo, siendo que en la sociedad se valora más a los rubios y altos”.
—¿Qué efecto causó en los jóvenes esa obra de teatro?
—Les impresiona. En una clase una alumna contó que había encontrado unos papeles de una fecundación in vitro en su casa y que les había preguntado a los papás cómo había sido la cosa: si los gametos eran de ellos, si eran prestados o comprados.
—Su otra obra de teatro, Al final, trata del ensañamiento terapéutico…
—Es la historia de un hombre de 50 años al que le descubren un cáncer y en tres meses tiene que rehacer su vida: tenía muy malas relaciones con su esposa e hijos, con la sociedad entera. Lo único que había hecho era competir toda la vida. Y empieza toda una aventura de reconocerse quién era él y darse cuenta de que la familia era lo único que tenía. Aparece el tema del ensañamiento terapéutico, porque hoy nos cuesta mucho aceptar la muerte y el sufrimiento, entonces ¿qué hacemos? Creemos que los médicos son unos inoperantes y nunca reconocemos que estamos mal. En fin, siempre me estoy inventando cosas. Ahora hice un documental sobre los detenidos desaparecidos que es parte importante de la defensa de la vida. Esta vocación es súper absorbente y el asunto es que al final los espacios que tienes para hacer lo que te sale del corazón es cada vez menor, y yo trato de dármelo.
—Y lo que brota de usted es eso…
—Hay una cosa que me parece relevante: el sacerdocio no te corta las alas, sino que te las potencia. Te hace descubrir realidades que muchos no quieren ver. Descubrir que la belleza de la vida es poder sacar tus dones y carismas y entregarlos a los demás, pero yo no sé qué efecto tendrá.
—¿Cree que el arte tiene un poder evangelizador?
—Absolutamente.