Detalle obra de Nemesio Antúnez Detalle obra de Nemesio Antúnez
  • Revista Nº 163
  • Por Daniel Brieba
  • Obras de Nemesio Antúnez, gentileza de Galería Animal

Especial

La Constitución: el texto que une la diversidad

Distribución de poder, igualdad, cohesión social son algunos de los fines de las constituciones a lo largo de la historia. Su comprensión nos ayuda a relevar el camino en el que Chile se encuentra inmerso, para regenerar así nuestro afecto y lealtad a sus instituciones. Si logramos que Chile renazca a partir de una idea del “nosotros” que despierte nuestro orgullo cívico, el proceso constituyente podría anotarse un triunfo de proporciones.

En este artículo quiero sugerir  cuatro usos o fines de una Constitución Política moderna para luego reflexionar, brevemente, sobre su pertinencia en la discusión constituyente actual. Los objetivos que propondré no son novedosos, pero me parece que al separarlos analíticamente y ver cómo se superponen podemos entender mejor el origen de cada uno y ver por qué son importantes por separado. A partir de esta observación, sugeriré que sería un error centrarse solo en algunos temas especialmente salientes –como los derechos sociales–, ya que ello arriesga frustrar o descuidar avances en otros fines constitucionales similarmente importantes.

Si bien la noción ha evolucionado a lo largo del tiempo, la idea misma de una Constitución política es muy antigua. Según Aristóteles (gran coleccionista de estos textos), esta se definía como “el orden de una polis y de sus distintas magistraturas”. También la entendía como algo indistinguible del régimen político y, por ende, una Constitución (politeia) es asimismo “una organización de las magistraturas en las ciudades, cómo están distribuidas, cuál es el órgano soberano del régimen y cuál es el fin de cada comunidad”. En este sentido es que nosotros hablamos, por ejemplo, de una Constitución democrática o de una Constitución monárquica.

En la actualidad, el corazón de una Carta Fundamental sigue siendo el señalado por Aristóteles: la organización del poder político, es decir, el establecimiento de este y su distribución en distintas ramas y cargos, de acuerdo a lo cual se permite a estos cuerpos ejercer autoridad sobre determinadas materias. Así, por ejemplo, se especifica quién y cómo cumplirá las funciones legislativa, ejecutiva y judicial; cuál será su régimen político; cuál será la organización territorial del estado (unitario o federal), y así sucesivamente. Sin estas reglas (escritas o no) sobre quién tiene autoridad para decidir sobre qué asuntos en nombre de la comunidad como un todo, no habría poder propiamente político o público, sino solo relaciones privadas de protección y dominación.

De aquí se deriva el primer uso o función de una Carta Fundamental: organizar, asignar y distribuir el poder político mediante reglas públicas y estables, dicha sociedad gana en capacidad de acción colectiva. El poder político así organizado y legitimado puede ahora usarse para procurar de mejor manera los fines tradicionales de la asociación política: la seguridad interna y externa, la asignación de derechos de propiedad, la promulgación y cumplimiento de las leyes y otros bienes públicos. Por supuesto, algunas distribuciones de poder serán más igualitarias que otras (monarquía versus democracia), y algunas serán más eficaces que otras. Pero el punto básico es que las constituciones generan poder público para lograr fines que individualmente no podríamos conseguir. En honor a las citas de arriba, llamemos a esta la función aristotélica de las constituciones.

Toda Carta Fundamental moderna, sin embargo, tiene un segundo elemento esencial. En efecto, si esta dijera (por ejemplo) que todas las funciones ejecutivas, legislativas y judiciales recaen en la reina, quien tiene el poder absoluto para hacer y juzgar a voluntad, se podría decir que esta es una especie de “Constitución” (pues asigna los poderes, en este caso, a una sola persona), pero jamás diríamos que ese régimen es una monarquía “constitucional” (este ejemplo es adaptado del filósofo canadiense Wilfrid Waluchow, 2018).

Lo que distingue al constitucionalismo moderno es, justamente, la idea de que el propio gobierno está sujeto y restringido por las reglas constitucionales que, efectivamente, limitan su poder y no puede remover a su antojo. Las ideas de estado de derecho, gobierno limitado y derechos civiles judicialmente protegidos (contrario a la detención arbitraria, libertad de movimiento y asociación, etc.) derivan de aquí. Llamemos a esta función protectora de la libertad individual (contra la tiranía y la arbitrariedad del gobierno) la función lockeana de las constituciones (en honor a John Locke y su defensa de estas ideas en Segundo tratado sobre el gobierno civil).

LIBRES E IGUALES

Así como la segunda función es esencialmente liberal, la tercera es republicana-democrática. Las constituciones modernas, derivadas de la tradición estadounidense y de la Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa, buscan fundar una comunidad política “justa” basada en los valores de la libertad y la igualdad. Tienen, en otras palabras, una aspiración democrática basada en un sustrato político-moral ilustrado. Esto las sitúa en estricta oposición a la idea premoderna de desigualdad natural entre individuos y a las jerarquías opresoras que esa desigualdad legitimaba.

Por ello, en las constituciones modernas los poderes que se establecen y los derechos que se asignan son vistos como formas concretas de hacer realidad estos valores políticos fundantes. Así, ellas buscan expresar, encarnar y materializar el ideal político de una comunidad democrática donde todos son libres e iguales. Llamemos a esta la función “rousseauniana” (en honor a Jean Jacques Rousseau y su articulación de la sociedad política como una comunidad de personas libres e iguales, en El contrato social).

 

Obra Nemesio Antúnez, M-2. Técnica aguafuerte, 76 x 56 cm.

LO QUE NOS UNE

Por otra parte, sugiero una cuarta función que podrían cumplir las constituciones democráticas contemporáneas. En las sociedades actuales hay mucha mayor diversidad cultural y valórica que incluso en las sociedades del siglo XX. Las identidades individuales son muy heterogéneas y, al ser parte de una sociedad liberal, no se impone públicamente un patrón único o ideal respecto a lo que es la mejor manera de vivir. Por lo mismo, aparece en ellas de forma más acuciosa que antes la pregunta por el “nosotros”, es decir, qué es lo que une a personas distintas que, sin embargo, deben concordar reglas comunes de convivencia y sentir también lealtad al país y sus leyes. Antiguamente, la identidad étnica o religiosa solía ser ese pegamento social. Después del siglo XX y sus guerras esas opciones nos parecen moralmente poco atractivas. En estas circunstancias, la adhesión a ciertos valores políticos universales como la democracia, la libertad, la igualdad y otros afines, y su encarnación en las instituciones y prácticas concretas de un país, podrían ser ese factor de unión –delgado pero real– entre personas muy disímiles. Esta idea de generar algún grado de cohesión social por medio del patriotismo constitucional –el amor al propio país por sus valores e instituciones políticas– es la cuarta misión que una Constitución podría cumplir: la función habermasiana, dedicada a su más famoso defensor, el filósofo Jürgen Habermas.

 

M-2. Técnica aguafuerte, 76 x 56 cm.

EL CORAZÓN DE LA CONSTITUCIÓN: LA ORGANIZACIÓN Y DISTRIBUCIÓN DEL PODER POLÍTICO

Hemos visto que las constituciones contemporáneas instituyen, organizan y distribuyen el poder político; lo limitan garantizando derechos y libertades individuales bajo el imperio del Estado de derecho; proclaman y buscan materializar una comunidad política mínimamente justa basada en los ideales de libertad e igualdad; y podrían generar algún grado de unión y cohesión social en sociedades diversas en la medida en que susciten o construyan cierto grado de patriotismo constitucional. No es poco.

En Chile, la discusión ha tenido un foco muy preponderante en torno a los derechos sociales y su materialización dentro de la nueva Constitución. Dado el contexto desde el que nace este proceso –el estallido social– es natural que este asunto domine las conversaciones, ya que, sin duda, es muy relevante. Dentro del esquema recién propuesto, la idea de los derechos sociales puede ser vista como una extensión de la idea liberal clásica de derechos individuales (la función lockeana), pero con el fin de materializar o realizar la idea democrática de igual ciudadanía (la función rousseauniana).

Con todo, si el debate se queda solo ahí perderíamos la oportunidad de pensar más a fondo sobre la primera y la cuarta función. Ambas son clave, pero por razones distintas. En el caso de la primera, el punto es que a pesar de las capas adicionales que se han ido sumando a lo que una Carta Magna es y hace, la organización y distribución del poder político sigue siendo el corazón mismo de la idea constitucional.

Si se modera o se cambia el régimen presidencial o si se modifica la distribución de atribuciones entre el centro y las regiones, ambas acciones tienen consecuencias de primer orden sobre cómo se estructura el proceso político y la calidad de nuestra política. Según destaca Roberto Gargarella, las constituciones latinoamericanas recientes han, paradójicamente, expandido el conjunto de derechos a proteger manteniendo el esquema decimonónico de un poder político concentrado en la figura presidencial. Si no se producen cambios en lo que él ha llamado la “sala de máquinas” constitucional o se generan modificaciones disfuncionales en ella, el tren de los derechos podría no llegar muy lejos.

Finalmente, si algo ha mostrado el estallido social (2019) y el descrédito generalizado de los partidos políticos es que el ciclo político iniciado en 1990 ha llegado a su fin. Qué lo reemplazará está enteramente abierto. Forjar nuevos consensos políticos de largo plazo será una tarea ardua y que tomará probablemente mucho más tiempo del que durará el proceso constitucional.

No obstante, dicho proceso es el lugar obvio por dónde empezar. En ese sentido, llevar a cabo un desarrollo inclusivo y dialogante –entre constituyentes y también entre estos y la ciudadanía– sería la manera de empezar a forjarlos. Lo que surja de un proceso así –horizontal y dialógico, pero todavía imperfecto– tiene al menos el potencial de convertirse en el comienzo de un consenso normativo básico entre todos los chilenos.

Esta función habermasiana de las constituciones aparece, en este momento histórico, como singularmente importante: lograr reencontrar o reconstruir las bases comunes de nuestra convivencia y regenerar así nuestro afecto y la lealtad a nuestras instituciones. En redes sociales a veces se lee la expresión llena de frustración: “Que se acabe Chile”. Si por el contrario pudiéramos anhelar un renacimiento del país a partir de la idea del “nosotros”, que despierte nuestro orgullo cívico, el proceso constituyente se habría anotado un triunfo de proporciones.

PARA LEER MÁS.

  • Gargarella, R.; “El nuevo constitucionalismo latinoamericano”. Estudios Sociales, año XXV, nº 48, pp. 169-172 (2015).
  • Laborde, C.; “From constitutional to civic patriotism”. British Journal of Political Science, Vol. 32(4), pp. 591-612, 2002.
  • Waluchow, W.; “Constitutionalism”. The Stanford encyclopedia of philosophy (Spring 2018 Edition), Edward N. Zalta (ed.). Aristóteles, Política, Libros III,6 y IV,1.