
El último de los naturalistas
Es antropólogo y arqueólogo. Sabe de Botánica, Zoología, Entomología y Geografía, por solo nombrar algunas ciencias. Conoce como nadie cada caleta, pueblo y ruina del Norte Grande. Y por si fuera poco, durante 20 años perteneció a la Compañía de Jesús.
De casi 86 años y vestido cual Indiana Jones, Horacio Larraín Barros sube y baja cerros como nadie. Observa, camina, se detiene. Recoge bichos, rocas, plantas, artefactosylosdescribecon gran detalle, pero siempre con tal pasión, que es imposible que su interlocutor no se deje cautivar. Es, probablemente, una de las personas que mejor conoce el desierto de Atacama.
Pero el camino que lo llevó hasta convertirse en un hombre de ciencia fue intrincado. Durante sus años en el colegio San Ignacio de Alonso Ovalle el Padre Hurtado se transformaría en su director espiritual. “Tenía una capacidad increíble para entusiasmar a los jóvenes y varios nos encantamos con la idea de la vocación”, recuerda. Por eso, al terminar sus estudios secundarios en 1944, el joven Horacio entró al noviciado jesuita.
Allí tuvo un periodo intenso de estudio, pero no solo de las materias concernientes a su formación de seminarista. Curioso y observador, se sentía “picado” por ese “bichito” que es la ciencia. Un interés, primero tímido, y que luego ya no pudo contener. Varios fueron los maestros que incentivaron esa pasión.
Luis Peña Guzmán, experto entomólogo, lo invitó a acompañarlo a estudiar los insectos trepando los cerros, que en esa época Horacio recorría vestido de sotana. También el padre Francisco Gun Bayer, sismólogo, lo vinculó con la sociedad científica de la época. “Ambos son culpables de esta vocación científica que tengo”, afirma enfático.
En los años 50 partió a Argentina donde cursó Licenciatura en Filosofía en la Universidad de San Miguel. Luego, continuó con sus estudios de Teología en Alemania y Austria. Ahí se le abrió el mundo. Recorrió Europa, tuvo la posibilidad de aprender idiomas, pasó un par de temporadas en Inglaterra, vivió un año en Francia y conoció las ruinas griegas y romanas. Se volvió loco apren- diendo de las culturas de la antigüedad. Y continuó profundizando sus conocimientos científicos. “En Innsbruck tomé todos los cursos que encontré de ciencias naturales, biología, botánica, geología, incluso glaciología”, cuenta.
“Eran unos viajes homéricos, por unos caminos terribles que recorríamos en un viejo jeep que tenía el padre Le Paige”, cuenta Horacio. Ahí se enamoró del norte. “Me fascinó el modo de ser de los pueblos, sus tejidos, sus cerámicas, su cultura”.
En uno de esos paseos se reencontró, después de haberse conocido durante el seminario, con el padre Gustavo Le Paige, experto en cultura atacameña, quien era párroco en San Pedro de Atacama. “Como yo sabía algo de francés, me había transformado en su intérprete cuando él recién había llegado a Chile”, explica.
Comenzó a acompañarlo en sus visitas a las comunidades locales. “Eran unos viajes homéricos, por unos caminos terribles que recorríamos en un viejo jeep que tenía el padre”, cuenta Horacio. Ahí se enamoró del norte. “Me fascinó el modo de ser de los pueblos, sus tejidos, sus cerámicas, su cultura”, y agrega: “Fue por esos contactos que nació, sin duda, mi vocación por la Antropología”.
También tuvo la oportunidad de tomar cursos de verano en la Universidad Católica de Valparaíso. Incluso se inscribió en algunos ramos de Biología en la UC. “Sentía un amor por la naturaleza en todas sus formas, al estilo de los antiguos naturalistas”, confiesa. “Me quería dedicar a la ciencia, aunque no sabía muy bien si estudiar Arqueología o Biología. Los jesuitas trataron por todos los medios que no lo hiciera”, dice. En 1964 tomó la decisión que marcaría su vida para siempre. “Fui a hablar con el provincial, en ese tiempo el Padre José Aldunate, y le expuse mi decisión de abandonar la Compañía”, y añade: “Esos años de jesuita fueron para mí una experiencia fabulosa. Gran parte de lo que he sido, de lo que soy, se lo debo a la Compañía de Jesús”.
Volver a empezar
Luego de este gran cambio, a los 35 años se consiguió una beca y partió a estudiar Arqueología a la Universidad Nacional Autónoma de México. “Tuve que empezar de cero, porque no me reconocieron nada de mis estudios anteriores”, cuenta. Sus compañeros eran más de quince años menores que él, pero entabló muy buenas relaciones. “Hasta el día de hoy mantengo amistad con varios de ellos”.
Dos años después de instalarse en México apareció Cristina. Una profesora de Historia a quien había conocido en el museo de Antofagasta. “Teníamos los mismos gustos”, dice. Por esos años la relación solo había quedado en amistad. “Ella se consiguió una beca y llegó sola”, aclara. “Pero estando allá pasó lo que tenía que pasar”, agrega Horacio con una sonrisa pícara.
La joven pareja decidió casarse en México. Aunque la novia debió tener paciencia. Para formalizar la relación, Horacio debía pedir la dispensa papal a Roma. Eran los años previos al Concilio Vaticano II, es decir, antes de la modernización de la Iglesia. Un tío sacerdote, Monseñor Manuel Larraín, intercedió por ellos en Roma. La dispensa llegó dos años después y se casaron en la catedral de Cuernavaca, bendecidos por el propio obispo Monseñor Sergio Méndez Arceo. Fueron años intensos de estudio. Recorrió prácticamente todos los estados mexicanos, desde el Pacífico al Atlántico, conociendo sus tradiciones, los pueblos coloniales, el legado maya y azteca, y las ruinas de numerosas etnias y civilizaciones que poblaron la zona. Entremedio, vivió un tiempo en Otavalo, un pequeño poblado de Ecuador, hasta donde llegó en auto tras siete días de viaje. “Fue toda una experiencia”. Rindió su examen de grado el mismo día que nació su pri- mera hija, María Cristina, obteniendo su magíster en Arqueología en enero de 1970. Fue el primer arqueólogo chileno titulado en esta especialidad.
“¿Y ahora qué hacemos?”, se preguntó la pareja. Horacio tenía 39 años y estaba recién graduado. Justo en ese momento aparecieron dos profesores reclutando estudiantes para un nuevo doctorado en Antropología Cultural en la State University of New York. “‘Yo me inscribo’, dije inmediatamente. ‘Pero tú no eres mexicano’, me respondieron. ‘¿Y qué?’, repliqué”. Así fue como este científico, su mujer y su hija, partieron a Estados Unidos, donde vivieron tres años. Allí se encontró con un arqueólogo, Edward Lanning, amigo del padre Le Paige, quien había estudiado por años el desierto de Atacama. “Apenas me vio me convirtió en su ayudante”, cuenta. “Fue una experiencia muy rica”.
“La relación entre la Antropología y la Geografía me pareció maravillosa. Se amplió mi centro de interés al territorio completo, llegar a entenderlo como el locus (lugar) donde el ser humano hace la cultura”.
De vuelta a Chile
Tras terminar el doctorado, el matrimonio decidió regresar a la tierra natal. “Llegamos a un país revuelto”, afirma. Corrían los primeros años de la década del 70. Se instalaron primero en el norte, en Arica, donde Horacio se desempeñó como director del Museo de Azapa. Pero el trabajo solo duró un año. Entonces quisieron probar suerte en Santiago. “Toqué las puertas en todas las universidades”, recuerda. Hasta que una se abrió… en la UC, más precisamente en Geografía. “Me recibió Hugo Bodini, el director de ese entonces, uno de los fundadores del instituto. Por esos años él había formado un taller de estudio sobre el desierto de Atacama y como yo venía del norte, me dijo que me iba a contratar”.
Así empezó su carrera de académico, con apenas seis horas, en marzo de 1973. En agosto de ese año lo contrataron a tiempo completo. También le asignaron una joven geógrafa como ayudante: Pilar Cereceda, con quien no solo llegaría a desarrollar una fructífera labor de inves- tigación, sino también una entrañable y duradera amistad.
“Al contactarme con los geógrafos encontré lo que quería: una visión integral del espacio”, explica. Le fascinó la rama de la geografía humana: el poblamiento del territorio, las distintas formas de habitar y todo esto vinculado con la Ecología. “La relación entre la Antropología y la Geografía me pareció maravillosa”, agrega. Tomó todos los cursos que pudo. “Se amplió mi centro de interés al territorio completo, llegar a entenderlo como el locus (lugar) donde el ser humano hace la cultura”.
Integró el Taller del Norte Grande, el que luego lideró. Fue también el primer director de la revista Norte Grande, vi- gente hasta hoy y actual publicación ISI de la UC. “Los primeros números fueron completamente interdisciplinarios, incluyendo trabajos de economía, historia, arquitectura, antropología, biología y geografía”.
Un día de vacaciones en el norte (ene- ro 1980), llegó hasta El Tofo, en la Cuarta Región, en cuyos cerros no solo se encontraban las instalaciones, por ese entonces recién deshabitadas, de un campamento minero, sino que también enormes árboles de eucaliptus en medio de la aridez. ¿Cómo podía existir allí un bosque? La responsable –lo supo después– era la niebla, densa y abundante, que cubría el lugar por las tardes y las noches.
“Inmediatamente llamé a Pilar. ‘En- contré un lugar maravilloso para estu- diar la niebla’, le dije”. Para allá partieron, unos meses después, con sus familias y alumnos incluidos. En mayo de 1980 se les ocurrió probar un prototipo de atrapanieblas, consistente en un cilindro de un metro de alto y más de mil hilos finos de polietileno. “Lo instalamos a media loma, hasta donde pudimos alcanzar entremedio de los matorrales. Con el tiempo nos daríamos cuenta que ese no era ni el mejor lugar ni el más más adecuado para captar la neblina. Pese a todo, el aparato había recogido cerca de cinco litros de agua. ¡Eureka!, gritamos. Fue muy emocionante”.
Pero lo que lo mantiene más ocupado es su blog científico, que creó a instancias de sus alumnos hace seis años. “Tiene seis mil visitas al mes y 480.000 en total”, cuenta orgulloso por estar actualizado en las últimas tecnologías.
Un mar de niebla
Un amigo biólogo le habló de un lugar solitario donde podría encontrar insectos raros debido a su afición por la entomología. “Es difícil llegar”, le advirtió. Provisto de un croquis hecho a mano, partió 65 kilómetros al sur de Iquique y se internó por una huella que se encaramaba por los cerros. “Mi auto ni siquiera tenía tracción, no sé cómo subimos”, dice. Pero el esfuerzo valió la pena. No solo encontró lo que buscaba, también flora endémica, restos arqueológicos y un verdadero mar de niebla, que se formaba en el océano, ascendía y se adentraba en el territorio cubriéndolo todo, dejando escapar minúsculas y valiosas gotas de agua. Llamó a Pilar Cereceda. Ese fue el comienzo de lo que es hoy la Estación de Campo “Carlos Espinosa Arancibia” en Alto Patache, base de operaciones del Centro del Desierto de Atacama UC en el desierto iquiqueño.
Prácticamente alejado hoy de la labor universitaria, Horacio Larraín continúa activo. Junto con disfrutar de su vida fa- miliar con su segunda señora y visitar a sus dos hijos, una en Buenos Aires y el otro en Santiago, dirige tesis de algunos alumnos y va donde lo inviten a dictar charlas sobre el desierto de Atacama, sus riquezas y misterios. Además, junto a otros colegas de la Universidad Arturo Prat se encuentra trabajando de lleno en un proyecto que busca poner en valor un antiguo camino que utilizaban los incas (Qhapaqñan), hasta ahora desconocido, y que fue una alternativa a la ruta conocida del altiplano de Ta- rapacá. “La idea es que las pequeñas localidades lo puedan aprovechar como un punto de atracción turística”, dice. Pero lo que lo mantiene más ocupado es su blog científico, que creó a ins- tancias de sus alumnos hace seis años. “Tiene seis mil visitas al mes y 480 mil en total”, cuenta orgulloso por estar actualizado en las últimas tecnologías. Y es que no deja de sorprender. “Mi vida ha sido excepcionalmente rica en experiencias. No ceso de dar gracias a Dios por ello”, enfatiza.
Su cruzada por los pueblos originarios
Luego de su salida de la universidad en 1983, le tocó hacer de todo. Desde traductor a periodista. “Ahí me di cuenta de la importancia de la divulgación científica. Que no sirve de nada publicar un artículo en una revista científica si ese conocimiento no llega a la gente común. Descubrí que mi vocación era poner la ciencia al alcance de todos, que las personas pudieran alcanzar el conocimiento. Lo otro es avaricia espiritual, simplemente”, dice enfático. Escribió decenas de artículos en El Mercurio, en la entonces revista Creces y en diversos medios de comunicación de circulación nacional y local. En eso estaba cuando fue contratado para enseñar antropología filosófica en la carrera de Educación de la Universidad de Antofagasta. Allí, gracias a los primeros proyectos Fondecyt, pudo recorrer prácticamente todos los pueblos atacameños y conocer sus problemas. Inició una verdadera cruzada para que la Ley sobre pueblos originarios los reconociera como tales, lográndolo tres años después. “Habían perdido su lengua, el kunza y parte de su identidad cultural”, afirma. Por eso les mostraba diapositivas con sus propias tradiciones y costumbres, como una forma de incentivar el amor por sus raíces. Además, junto a un grupo de profesionales, formaron la agrupación Likan Kunza (nuestro pueblo), para defender sus derechos de agua amagados por las mineras de la zona.
Un día, en 1993, recibió un insólito llamado telefónico del entonces rector de la Universidad Arturo Prat de Iquique para ofrecerle una interesante propuesta: dirigir la nueva carrera que formaría profesores interculturales bilingües. Tarea que ejerció durante tres años. “Todavía hay docentes de origen atacameño y aimara formados por nosotros haciendo clases en escuelas rurales en Chiu Chiu, Toconao, Peine, San Pedro de Atacama y otros pueblos de Tarapacá”, relata.