
El valor de lo sagrado
El mes recién pasado vio la luz una ambiciosa publicación que conmemora los 70 años del hallazgo del cuerpo momificado de un niño inca de aproximadamente ocho años: El niño del cerro El Plomo (Ediciones UC, Corporación Cultural de Lo Barnechea, 2025). La publicación reúne una serie de textos de investigadores nacionales e internacionales, y busca poner de relieve su valor científico y patrimonial.
El niño habría sido ataviado y depositado en el cerro sagrado en el marco de una ceremonia llamada Capacocha. Desde el momento de su hallazgo, el niño de El Plomo fue ubicado en el Museo de Historia Natural de Santiago, donde ha sido conservado y estudiado hasta nuestros días. En el momento de su hallazgo no existía una ley de protección patrimonial. Hoy, sin embargo, nuestro país ha ido adquiriendo una mayor sensibilidad respecto de las reivindicaciones de comunidades indígenas, que en muchos casos solicitan la devolución de estos bienes. De aquí surge la legítima discusión sobre hasta qué punto se puede patrimonializar bienes que para ciertas comunidades poseen una función ritual, la cual se ve vulnerada al convertirlos en objetos de museo.
No es el fin de esta columna entrar en esta discusión. Sin embargo, me gustaría esbozar como telón de fondo una reflexión sobre el valor ritual de ciertos bienes. En particular, querría plantear la importancia que las creencias de los pueblos indígenas tienen para nuestra identidad pluricultural, y cómo su bienestar y la preservación de sus culturas debería ser un imperativo para una institución como la Iglesia Católica.
El bienestar de estas comunidades y la preservación de sus culturas debería ser un imperativo para una institución como la Iglesia Católica.
Uno de los aspectos fundamentales del aggiornamento o “puesta al día” de la Iglesia con el Concilio Vaticano II es, justamente, la valoración de otras religiones, bajo el entendido de que el Espíritu de Dios se manifiesta a las personas de buena voluntad, incluso fuera de los límites de la religión cristiana. En este sentido, la semilla de la Palabra de Dios también se encuentra en otras tradiciones religiosas, lo cual implica no solamente una actitud de tolerancia y respeto, sino el imperativo de conocer esa Palabra de Dios que puede hacer crecer la Iglesia en una comprensión más profunda de la acción de Dios en la historia.
A partir del encuentro de Medellín en 1968, esta llamada al diálogo interreligioso adopta un tenor particular en América Latina, donde el interés por el mundo indígena, además, viene impulsado por el mandato de atender a las comunidades más precarizadas de nuestra región. Este proceso de valoración alcanzó un punto cúlmine durante el pontificado del Papa Francisco, en el que la filosofía del “buen vivir” de los pueblos indígenas se convirtió en un referente para la Iglesia a la hora de asumir desafíos como la crisis ecológica. Se trata de valorar su forma de vida y tomarla como punto de referencia. En esta misma línea, la Iglesia de la región solo puede comprenderse en su relación con los pueblos indígenas, que fueron el sedimento cultural para el anuncio del evangelio. Así, los católicos de América Latina estamos llamados a reconocer esos trazos indígenas de nuestra fe.
El niño de El Plomo tiene mucho que enseñar a la ciencia, pero también a la Iglesia de Chile. por su parte, desde su posición hegemónica, la Iglesia puede ayudar a comprender la importancia y el debido respeto que se debe a la experiencia de lo sagrado, aun cuando se trate de otra comunidad religiosa.