• Revista Nº 174
  • Por Raimon Ramis
  • Obra de Alfredo Jaar

Especial

Elegía a la ambigüedad

La cultura como espacio tiene una importancia vital para prevenir las enfermedades sociales y políticas que nos llevan a los grandes y devastadores conflictos que hemos vivido. Ahora bien, imponer una cultura sobre la otra es una manifestación más de la intolerancia a la ambigüedad y abrimos el camino a la polarización y el enfrentamiento. A 50 años del Golpe de Estado que quebró la institucionalidad chilena, el llamado es a ver la cultura como una revolución permanente y necesaria para el individuo; que le da sentido de trascendencia y pertenencia, y lo hace parte de este todo que es la comunidad.

Casi hemos consumido un cuarto del siglo que tenía que ser el del gran cambio social. De acuerdo a los primeros Objetivos de Desarrollo del Milenio de la ONU, por ejemplo, deberíamos haber vencido la pobreza mundial en 2015, entre otros objetivos. Según los apóstoles de la tecnología, esta habría mejorado nuestras condiciones de vida y trabajo: robots de todo tipo trabajarían para que los humanos nos dedicásemos a actividades ociosas, no rutinarias. La política de bloques habría desaparecido (la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, escenifica el fin de la Guerra Fría y de la política de bloques, disolviéndose el Pacto de Varsovia y cuestionando la existencia de la OTAN), y dedicaríamos nuestros esfuerzos a erradicar las hambrunas o que el acceso a la educación fuera universal. En fin, sería un mundo feliz, amable y sin grandes conflictos.

Las esperanzas y discursos optimistas que tanto abundaron con el cambio de siglo y la tecnificación social, en la actualidad, parecen ingenuos y más propios de actos de fe ciega que de análisis de realidades. Recorridos casi 25 años del siglo de la esperanza, nos vemos más cerca de un cataclismo mundial que de otra situación. Muchas voces nos recuerdan que aún no hemos salido del agitado mundo que inauguró el siglo XX y desencadenó dos guerras mundiales.

Ya en 1993, Neil Postman, en su ensayo Tecnópolis. La rendición de la cultura a la tecnología, presentaba una tesis más pesimista y a contracorriente del optimismo tecnológico. Hoy estamos más cerca de la visión de Postman, que ya intuyó las contradicciones y consecuencias de la revolución tecnológica. Internet, la Inteligencia Artificial o el rapto de nuestra intimidad por las grandes compañías tecnológicas forman parte de un sistema social y cultural al cual nos hemos sometido a cambio de un mayor acceso a la información, conocimiento, entretenimiento y comunicación, sin operar críticamente sobre ello.

LA RENDICIÓN DE LA CULTURA

Podemos afirmar que, sin comerlo ni beberlo, nos hemos visto sometidos a la dictadura tecnológica, tan demencial y perjudicial para la humanidad como tantas otras dictaduras personales, ideológicas o religiosas a las que nos sometieron anteriormente. La sumisión a las tecnologías ha sido mucho más sutil y sin derramamiento de sangre, pero sus consecuencias están afectando a lo político a través de lo cultural, a diferencia de las dictaduras tradicionales. La tecnología ha perturbado el entramado cultural modificando el acceso y la comunicación con el saber, la información y el otro.

Todo sistema tecnológico, a la par que es considerado un avance, deviene en un empobrecimiento cultural. De la misma manera que en su día nos sometimos a la codificación del habla con la escritura, lo cual representó un avance para la comprensión y difusión del conocimiento, a su vez empobreció la tradición oral. Hoy, nos hemos doblegado a los procesos y sistematización que la tecnología obliga y a las limitaciones culturales y de conocimiento a la que nos somete.

SEAMOS AMBIGUOS

La ambigüedad es fundamental para la pervivencia de nuestro hábitat cultural. Debemos entenderla de una forma amplia, como algo imposible de eliminar, ya que en el momento en que la resolvemos aparece una nueva. Es ella la que permite que seamos culturalmente activos, ya que nos obliga a una desambiguación imposible. Provoca un cuestionamiento metódico delante de cualquier afirmación, creando un crecimiento en espiral que nos aleja de cualquier pensamiento unívoco.

Las sociedades tecnificadas son reacias a las ambigüedades, la sistematización de los procesos solo permite aquellas acciones que el sistema entiende y procesa, potenciando un pensamiento único. En la medida en que una sociedad entra en este ciclo pierde la tolerancia a la ambigüedad, que la cultura y sus manifestaciones necesitan para ser espacios de generación de identidades y crecimiento humano.

La intolerancia a la ambigüedad es la consecuencia de una sociedad basada en una ortodoxia tecnológica y el capitalismo que se impuso en Occidente en el siglo XIX. La búsqueda de una verdad universal y unívoca no hace más que renunciar a las ambigüedades que forman parte de la condición humana; es decir, a la capacidad crítica. El cientifismo del siglo XIX y su obsesión catalogadora no es más que el inicio del encasillamiento que nos invade. Si en sus inicios era un avance acorde a la idea de progreso, hoy es una falsa forma de defender una diversidad cada vez menos diversa.

Catalogar es crear un orden, por lo tanto, una jerarquía. Al catalogar encasillamos lo conocido en lugares determinados creando una diferenciación entre uno y otro concepto. En un sistema de mercado, la diferencia se convierte en un bien de consumo, ya que juega como reclamo para alcanzar aquella categoría en la que está el otro. Al catalogar excluyes al otro sin reparar en los posibles matices; es un eres o no eres.

La sistematización social también se da al categorizar a la ciudadanía por su instrumentalidad o usabilidad. Es decir, haciendo realidad aquel mundo feliz que Aldous Huxley ya describió en 1932, o la estratificación que Fritz Lang nos mostró en Metrópolis, en 1927, entre otras distopías descritas desde la ficción.

Esta tendencia encasilladora facilita la aceptación de los grandes sistemas dictatoriales, siendo su expresión máxima el nazismo de Hitler, que aún resuena en nuestra historia como un terremoto al que le han sucedido un sinfín de réplicas en distintos momentos y lugares del mundo.

AÚN TIEMBLA

Hoy vivimos entre los temblores políticos que permanecen activos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Las mutaciones del nazismo se apoyan en un retroceso a postulados que rememoran un pasado ancestral unívoco, menospreciando una visión plural y ambigua del conocimiento.

Estamos en una crisis cultural que hace tiempo que se cuece. Lo que ha ido cambiando es su formalidad y su penetración en el substrato cultural de nuestras comunidades.

Dicha crisis se caracteriza por una mayor intolerancia a la ambigüedad, en el sentido que Thomas Bauer explica en su ensayo La pérdida de la ambigüedad. Sobre la univocación del mundo (2018), donde desarrolla la tesis de que la polarización del mundo es la consecuencia de que la intolerancia a la ambigüedad ha ido ganando espacios sociales y de conocimiento. La ambigüedad debemos entenderla como una actitud social de aceptación de la diversidad en todos sus aspectos. Un espacio líquido, mutante, donde la univocidad no es posible.

Son muchos los elementos que han jugado en contra de la tolerancia de la ambigüedad, es decir, la cultura. Por un lado, la ortodoxia de ideologías y religiones no han hecho más que dar argumentos a los intolerantes; por otro, la mediatización y un concepto economicista de la cultura y el conocimiento han ayudado a imponer la idea de que solo es válido aquello que tiene una traslación numérica; ya sea de audiencia o rentabilidad económica.

EL FIN DE LAS CERTEZAS

La llamada República de Weimar marcó un punto de inflexión; podríamos afirmar que surgió en el momento en que los principios sociales y religiosos vigentes durante dos milenios colapsaron. Se refundó una sociedad en la que se daba paso a una mayor tolerancia a la ambigüedad, el republicanismo y las democracias se fueron imponiendo. Paralelamente se sucedieron una serie de cambios en lo cultural que indicaron el fin de las certezas. El conocimiento tomó conciencia de sus incertezas, es decir, se puso en evidencia que se sostiene en base a paradigmas que solo son posibles en una conjunción determinada de condiciones: un equilibrio dinámico en mutación constante.

Este cambio abrió un gran espacio para la tolerancia a la ambigüedad, ya que el pensamiento unívoco ya no es dominante. Incluso el pensamiento científico ve cómo su edificio del saber se resquebraja, lo que motiva un espacio de experimentación y crecimiento que permite refundar las bases del pensamiento. A la demolición de su edificio los intolerantes responden con el encasillamiento.

En los momentos de tolerancia a la ambigüedad se crean espacios donde las manifestaciones culturales inciden con toda su fuerza, ya que su valor se da por la capacidad de interpelar y motivar una respuesta crítica al espectador, invitándole a ver desde otro lugar la realidad en la que vive. El arte que pervive es aquel que más allá de su formalidad nos invita a interrelacionar saberes y replantearnos los principios del conocimiento que hemos adquirido, construyendo así un nuevo paradigma que amplía la cosmovisión y, por tanto, el consenso de verdad.

LA NECESARIA AMBIGÜEDAD DE LA DIVERSIDAD

En su aclamada obra El infinito en un junco (2019), Irene Vallejo recupera la siguiente reflexión del librero Paco Puche en Memoria de librería: “No se puede medir el efecto que tiene una librería en la ciudad que la acoge, ni la energía que despliega en sus calles, que transmite a sus habitantes. Desde luego, no bastan números de clientes y ventas, ni cifras de negocios, porque el influjo de la librería en la ciudad es sutil, secreto, inaprensible”. Aún quedan librerías, teatros, cines y otros espacios de cultura donde se conserva ese influjo del que nos habla Paco Puche. En ellos aún se respeta el ser dubitativo, no cuantificar el tiempo que uno se mantiene en la duda, espacios en los que no hay necesidad de llegar a ninguna conclusión, solo en plantear dudas y preguntas. Espacios que se niegan a cerrarse y sobreviven al encasillamiento que el lenguaje de la tecnología obliga.

La cultura no produce productos, sino que crea espacios para dudar y reflexionar. Las manifestaciones artísticas transmiten los estados emocionales que una observación, un estado de ánimo, una reflexión filosófica u otro elemento le ha causado a su creador. En sí, la obra creada no es un discurso cerrado, es un espacio de pensamiento ambiguo que intimida y desencadena una reacción al interpelado. Espacios mentales que invitan a salir de la zona de confort para repensar nuestra condición como individuos y sociedad.

Estos espacios se han convertido en una necesidad vital, ya que la preservación de la ambigüedad es tan necesaria como la reivindicación del espíritu de la Ilustración. Solo así podremos superar la polarización en la que han caído los sistemas democráticos.

El espacio de entretenimiento actual es el de las plataformas audiovisuales. Una diversidad homogénea de propuestas de ficción, biopics, documentales, etcétera, realizados bajo un mismo patrón que, como consecuencia, empobrecen la creación y la oferta audiovisual, creando un gusto y narrativa unívocas que miden su éxito por el rendimiento económico o de audiencia.

Un modelo que se repite en el mundo de la música pop, en la industria editorial e incluso en la cultura visual. Estrategias de la “industria” que desacreditan la ambigüedad y favorecen un pensamiento y cosmovisión unívoca, provocando la destrucción de la diversidad cultural y, por consiguiente, una mayor desafección de la ciudadanía con la comunidad.

LA LÓGICA DEL MERCADO Y EL FIN DE LA CULTURA

La polarización que hoy vivimos es la consecuencia lógica del reduccionismo numérico que el sistema de mercado ha impuesto a la cultura y el conocimiento en general. La polarización política es la última estrategia que le ha quedado a un sistema que solo pervive en un crecimiento económico constante. A la par, un sistema que se retroalimenta y niega la existencia de alternativas. Un sistema excluyente y caníbal que absorbe o pervierte cualquier intento de disidencia.

El sistema de mercado niega la existencia de cualquier otro sistema, es el más intolerante con la ambigüedad que existe. Para él, la Tecnópolis es la sociedad ideal. Una sociedad regida por sistemas donde no hay espacio para la vaguedad, que someten y planifican la vida de la ciudadanía. A la vez, una ciudadanía totalmente dependiente a este sistema para poder subsistir y desarrollarse. El mercado, un ente poderoso e indefinido, ha conseguido la univocidad que las dictaduras quisieron imponer. Cualquier atisbo de disidencia es entendido como una sublevación contra una prosperidad incuestionable. Si antes conocíamos quién estaba detrás de la dictadura del sistema, con las Tecnópolis la responsabilidad o liderazgo se pierde detrás de un mar de bytes y elementos electrónicos que cada vez son más semejantes a la mente humana. La inmaterialidad del líder da pie a que nos sintamos dueños de nuestra libertad, cuando la realidad es que esta se ha reducido a acciones banales e insustanciales que no modifican ni perturban los límites de su estructura. Las nuevas dictaduras se visten de seda, nos ofrecen una falsa diversidad y libertad que, en el fondo, no es más que un espacio encasillado que no nos permite ir más allá de lo que el sistema determina. Una libertad que se redefine reduciendo la ambigüedad del hombre y haciendo inútil la capacidad crítica.

LA REVOLUCIÓN PERMANENTE

Una de las premisas de la revolución cubana fue la permanencia del espíritu revolucionario. El grito de la revolución permanente fue manoseado por todos lados. Más allá de los contextos políticos y el ambiente de la Guerra Fría en el que el castrismo la proclamó como principio, la revolución permanente solo puede ejercerse desde lo cultural; y es por ello que los intolerantes con la ambigüedad no dudan en hacer piras con los libros, el objeto cultural por excelencia.

La destrucción u ocultación de la cultura es una manera más de imponer un pensamiento unívoco y deshacerse de la riqueza cultural que una sociedad ambigua atesora. El uso político o ideológico de la cultura es totalmente vigente. Si pensamos en el uso que hizo la CIA de Hollywood o de exposiciones como “Family of man” (muestra fotográfica que se realizó en el MOMA de Nueva York, en 1955, validada por la CIA y usada como propaganda política indirecta), se evidencia que incluso en las sociedades consideradas como la salvaguarda y fundadoras de la libertad y la democracia hay un uso maniqueo de la cultura, a favor de fortalecer los principios que justifican el gobierno de unos u otros.

Desde un punto de vista republicano (de cosa pública), la cultura debe verse como un ecosistema que invade todos los ámbitos y estratos sociales, articulándola alrededor de la creación y el fomento del pensamiento crítico y la creatividad, como estrategia de la construcción del sentido de pertenencia a la comunidad. Es decir, hay que dejar que las ambigüedades se resuelvan y se encadenen, ya que con ello se crea una construcción dinámica e inclusiva que fortalece los lazos entre los diferentes individuos que conviven en un espacio común.

La cultura como espacio tiene una importancia vital para prevenir las enfermedades sociales y políticas que nos llevan a los grandes y devastadores conflictos que hemos vivido. Ahora bien, imponer una cultura sobre la otra es una manifestación más de la intolerancia a la ambigüedad y la apertura del camino a la polarización y el enfrentamiento. Cuanto más ambiguo sea nuestro sistema cultural, más lejos de las confrontaciones y conflictos estaremos.

La cultura es una revolución permanente necesaria para el individuo; le da sentido de trascendencia y pertenencia. Lo hace parte de este todo que es la comunidad.

 

Chile antes de partir. De Alfredo Jaar, 1981. La obra es parte de la muestra “El lado oscuro de la luna”. La exposición se presentará en el Museo Nacional de Bellas Artes, entre septiembre y diciembre, con motivo de los 50 años del Golpe de Estado.

 

PARA LEER MÁS

  • Bauer, T. (2018). Die vereindeitigung der welt. Über den verlust an mehrdeutigkeit und vielfalt. Editorial Philipp Reclam Jun. Verlag GmbH, Ditzingen, Alemania. Edición en español (2022). La pérdida de la ambigüedad. Sobre la univocación del mundo. Barcelona, España, Herder Editorial.
  • Garcés, M. (2017). Nueva Ilustración radical. Barcelona, España, Anagrama.
  • Tomasi di Lampedusa, G. (1959). Il Gattopardo. Milán, Italia, Editorial Feltrinelli.
  • Huxley, A. (1932) Brave new world (Un mundo feliz). Penguin Books.
  • Postman, N. (1992) Technopoly: the surrender of culture to technology. Vintage. Edición en español (2018) Tecnópolis. La rendición de la cultura a la tecnología. Alicante, España, Ediciones El Salmón.
  • Vallejo, I. (2019). El infinito en un junco. Madrid, España, Ediciones Siruela.
  • Varios autores (2000). Les cultures del Treball. Las culturas del trabajo. Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Institut d’Edicions de la Diputació de Barcelona.