en la fotografía gente protestando en la calle tras el estallido social en la fotografía gente protestando en la calle tras el estallido social
  • Revista Nº 158
  • Por Milena Grass, Cristián Opazo, Pablo Cisternas y Andrés Kalawski
  • Núcleo Milenio Arte Performatividad y Activismo
  • Fotografías Reuters y Latitud Press

Especial

Estallido social: la calle, escenario para trazar un nuevo orden

Con banderas plurinacionales como telón, murales como escenografía y un protagonista común y colectivo, la comunidad se hace partícipe de un teatro urbano que desafía las leyes del mercado. Desde la universidad, nuestra tarea no será calificarlo con más o menos estrellas, a la vieja usanza, sino saber entender las demandas y los sueños siempre posibles que su teatralidad aún guarda.

Consumidores y ciudadanos

En 1995, el sociólogo argentino  Néstor García Canclini acuñó el que parecía el lema o, mejor aún, el epitafio de la sociedad chilena de la transición: “consumidores y ciudadanos”. Obnubiladas con los dogmas del mercado, las élites económicas y políticas proyectaron un orden social que aún confunde bancarización con dignidad, competencia con meritocracia e individualismo con libertad.

Amparadas en los tempranos réditos que les reportaba el modelo y su perpetua promesa de “chorreo”, esas mismas élites perdieron de vista a comunidades cuyas demandas formaban parte de “lo que el dinero no puede comprar” –como diría Michael Sandel–: secundarios supervivientes de las ruinas de la educación pública, primeras generaciones de universitarios sin más horizonte que la flexibilidad (precariedad) laboral, colectivos de mujeres que hacen frente a una violencia invisibilizada por la ley o activistas que, con sus cuerpos mestizos, defienden la soberanía del Wallmapu. Tal fue el desdén de intelectuales orgánicos y políticos que, tras el estallido del 18 de octubre de 2019, un periódico tituló sin pudor: “la crisis que nadie previó”.

 

en la fotografía una mujer protestando y tiene en su mano una flor

Teatro y profecía

Quizá por su posición a medio camino entre el alero universitario y el desamparo institucional, nuestro teatro sí supo leer los anuncios de lo que estaba por venir. En la última década, numerosos montajes –muchos de ellos independientes– venían pronunciando un juicio común: Chile entero era una zona de sacrificio, un territorio donde la voracidad de las economías extractivas suspendía el derecho a la vida de quienes se atrevían a imaginar futuros diversos.

La cartelera teatral de 2019, sin ir más lejos, devino profecía: en abril, Trewa, de KIMVN Teatro denunciaba, desde el Teatro UC (sala Eugenio Dittborn), el asesinato de la activista mapuche Macarena Valdés y la violencia que desataba el actuar de las PACI (Patrullas de Acercamiento a Comunidades Indígenas); en mayo, Mistral, Gabriela (1945), de Andrés Kalawski, concluía con una adolescente feminista implorando clemencia ante efectivos de fuerzas especiales; en junio, Dragón, de Guillermo Calderón, acusaba cómo las industrias culturales hacían de la alteridad de las comunidades inmigrantes su principal commodity; o la noche previa al estallido, Irán #3037, de Teatro Público, advertía que la violencia sexual era un mecanismo de represión que se aplicaba sobre las mujeres que –como ya decía la feminista chilena Julieta Kirkwood en 1982– osaban “ser políticas en Chile”.

 

En la fotografía personas arriba del monumento a Baquedano y portan banderas mapuche

El arte del activismo

Cuánta razón tiene la escritora Janelle Reinelt, cuando insiste con vehemencia en que la manera en que una comunidad hace teatro es directamente proporcional a la forma en que sus miembros se las ingenian para sobrevivir. Si algo enseñan los montajes teatrales aquí descritos es que, sin lugar en el paisaje nacional, las comunidades de activistas se ven forzadas a construir espacios de contención casi secretos, y a articular códigos expresivos que les permitan hacer frente a violentas formas de represión.

Por lo mismo –como espectadores de teatro–, nos interesa desentrañar los procesos creativos que, de manera colectiva, desarrollan los ciudadanos para renunciar al papel de consumidores. ¿A qué tradiciones echan mano? ¿desde dónde las recuperan? ¿cómo concilian estética, ética y política?

Los muros que circundan la Alameda son quizá un primer museo al aire libre, que recupera un nuevo orden que los ciudadanos proponen: en cuidados grafitis, Gabriela Mistral, de pañuelo verde al cuello, guía una marcha de niños, mujeres y quiltros (del mismo modo que la hablante lírica en su Poema de Chile, que suponíamos desconocido). Más allá, la propia Mistral se encuentra con Pedro Lemebel, imaginado como el protector de todos quienes “nacieron con el alita rota” (la circulación “pirata” de sus crónicas pudo más que cualquier programa de lectura). Desde una pandereta, les sonríe Víctor Jara aferrado a su guitarra (“This Machine Kill Fascist”, apostilla alguien con spray). Emblemas patrios que no son ruptura sino recuperación de tradiciones: la wenufoye (bandera) mapuche, la whipala (bandera) aymara y la chilena, pero con estrella de ocho puntas.

En ese museo callejero, artistas y espectadores confunden sus roles: lo que pinta uno lo enmarca otro; lo que se estima sagrado se mantiene inmaculado (en el cerro Santa Lucía, el mural de Mistral permanece casi intacto).

Enfrentados al gran teatro urbano, la prensa –sobre todo, algunos columnistas con impostura de intelectuales orgánicos– han insistido en el carácter destructivo de las protestas. Pues bien, no basta con eso: nuestro deber de investigadores abocados al estudio de la cultura –siempre móvil y fluctuante– es mirar no solo la estatua que cae, sino también el monumento que se erige y el patrimonio que, éticas callejeras mediante, se cuida a muerte. Y, si de cuidado se trata, huelga decir que este se ejerce con numerosos hitos urbanos –muchos de ellos olvidados por los municipios–; pero, también de manera recíproca entre los propios ciudadanos (unos ofrecen agua, bicarbonato y limón; otros, con sus móviles, registran, para denunciar montajes).

 

en la fotografía personas protestando con guitarras

Las voces del pasado

El antropólogo Richard Schechner acuñó una máxima: performance es “twice behaved behaviour”. Literalmente –dice él–, hay performance cuando nuestros cuerpos traen de regreso al presente saberes que suponíamos perdidos entre el olvido y la censura. Un ejemplo privilegiado de esta forma de recuperación de los saberes de la protesta lo constituye “Un violador en tu camino”, del colectivo LasTesis (Paula Cometa, Lea Cáceres, Sibila Sotomayor y Dafne Valdés). En cada uno de sus niveles, la performance hace eco de las voces finas de un pasado común: en el nivel lingüístico, se oyen desde los juegos de rima simple que en la escuela se acompañaban de golpes de mano, hasta la cita al himno de Carabineros de Chile; en el nivel organizacional, la convocatoria autogestionada empalma con esa tradición que, boca a boca, ya en 1987, reunió a tres mil mujeres, desde dirigentes vecinales hasta artistas callejeras, en el mítico garaje de Matucana.

El sistema de gestos cita por igual el baile gozoso, la parodia del fitness (que se mercadea obsesivamente a las mujeres) y las sentadillas con las que la policía fuerza, más allá de la ley, a las mujeres detenidas. Sin embargo, semejante superposición de códigos nunca pone por delante su cualidad erudita ni virtuosa. Con sus saberes, populares o doctos, todas se pueden sumar. El performance es, a fin de cuentas, un modelo para (des)armar, colaborar y, sobre todo, compartir: la multitud de los cuerpos cómplices anuncia un contrato social que derriba las constricciones de la culpa.

Con banderas plurinacionales como telón, murales de Víctor Jara, Gabriela Mistral y Pedro Lemebel como escenografía, y un actor común y colectivo como protagonista, una comunidad se hace partícipe de un teatro callejero que desafía las leyes del mercado: “Ensayo para otro Chile”, bien podría ser su título. Y, desde la universidad, nuestra tarea no será calificarlo con más o menos estrellas, a la vieja usanza, sino saber entender las demandas y los sueños siempre posibles que su teatralidad aún guarda.

 

mural con mujeres y ángeles que rodean un perro negro