• Revista Nº 168
  • Por Pedro Iacobelli y Enrique Muñoz

Especial

Forasteros en el territorio: un patrimonio por explorar

Desde los albores de la República al migrante se le ha visto como un sujeto que viene a aportar, olvidando su condición humana, motivaciones personales y familiares y las condiciones materiales, espirituales y culturales que sustentan su viaje y estadía. En 2021, la legislación aprobada vuelve a idealizar la concepción del inmigrante en términos de su colaboración al país, principalmente microeconómica, esta vez sin favorecer una etnicidad en particular, pero manteniendo requisitos de educación o capital.

A fines de la década de 1940, el gobierno australiano decidió incentivar la migración hacia la zona norte de su país a raíz del ataque que habían recibido por el imperio japonés durante la Segunda Guerra Mundial. Para el ministro de inmigración australiano, Arthur Calwell, esta era una herramienta para controlar mejor y establecer una clara soberanía sobre esas regiones. El eslogan de esos años fue “populate or perish” y consistió en movilizar migrantes desde la Europa en ruinas a la excolonia británica.

En Estados Unidos la política migratoria a nivel federal desde Page Act de 1875 permitió crear –usando el término de Aristide Zolberg– “una nación por diseño”, es decir, forjar una concepción del Estado basada en categorías de etnicidad y nacionalidad aplicada sobre los inmigrantes. El caso estadounidense, luego replicado en otros países, fue parte de la respuesta a la migración masiva desde Asia y terminó por excluir explícitamente a ciertos migrantes (chinos, japoneses e indios) y promover la llegada de nuevos europeos noroccidentales. En el contexto latinoamericano, durante el siglo XIX, formas de ingeniería social que tomaron la migración como su principal herramienta fueron conscientes de la necesidad de mano de obra y del enraizamiento de una cultura que valorara la generación de capital. En otras palabras, que los inmigrantes “aportaran” al desarrollo de las nuevas naciones. El argentino Juan Bautista Alberdi, como es sabido, indicó que “gobernar era poblar” en referencia a la búsqueda del progreso. El presidente peruano Felipe Santiago Salaverry, en el espíritu de atraer inmigrantes a su país recientemente independizado, promovió la ciudadanía peruana a todos los individuos de cualquier punto en el planeta que al entrar a Perú se inscribieran en el Registro Civil. En todos estos casos subyace una concepción utilitarista de la figura del migrante quien debe colaborar en línea con la planificación estatal.

EN BUSCA DEL “BUEN MIGRANTE”

En el caso chileno, la legislación migratoria ha sido espejo de ideas voluntaristas sobre el carácter “despoblado” del territorio (ignorando muchas veces los pueblos originarios que lo habitan) y de la necesidad de mejorar el “carácter” de la población nacional. Las primeras legislaciones migratorias dan cuenta de esa búsqueda por el “buen migrante”: en la ley de 1824 el director supremo Ramón Freire dio la bienvenida a los extranjeros productivos, en especial a aquellos que trajeran consigo capital suficiente para instalar fábricas en el país. Durante el gobierno de Manuel Bulnes, la ley Pérez Rosales de 1845 articuló la figura del colono como medio para consolidar y expandir (hacia el sur) el Estado chileno y hacer productivos esos territorios. A los colonos reclutados en Europa se les otorgó la nacionalidad chilena al momento de instalarse en el país. Es decir, desde los albores de la República al migrante se le ha visto como un sujeto que viene a aportar, olvidando la condición humana de quienes migran, sus motivaciones personales y familiares y las condiciones materiales, espirituales y culturales que sustentan su viaje y estadía. Así, en el siglo XIX se optó por promover la llegada de germanos, franceses y, a partir de la década de 1880, de españoles, italianos, suizos o yugoslavos. Además, desde fines de ese siglo, los planes estatales sobre la migración tuvieron que coexistir con el arribo de árabes (palestinos, sirios, libaneses), chinos y japoneses, personas que eran excluidas en Estados Unidos y en otros países en esos años. Todos estos planes e ideales migratorios a nivel central han tenido que administrar un mundo fronterizo extenso (larga y angosta franja), poroso y poco controlable.

La legislación migratoria aprobada en 2021 vuelve a idealizar una concepción del inmigrante en términos de su “aporte” al país, principalmente microeconómico, esta vez sin favorecer una etnicidad en particular, pero manteniendo requisitos de educación o capital. Tras meses de crisis migratoria y debate político al respecto cabe reflexionar: ¿qué hacer con el ingreso irregular?, ¿cómo acoger a las personas migrantes en Chile?, ¿de qué forma llevar a cabo una migración que sea ordenada, regular y segura?

ILUSTRES VISITANTES

Pareciera que la migración es un fenómeno nuevo en Chile y que nos era desconocido. Pero la verdad es que acompaña a la humanidad y a nuestro país desde sus orígenes. Desde antaño los seres humanos se han trasladado de un lugar a otro siguiendo algún rebaño, por razones laborales, por guerras o también por causas amorosas. Algo de ello también ocurrió en nuestro país con la presencia de personas provenientes de países limítrofes, pero también de Europa, Asia y Norteamérica. Todavía más, hemos vivido permanentemente una migración al interior de nuestro propio país, por ejemplo, la muy conocida migración campo-ciudad del siglo XX. En los casos que describimos a continuación, se vislumbran formas de “aporte” que escapan de las definiciones antes mencionadas. En este sentido, no debemos olvidar que muchas personas migrantes han contribuido al desarrollo académico, comercial o cultural de nuestro país.

UN APORTE A LOS CIMIENTOS DE LA REPÚBLICA

Andrés Bello (1781-1865) fue un intelectual nacido en Venezuela y nacionalizado chileno que fundó y fue rector de la Universidad de Chile en 1842. Además, fue el autor del Código Civil de Chile (1853), reglamento que nos rige hasta hoy. Es considerado como uno de los principales humanistas de América Latina y tuvo un lugar destacado en la formación de varios de los próceres de la Independencia americana. Jugó un rol fundamental en la configuración de la novel República chilena, llegando incluso a ser senador en 1837. Un intelectual que también escribió, entre otros, unos Opúsculos literarios y críticos (1883), textos filosóficos como su Filosofía del entendimiento y lógica (1881) e hizo una contribución central a la Gramática de la lengua castellana, de 1883.

 

UN JAPONÉS EN EL PASEO AHUMADA

Durante los años del boom salitrero llegaron inmigrantes de distintas partes del mundo a trabajar en las provincias del norte del país. Los cientos de japoneses que arribaron trabajaron principalmente en servicios como peluquerías o lavanderías. Buscaron conscientemente “asimilarse”, es decir, tomar nombres en castellano, bautizarse y, tal vez, lo más difícil, aprender el idioma. De los que se asentaron en Santiago, Takayasu Hombo se destacó en el ámbito comercial desde su llegada el año 1912. Luego de desempeñar diversos oficios vinculados al comercio, en 1924 inauguró la famosa Casa Hombo, reconocida principalmente por la venta de juguetes en su local de calle Ahumada con Nueva York, y centro de la comunidad japonesa en Chile hasta la década de 1940. En el sentido amplio fue un “aporte” y referente comercial. Pero su legado ha quedado marcado por el apoyo que entregó a sus coterráneos, en particular durante los duros años de la Segunda Guerra Mundial, en los que él mismo sufrió la confiscación de sus propiedades y la pérdida de libertad al ser recluido en Rengo. Luego de la guerra, volvió a emprender y con el mismo esfuerzo y metodicidad resucitó su empresa familiar.

 

LA DIGNIDAD DE LOS MARGINADOS

Ubaldo Santi Lucherini (1921-2013) fue un sacerdote de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios que sirvió en Caritas Chile y fue conocido por haber fundado la Clínica “Familia”, donde se acogió a los enfermos de VIH en la década de los 90. La labor de “Baldo” Santi, como era conocido en la década de los 90, no dejó de ser polémica porque en esa época las personas con esa enfermedad eran doblemente discriminadas por su condición sexual y por un virus que mataba –afortunadamente hoy sabemos del tratamiento farmacológico que lo controla–. Lo que destacó a este sacerdote italiano fue su lucha por la dignidad de los marginados en momentos en que pocos lo hacían. Ir a contracorriente y acoger al enfermo fue su legado a este país del sur del mundo que lo recibió.