• Revista Nº 166
  • Por Patricio Velasco

Especial

Identidad sin territorio

Actualmente, lo que permite manifestar un “nosotros(as)” va más allá de la geografía. Así, podemos comprender el surgimiento de identidades colectivas afincadas en diversos elementos que articulan sentidos compartidos y, actualmente, no podemos sino situar tal posibilidad en el contexto de interacciones sociales mediatizadas.

El presente artículo aborda las identidades colectivas, su articulación y alcances en un mundo globalizado. Lo anterior en el contexto de la pandemia por covid-19, donde un sinnúmero de interacciones cotidianas ha debido ser conducida a través de mediaciones tecnológicas, ante las restricciones al encuentro presencial.

Hoy habitamos una sociedad crecientemente compleja y, a consecuencia de lo anterior, igualmente plural. Las identidades (políticas, territoriales, de género o clase) que configuraron el sólido mundo del siglo XX aparecen hoy cada vez más carentes de potencial explicativo, para añoranza de unos y esperanza de otros. Lo anterior puede comprenderse, en parte, atendiendo al surgimiento y proliferación de plataformas globales de comunicación instantánea vinculadas a internet. Estas son capaces de vehiculizar diversos contenidos, y con ello, abrir la posibilidad de poner en entredicho figuras que, antes pétreas, hoy aparecen horadadas.

LOS NUEVOS VÍNCULOS

La pregunta por la identidad supone un criterio de semejanza, algo que nos resulta común y, con ello, abre la posibilidad al reconocimiento de lo que nos une a otros; cuestión relevante al evaluar la configuración de identidades colectivas como aquella que refiere a un grupo de personas, quienes, en principio desconocidas entre sí, se vinculan a partir de un horizonte común de sentido que establece una pertenencia: sea esta, por ejemplo, de orden territorial, político, religioso e incluso referida a hábitos dietéticos o de consumo. Tal pertenencia es también el fundamento de un “nosotros” que sella tal identidad colectiva. Así, por ejemplo: nosotros hinchas de tal equipo, nosotros habitantes de X ciudad, nosotros “Otaku”, nosotros miembros de una iglesia, nosotros ambientalistas o nosotres, como podrían afirmar las diversidades sexogenéricas.

Sostenemos que la identidad está afincada en símbolos, cuya significación compartida por parte del colectivo se articula en un “nosotros”. Innegablemente, uno de los primeros sentidos de tal configuración es la geográfica y situacional: habitamos el mundo desde un territorio determinado y eso configura un horizonte común. Parafraseando a la poeta Rosabetty Muñoz, podríamos decir que quienes habitamos Chile somos también “aquellos que se pierden sin la cordillera”.

Pero sabemos que lo que permite articular un “nosotros” va más allá de la geografía. Es también posible referir a elementos simbólicos que nutren tal configuración. Así, podemos comprender el surgimiento de identidades colectivas afincadas en diversos elementos que articulan sentidos compartidos y, actualmente, no podemos sino situar tal posibilidad en el contexto de interacciones sociales mediatizadas. Esto pues, la transmisión y disputa por la estabilización de tales símbolos es justamente lo que favorece las mediaciones tecnológicas.

 

UNIDOS POR UNA PANTALLA

Una de las principales características de las mediaciones tecnológicas es que nos permiten extender nuestro “sentido de lugar”. De esta forma, mientras nos encontramos física y geográficamente en un espacio determinado, podemos situar nuestra atención en un lugar a miles de kilómetros de distancia. Lo anterior resulta aún más acuciante con internet, en tanto que habilita la instantaneidad de billones de comunicaciones simultáneas. Dado tal contexto, no es de extrañar que en la disputa por la atención –o por el presente– aquello que nos resulte significativo sea lo que las pantallas ofrecen, todavía más durante la experiencia del confinamiento. Así, por ejemplo, mientras habitamos en Antilhue o Copiapó, nuestra atención puede estar referida a una clase que acontece en Bogotá o al lanzamiento del último hit de un grupo surcoreano de música pop.

De más está sostener que el consumo de contenidos no supone, de suyo, la emergencia de una identidad colectiva. Pero sí es relevante comprender cómo a través de tales orientaciones de preferencias es posible articular horizontes de sentido, que pueden dar cabida a hábitos y prácticas comunes (por ejemplo, en modos particulares de vestir o el uso de ciertos vocablos). Algo semejante es lo que ocurre entre aquellos que sostienen juicios críticos sobre el modelo de desarrollo y la industria alimentaria, quienes se encuentran y dialogan en plataformas –sean estas digitales o de otro orden– y promueven cambios dietéticos a nivel personal y testimonial, para así formar una identidad que encuentra su referente común en tal crítica.

La ampliación de nuestro sentido de lugar, que convoca y requiere –entre otras cuestiones– la existencia de una infraestructura de comunicaciones, el acceso a dispositivos y las habilidades para el manejo de estos, puede parecer hoy (forzosamente) familiar. Sin embargo, no podemos darla por descontado. Ni mucho menos desestimar sus implicancias en el modo de establecer vínculos sociales.

Asistimos entonces a un contexto en el cual la posibilidad de articular un “nosotros” surge entrecruzando el horizonte físico que habitamos con aquel que orienta nuestra atención. De forma tal que las identidades colectivas que emergen reproducen este carácter diverso e intrincado, donde no pareciera existir un afincamiento determinante sino, más bien, una traducción y adaptación permanente de contenidos globales y circunstancias locales. Así, las identidades colectivas –múltiples y referidas a distintas comunidades de pertenencia– ya no pueden ser fácilmente deducidas desde solo un principio rector.

Lo anterior, por cierto, no implica desconocer la eficacia de conceptos como el de identidad nacional (sea esta chilena, francesa o china) que resultan todavía descriptivos a la hora de situar geográficamente prácticas y significados culturales. Pero, igualmente, sería un error pensar que las identidades colectivas se agotan en límites geográficos, pues las fronteras que conforman las identidades sociales son también de sentido. Además, es importante considerar que los elementos simbólicos que conforman las identidades nacionales son parte de la herencia que hemos recibido y nos ayudan comprender el mundo como un lugar significativo; sin que lo anterior excluya la posibilidad de disputar tales referentes.

Es por esto que resulta interesante el rol que pueden jugar las mediaciones tecnológicas, particularmente en lo referente al surgimiento de voces críticas respecto de una herencia que hoy es cuestionada. Puesto que sabemos que el mundo no es plano y acontece más allá de los límites de cualquier pantalla. Pero, igualmente, es también posible vincularse a través de pantallas con quienes comparten el mundo de forma semejante a nosotros; ya sea por sus ideas, creencias, intereses o por el espacio que habitamos.

 

jóvenes en una protesta contra el maltrato animal

 

LA CAUSA QUE NOS MOTIVA

Asimismo, las plataformas digitales pueden vehiculizar la denuncia de necesidades y el planteamiento de críticas que permiten la coordinación entre personas, en vistas de articular propuestas colectivas fundadas en habitar un espacio común. Baste aquí con recordar el éxito que tuvieron las candidaturas a convencionales constituyentes que apelaron a demandas territoriales y, en particular, aquellas que surgieron al alero de las denominadas zonas de sacrificio ambiental.

El surgimiento de identidades cuyo afincamiento es eminentemente territorial y que refieren a problemáticas globales, como lo que acontece con las zonas de sacrificio, puede ser una señal interesante del modo en que las identidades colectivas surgen y se estabilizan actualmente. Sería relevante que la constatación fehaciente de la crisis climática, que forma parte de nuestro horizonte común, sea capaz de articular una identidad colectiva global en torno a su superación.

 

PARA LEER MÁS

  • Meyrowitz, J. (1985). No sense of place: The impact of electronic media on social behavior. New York: Oxford University Press.