• Revista Nº 142
  • Por Miguel Laborde Duronea
  • Fotografías gentileza del Archivo Fundación Violeta Parra y Karina Fuenzalida Barraza

Especial

Isabel Parra : “la Violeta está aquí para recordarnos quiénes somos”

Ser hijo de una figura extraordinaria es un peso muchas veces excesivo. Especialmente si madre e hija tienen vocaciones afines. Pero Isabel Parra sorteó el desafío. Junto con llevar adelante su propia carrera internacional, encabeza la tarea de difundir la herencia cultural de Violeta Parra. Su mayor conquista ha sido la creación del museo, que pretende transformar las obras de su madre en un legado perpetuo.

(La siguiente entrevista fue realizada en 2017 cuando aún se encontraba en pie el Museo Violeta Parra ubicado en Vicuña Mackenna 37)

Cuando llegamos al Museo Violeta Parra, nos encontramos con una sorpresa. No conversaremos con Isabel Parra en su oficina sino en el Auditorio Antar Parra, apuntados por focos de luz y cámaras. Es inevitable pensar que Isabel Parra se parece a su madre en lo proactiva. Quiere que la entrevista sea grabada e ingrese al centro de documentación del museo.

Llega envuelta en un aura de sencilla dignidad. Concentrada para hablar sin apuro y dar su mirada de Violeta ante la historia. Durante la hora siguiente, camarógrafos y director, sonidista y fotógrafa, caminarán en puntillas. Estamos grabando.

LA MUJER INAGOTABLE

Comienza el año del centenario de Violeta Parra –nacida en 1917– y queremos acercarnos a ella con la ayuda de su hija Isabel: ¿Qué la transformó en símbolo de Chile? La razón no es clara para su hija:

—Yo también he ido conociendo a mi madre con el tiempo– aparte de lo cotidiano que vivimos–, porque hay varias Violetas que circulan y hay partes de ella que desconozco. Ella tenía una necesidad de entregar lo que hacía, todo era público, debía salir de nuestra casita. Entonces me cuesta situarme en la Violeta Parra porque hay infinidades de ellas, pero siempre creativas y entretenidas, hasta en las cosas frágiles. Hacía flores de papel con una tijera, tenía un movimiento manual extraordinario, o la masa para unos panes rudimentarios en dos segundos y los echaba a freír en una sartén donde no había gas ni electricidad, a la antigua; siempre estaba en el pasado presente.

El museo donde nos encontramos es central para Isabel. Luego de tantos años de búsqueda de un lugar, puede descansar con la satisfacción de una misión cumplida:

—Cuando yo estaba en el exilio en París, pensaba que al volver a Chile había que hacer un proyecto para su permanencia en la memoria latinoamericana. Me acordaba de la casa de calle Carmen donde ella tocó, esa construcción vieja que tenía unas paredes de adobe muy grandes y que había que demoler para agrandar el espacio.

El proyecto de la fundación nació en Francia, pero pertenece a este espacio que la Violeta llamaba Chile, pero que ahora no me atrevería a decir qué país es. Tener este museo y a la Violeta aquí es como alimentar a esas personas que andan buscando ese Chile que se acabó, pero parece que no se ha acabado.

—Ella tenía sentimientos encontrados con su patria, de mucha exaltación y crítica.

—Sus canciones son contestatarias y esa denuncia es permanente, la gente las busca porque todavía pasan las mismas cosas. Esta es una nación llena de desgracias porque somos ingratos, no tenemos memoria. La Violeta está aquí para recordarnos quiénes somos; era como la gran profesora, la gran madrina, la madre de Chile como dicen Gastón Soublette y Cristián Warnken.

 

UN LENTO RECONOCIMIENTO

Fue difícil el reconocimiento de esta artista. Isabel golpeó puertas, soportó antesalas, se ilusionó y descorazonó, hasta que se concretó el museo en el lugar donde estamos. Una vez más, el país del Louvre fue decisivo; la sala en que hacemos esta entrevista fue financiada por la región parisina.

Chile fue más lento. Recién en este siglo la imagen de Violeta comenzó a crecer y el año 2008, en un programa de televisión, se ubicó entre los grandes chilenos, junto a Pablo Neruda y Gabriela Mistral.

Para Isabel, que existieran expertos investigando a su madre fue un gran estímulo: “Yo no tenía ninguna gana y te lo digo altiro, estaba haciendo mi vida, me gusta cantar y hacer canciones, pero sentí que valía la pena, que esta obra tan maravillosa y tan nuestra no se podía dejar de hacer. Don Gastón Soublette y don Fidel Sepúlveda son parte de esto. Fue muy importante saber que ellos la estudiaban”.

 

Violeta Parra con su primer esposo

Primer amor. Luis Cereceda, bohemio e inquieto, fue el primer marido de Violeta (1938) y el padre de sus primeros hijos, Ángel e Isabel.

ALMA INDÍGENA

—¿Tiene recuerdos de la relación de Violeta con lo indígena?

—En Europa siempre decía que lamentaba no ser “india”. Cuando veían su rostro y su forma de ser, o la escuchaban cantar, pensaban que era una indígena exótica. Hay una deformación en eso, pero encontraban a esta mujer auténtica y le preguntaban si era “india”.

—¿Eso de recopilar temas aimaras, rapa nui, mapuches y huilliches, cómo surgió?

—Ella tuvo una película clarísima sobre lo que debía hacer desde que su hermano Nicanor le dice: “no cantes más estas tonteras y vuelve a tu propia música”. Yo creo que no le costó mucho organizar el mapa de ese Chile que ella quería mucho, llegar al fondo del corazón de esos cantores, aprender a tocar sus instrumentos, convivir. Tuvo una vida dedicada a esta comunidad que era Chile, porque para ella el país era una comunidad, y no le costaba. Fue a Chiloé por una semana y se quedó como tres meses. Y no se iba a un hotel, vivía con la gente. La Violeta era armadora de historias, de todo tipo de situaciones y siempre estaba rodeada de personas. Cuando levantaba una fonda era la jefa de ese grupo que eran sus hermanos, su familia. Como era la directora tenía que gritar y mandonear porque no hacían las cosas como ella quería; entonces llegábamos a ayudarle porque estaba afónica. Y después bailaba cueca.

—Vivió en fondas mucho tiempo. Eso era voluntario porque tenía casa, cama e hijos, pero a ella le gustaba esa gitanería y la vivía en profundidad. Es un personaje fascinante, fuerte, peleador y llevado a sus ideas. En miles de cosas tenía toda la razón. Reclamó mucho eso de que los secretarios no la querían, la gente que tenía cierto poder en el ámbito cultural. El rechazo venía porque era distinta, tenía el pelo largo, hablaba fuerte y decía a las personas en su cara lo que le parecía. Aquí la mujer tiene que ser sumisa y quedarse ahí nomás, calladita.

Al mismo tiempo recibía mucho amor, de sus cercanos y de la gente que la escuchaba cantar por la radio, porque devolvió a los oídos esa música que ya nadie cantaba. Hay mucho trabajo y fortaleza detrás y era muy madrugadora.

—¿Ella alcanzó a percibir o imaginar la repercusión que iba a tener su obra?

—La vio por primera vez en los programas de radio con Ricardo García y Gastón Soublette. Fue la primera folclorista que hizo seis meses de programas donde revivió las tradiciones, las fiestas del campo, La Tirana. Ella escribía los libretos con una máquina que no sé de dónde sacó y le ayudaba Enrique Lihn. Se juntaban en la Plaza Egaña, él era un tipo maravilloso y generoso, hacían unos libretos estupendos.

—¿Eso está guardado?

—Se perdió, imagínate el tesoro. Se grababan y ella los podía escuchar en el patio en La Reina y después se transmitían, tienen que estar en algún lugar del mundo. La gente se volvía loca con esos programas, se reconocían y escribían cartas. Y nosotros las llevábamos en unos sacos y mi mamá me decía que tenía que convertirme en su secretaria para que las contestara.

¿Cómo íbamos a hacerlo? Le decíamos: “mamá, ¿podemos sacar un poco de cartas porque hace mucho frío?”; “Sí, saquen nomás”, decía ella… Nos calentábamos con esos papeles con harto amor y respeto por la gente que las mandaba. Después la invitaron a Europa.

—¿Tenía curiosidad por Europa?

—Sí… y se quedó como dos años, no sé cómo detectó que en París había un sello discográfico, Le chant du monde, y grabó dos o tres longplays; en Londres fue a una fonoteca, a programas radiales, Europa se le convirtió en un lugar accesible. Tenía problemas en las embajadas porque no la ayudaban lo suficiente, pero igual hacía lo que quería.

—No vivió una práctica católica, pero se la ve impregnada de valores cristianos.

—Absolutamente, ella hace estas fiestas religiosas porque las siente propias y su pintura está llena de símbolos religiosos. No iba a la iglesia a rezar, pero tenía su manera de relacionarse con esta divinidad que estaba siempre presente. Borda un Cristo y le hace un bikini, pero es un Cristo. Hay que ser muy valiente para eso y además increpar al Papa. Por esas cosas le cortaban la cabeza a las mujeres, a la guillotina. Fue tremendamente valiente y esa religiosidad yo creo que la hemos heredado, un sentimiento que fue muy fuerte.

Mujer del mundo

Mujer del mundo

En 1955 y 1956 recorre gran parte de Europa, con residencia en París y Londres, donde el interés en su obra será superior al del Chile de entonces.

ALMA GITANA

Desde los muros nos acompaña el retrato del nieto músico de Isabel, Antar, quien murió a los 28 años por un tumor cerebral. Un símbolo de una familia que desborda vida pero también dramas, signada por un destino de alta intensidad.

—¿Hay alguna casa que fue de la familia nuclear de Violeta, estable?

—Yo creo que no, porque mi abuelo era muy bohemio y bueno para las fiestas. Parece que era jugador y los Parra se fueron empobreciendo y trasladando de Chillán Viejo al otro Chillán, a Lautaro, Villa Alegre, eran itinerantes y no porque quisieran. Mi abuela se hizo cargo de esta tribu de tantos niños y de repente la llamaron de Santiago porque un hermano le había dejado una casa por Barrancas, entonces se trasladó y ese fue un lugar donde llegaban los hijos grandotes a ver a su mamá y tocar guitarra. Allí cantaban a propósito de nada; esta familia cantó desde la cuna, así se ganaron la vida y ayudaban a su mamá.

—¿Y usted misma en Santiago tuvo alguna casa familiar?

—Hubo gitanería. Llegamos a vivir a un terreno en la calle Segovia de La Reina, pero era un peladero. Solo había restos de manzanos decapitados. Esta podría ser nuestra casa familiar, donde pasamos muchos años. Era un sitio pequeño que pudo adquirir tras recibir los derechos de autor de Estados Unidos por “Casamiento de negros”. Y nos hizo esa casa en dos o tres días. Cuando yo volví hice un segundo piso, pero la parte de abajo donde ella vivió y compuso está ahí, impecable. Las maderas son buenísimas.

—¿En este Centenario de Violeta Parra, la reconoce a ella en su imagen pública?

—Lo que aparece en la prensa por lo general es bastante fuera de la realidad, la gente utiliza a Violeta y le sacan provecho y plata. El mundo está así y es doloroso. Nosotros tratamos de frenarlo; si nosotros no la hemos comercializado, ¿por qué otros se permiten usarla como banco?

—¿Hay algo de ella que no ha aflorado y debiera recordarse?

—Yo creo que no está en el lugar que debe en los colegios, en las universidades. Ahora hay una preocupación por los 100 años, pero tengo temor que después estos proyectos se los lleve el viento, porque en Chile se hacen eventos que no dejan nada. Estoy tratando de asimilar este país que de repente me parece súper raro, no sé qué va a pasar después. Hay muros que no se pueden atravesar, cabezas que no se pueden cambiar, las cosas son así.

—Esto de Bob Dylan y el Premio Nobel coincidió con el reconocimiento de Violeta como poeta ¿Ella se percibía como tal?

—Era muy amiga de Neruda, entonces ahí tenía una fuente poética impresionante, pero Neruda la quería para él. Ella hacía recitales en Los Guindos, frecuentaba mucho esa casa y era muy amiga de Pablo de Rokha, de Enrique Lihn. Yo creo que los intercambios con ellos eran muy productivos porque la amaban; era amiga de Gonzalo Rojas, la invitaban a las escuelas de verano, pertenecía a un grupo de gente muy macanuda de esa época, también con Enrique Bello, director de la revista de la Universidad de Chile. Tuvo la suerte de encontrarse con diversas personas del mundo cultural como la Roser Bru o Nemesio Antúnez, quienes le hacían las carátulas de sus discos.

Esa gente la amaba tremendamente, pero nunca faltaba el moscardón que le cerraba la puerta o le decía algo que la ofendía, pero ella tenía una seguridad en sí misma que no conozco en otra persona. Nosotros éramos cabros chicos ignorantes y la ayudábamos. Pero como muchas veces no la tomábamos en serio, ella decía: “Sí, ríanse no más, ustedes van a ver lo que va a pasar conmigo”.

—¿En su tiempo final, el de Las Últimas Composiciones de Violeta Parra, vivía una frustración muy grande?

—Yo creo que sí, pero el destino se equivocó con ella y la metió en un laberinto que no había para qué. Tú te imaginas la cantidad de veces que yo he pensado en ese último tiempo, cuando ella estaba en la carpa, desolada.

Tenía la intención de volver a Francia en 1965, porque siempre se iba a otro lugar. Es algo extraño. Si estaba aquí quería ir allá y cuando estaba allá quería venir acá. Entonces es muy desconcertante esa persona que lo deja todo, los hijos, las arpilleras se las pasa a Nicanor, los cuadros también, porque era muy movediza.

Esa carpa al final fue una tortura. En ese terreno que no tenía nada. Ella hizo una sociedad con el fotógrafo Sergio Larraín porque eran íntimos amigos y él la ayudó mucho, y otra señora que no sé quién es. El objetivo era hacer una peña en la FISA, imagínate, ¡qué tenía mi mamá que andar haciendo en la FISA! La sociedad no prosperó, y le dieron esa carpa como recompensa. Ella vivía en Carmen 340 y cantaba en la peña. Hasta que un día me encuentro con mi madre echando sus bártulos a un camión para irse a La Reina.

No pedía permiso y no daba explicaciones a nadie, y tampoco nosotros estábamos ahí para interrogarla. Simplemente nos asombró su partida, cuando se supone que en ese lugar estábamos bien. Había muchos artistas, ella tenía mucho éxito. Se hacían filas para entrar a la peña, pero ella quiso irse a ese terreno baldío.

—¿Le agradaban sus espacios, la soledad?

—Yo pienso que sí y le gustaba ser la jefa y en la peña no lo era, porque ahí no había un líder. Pero no creo que ese haya sido el problema. Ella estaba feliz cuando tocaba con Gilbert. El asunto de la carpa fue como el final de un proyecto que ella quería y no quería; parecía que se iba a ir a Perú, pero luego vino la separación de Gilbert que era su amor. Se distanciaban, se juntaban, se encontraban en Ginebra. Él era como ella, la siguió e hicieron discos y se fueron a Bolivia, pero de repente eso se acabó y quedó la Violeta sola en esa carpa.

Nosotros íbamos porque de repente la Viola decía, ¿pueden venir a cantar porque voy a Bolivia?… Su vida era siempre irse para otra parte, ¿por qué tenía que irse a La Reina? ¿Por qué no vivía en su casa? Son preguntas que no se pueden contestar, porque la gente es como es y hace lo que hace. Así es.

 

Pasión suiza. En el norte conoció La Tirana, la Semana Santa minera, el desierto florido y a quien sería su último amor, el suizo Gilbert Favre, un músico estudioso del folclore latinoamericano.