• Revista Nº 166
  • Por Ricardo Hevia

Especial

La diversidad cultural no es una opción. El pluralismo, sí.

Las políticas públicas son las que convierten a la diversidad cultural en un fenómeno social cargado de valoración ética. Para ello, la educación de cada país es fundamental: se trata de crear una escuela con formación intercultural, donde las comunidades se mezclen y se forje una nueva manera de convivir en el respeto a las diferencias, en la inclusión y en la colaboración.

Actualmente la  Convención Constitucional debate sobre el carácter plurinacional que debiera abrazar el Estado de Chile en su nueva Constitución. Para los países iberoamericanos, las constituciones han sido piezas de una retórica jurídica acerca de la cultura más que textos propiamente normativos. Sin embargo, ellas han cumplido la función de mantener vivo un discurso ideal acerca de la diversidad y del desarrollo cultural.

A este proceso se le ha denominado “constitucionalismo cultural” y ha tenido al menos dos aportaciones al debate sobre las políticas culturales: su contribución a la construcción de los derechos en este ámbito como fundamentales y la emergencia de un modelo constitucional pluricultural.

En efecto, las cartas fundamentales iberoamericanas han contribuido a la enunciación de varios derechos culturales. Entre ellos: el reconocimiento formal de la naturaleza pluricultural de sus sociedades (Bolivia, Ecuador, Colombia, Perú); el establecimiento del derecho consuetudinario indígena (Bolivia, Colombia, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, Perú y Venezuela); la sanción de los derechos de propiedad colectiva de las comunidades indígenas, reconocidos en trece constituciones; el reconocimiento del multilingüismo de sus sociedades (Colombia, Ecuador, Nicaragua, Perú y Venezuela) según diferentes grados de protección, siendo el más elevado el que le confiere la Constitución de Paraguay a la lengua guaraní, garantía constitucional de la que también disfrutó el quechua en Perú hasta la Constitución de 1993; la consignación de derechos de representación o de la posibilidad de la instauración de regímenes de autonomía territorial para las comunidades indígenas (Colombia, Panamá, Nicaragua, Venezuela) y el reconocimiento singular de las comunidades afrodescendientes (Colombia y Ecuador).

Pero la pregunta es si estas garantías consagradas en las constituciones han logrado cambiar, en la práctica, los modos de convivir de nuestras comunidades hacia formas más democráticas de relacionamiento entre culturas diferentes. ¿Qué tan efectivas han sido estas declaraciones de pluralismo cultural para modificar los modos de convivir de nuestras naciones?

 

La cultura como un derecho. Las cartas fundamentales iberoamericanas han contribuido a la enunciación de varios derechos culturales. Entre ellos, el reconocimiento formal de la naturaleza pluricultural de sus sociedades. Fotografía Pexels.

EL DESARROLLO DE LA INTERCULTURALIDAD

Lo más probable es que la distancia existente entre las aspiraciones expresadas en las constituciones y las prácticas de una convivencia democrática en nuestras comunidades se deba a la ausencia de verdaderas leyes marco sobre diversidad cultural, que aseguren a la población el acceso igualitario a los bienes propios y de otros grupos, de modo que se puedan ir tejiendo redes de encuentro y colaboración multiculturales.

Para determinar esto, se requiere de un análisis sobre las circunstancias políticas, materiales y organizacionales que han hecho posible que las relaciones entre las culturas de un país se lleven a cabo del modo que se dan. Una vez identificadas, se podrían levantar preguntas sobre cómo cambiar dichas condiciones, para que se puedan modificar los modos de relacionamiento que favorecen las pautas de conductas estereotipadas, que hacen inviables el desarrollo de la interculturalidad.

En los últimos años se ha dado un desplazamiento de los estudios sobre la diversidad hacia el análisis de la interculturalidad. Hoy, en un mundo tan interconectado, la sola afirmación de este concepto puede conducir al aislamiento. Por tanto, se requiere trabajar abriendo espacios a favor de la interculturalidad democrática.

Esto quiere decir que las preguntas sobre este tema no se deben referir solo a cómo reivindicar lo propio, sino más bien cómo puede, por ejemplo, la escuela ayudarnos a descubrir el valor de lo diferente, a reducir la desigualdad que convierte las diferencias en amenazas. Además de trabajar sobre el derecho a la diversidad, se requiere hacerlo sobre los derechos interculturales.

En esto, la escuela juega un papel trascendente. Una política educativa que favorezca una enseñanza homogénea, basada en una información universal y estandarizada, no genera mayor equidad ni democratización de la cultura. Se requiere construir una formación que transite del reconocimiento de la diversidad al fomento del pluralismo cultural.

Riqueza intercultural

Riqueza intercultural

Frente a la diversidad puede darse la aceptación, el respeto y un proceso de creatividad y mutuo enriquecimiento.

UNA OPORTUNIDAD DE CRECIMIENTO Y DESARROLLO HUMANO

Es en la observación y aceptación de las diferencias que las personas y los pueblos construyen sus identidades. Pero en este proceso pueden acontecer dos situaciones: por un lado, establecer una jerarquía de las diferencias, lo que implica, en muchos casos, discriminación y dominación. Las jerarquías conducen a prácticas discriminatorias que se justifican por la ideología. Así se argumenta que una religión o una clase social o una etnia sea superior a otra. En esta situación, las relaciones entre culturas se vuelven hostiles y destructivas, y se puede llegar a un “fundamentalismo cultural” que no reconoce la legitimidad de las otras y lucha por su destrucción. Esto ocurre cuando se niega a determinados grupos las oportunidades de acceso a los recursos básicos, basándose en sus características culturales; cuando se les discrimina por su origen étnico o por su lengua o por otros aspectos de su cultura que los hacen diferente.

La UNESCO ha acuñado el término de “injusticia cultural” para referirse a esta realidad. Hay injusticia cultural allí donde hay dominación cultural. No son las diferencias étnicas, sino la dominación y la injusticia las que convierten a las culturas distintas en antagonistas.

Por otro lado, frente a la diversidad puede darse también la aceptación, el respeto y un proceso de creatividad y mutuo enriquecimiento. Para que esto se dé, lo primero es desarrollar la capacidad de representar las diferencias, y luego entrar en un proceso de aceptación del otro. Se trata de reconocer que tiene el mismo derecho que cualquier ser humano de construir su identidad y su conciencia.

La diversidad cultural, por tanto, no es una opción; es un dato de la realidad ante la cual se requiere tomar alternativas. Aquí caben dos caminos: cuando la diversidad se convierte en fuente de tensiones, de prejuicios, de discriminación y exclusión social; o se constituye en fuente potencial de creatividad, de innovación y, por tanto, en una oportunidad de crecimiento y desarrollo humano. Ello dependerá de la orientación y de la fuerza con que las políticas públicas favorezcan o no el empoderamiento de las comunidades o la participación de las personas en las decisiones sobre los problemas que los afectan.

Son las políticas públicas las que convierten el hecho de la diversidad cultural en un fenómeno social cargado de valoración ética: la sociedad se construye sobre la base de políticas que tienden al pluralismo cultural o que aumentan la discriminación cultural. Es lo que afirma la Declaración Universal de la UNESCO sobre la diversidad cultural: “el pluralismo cultural es la respuesta política al hecho de la diversidad cultural”. Pero también puede haber políticas públicas que, en forma abierta o encubierta, refuerzan la construcción de una sociedad basada en la discriminación cultural.

Para algunas personas pertenecientes a pueblos originarios o inmigrantes, el temor de perder su cultura de origen surge de la creencia de que la identidad es única, en circunstancias de que esta no es ni única, ni inamovible. Las personas tienen múltiples identidades y lealtades. A veces se considera que la identidad es una dinámica en la que se pierde, por un lado, lo que se gana por el otro, como si al sumar más de una le restásemos a la otra. Es posible que algunos grupos de inmigrantes quieran mantener su identidad cultural, pero esto no significa que no quieran desarrollar algún tipo de lealtad con el país que los recibe.

A este respecto, es importante reflexionar sobre cómo las políticas educacionales enfrentan el tema de la diversidad cultural y, por tanto, cómo ellas contribuyen o no a la generación de actitudes de discriminación cultural o de pluralismo cultural.

Es necesario dejar atrás una escuela de carácter etnocéntrico, como la que prevaleció por muchos años en nuestro país cuando se le asignaba la misión de “chilenizar” a la población. También se debe superar el establecimiento de una escuela multicultural porque, aunque reconoce la existencia de varias culturas, no se juega por el intercambio entre ellas. Más bien se trata de crear una escuela intercultural, donde las comunidades se mezclen y se forje una nueva manera de convivir en el respeto a las diferencias, en la inclusión y en la colaboración. No formar más para la homogenización ni para la yuxtaposición cultural, sino para la interculturalidad.

En definitiva, la escuela debe fomentar un modelo de sociedad donde las relaciones entre los hombres y mujeres que la conforman se basen en el respeto, la inclusión y la colaboración; donde se reconozcan los valores de cada cultura; y donde la identidad del que es y piensa en forma diferente no sea avasallada por la cultura dominante.

La escuela debe convertirse en el lugar donde la convivencia entre alumnos provenientes de diferentes culturas encuentre el ambiente donde todos se sientan cuidados, y con los mismos derechos y responsabilidades.