La humanidad atrapada por el presente
A 50 años del Golpe de Estado, las tendencias sociales observadas no constituyen una modalidad propia y exclusiva de la historia latinoamericana, y chilena en particular, sino que están presentes en el desarrollo de una etapa universal de más larga duración que se denomina “modernidad líquida” (Bauman). En ella el ser humano está determinado por la inmediatez. A esta transformación se suman los cambios demográficos y el desarrollo del “Estado social”, que ha dado origen a una “nueva clase media” con inéditas expectativas de movilidad social y progreso.
Nadie es un buen juez de la realidad social que le ha tocado vivir. Para ello tendría que vivir un tiempo de más larga duración que la propia vida. La mayoría de las personas tiende a juzgar solo su propia experiencia. Para generalizarla y volverla colectiva recurre a su cultura, y, particularmente, al lenguaje. Con él se recorren todos los campos de la experiencia, como lo hace la religión y el arte. Pero suele someterla también a categorías políticas, que se suponen compartidas por otros y permiten anticipar el futuro de la sociedad. Al escoger el lenguaje político, sin embargo, la realidad social interpretada por él tiende a comprenderse reductivamente como el resultado de las acciones intencionales y deliberadas de los actores políticos, de sus diseños ideológicos y de su voluntad de poder.
Gran parte de lo ocurrido en nuestra historia durante los últimos 50 años ha sido considerado de modo predominante con este carácter. Si la mirada se traslada desde Chile al conjunto de América Latina, encontramos también algo similar. Aparece rápidamente en el horizonte la amenaza del castrismo y de su intento guevarista de difundirlo por América, como “dos, tres, muchos Vietnams”, según rezaba el slogan. Surge también desde Estados Unidos la Alianza para el Progreso, difundiendo el desarrollo capitalista junto a la reivindicación social de los campesinos sin tierra, a su sindicalización como también la de los obreros industriales; promoviendo el control de la natalidad, la educación escolar, técnica y universitaria y, en general, la modernización del aparato productivo, del gasto público y de la integración entre los países de la región.
Aparece, finalmente, la “Doctrina de la Seguridad Nacional” con su combate militar a las revoluciones y cambios sociales que habían introducido inestabilidad política, social e ideológica en la realidad latinoamericana. Estos tres grandes actores habrían disputado a muerte el ámbito público de nuestras sociedades, especialmente el marxismo y la “Doctrina de la Seguridad Nacional”, puesto que habrían buscado soluciones militares o de fuerza. La Alianza para el Progreso, por su parte, habría dado pie a lo que en Chile se llamó “revolución en libertad”, que con distintos nombres gobernó también en esta época a América Latina, y que con alguna variedad ideológica y política en los distintos países generó agitación social y movimientos populares que desembocaron después en movimientos más radicalizados y, en algunos casos, insurreccionales y guerrilleros frente al orden político. En el período considerado, estas tres tendencias alcanzaron el poder, aunque con diversa intensidad y tiempo de duración.
Se puede ahondar interminablemente en esta problemática política, pero al riesgo de la indiferencia y hasta ocultamiento de ciertos procesos sociales que alcanzan al conjunto de nuestra sociedad, que no son de origen intencional o deliberado, y que se difuminan hasta el presente con carácter determinante para esta y, probablemente, para muchas nuevas generaciones en el futuro. Entre estos nuevos procesos quisiera referirme a los cambios demográficos, a la “modernidad líquida”, y al desarrollo del “Estado social”; dando origen todo ello a una “nueva clase media” con inéditas expectativas de movilidad social y progreso, que modifican el panorama de la estratificación social latinoamericana más tradicional.
LOS CAMBIOS DEMOGRÁFICOS
Los cambios demográficos han afectado a América Latina no solo los últimos 50 años, sino los dos últimos siglos. En términos numéricos podría hablarse de la disminución progresiva de los nacimientos y del incremento de la tercera edad. Eso representa un envejecimiento paulatino de la población, una presión al gasto de la previsión social, una demanda más intensa de los servicios sociales y una tendencia a la migración tanto de los territorios excesivamente poblados, como de aquellos que necesitan reemplazar a las personas que ya no existen o que se fueron. En el último medio siglo tuvimos en América Latina una alta migración rural-urbana desde las regiones del interior hacia las respectivas capitales de los países o a ciudades de grandes proporciones. A estos habría que sumar las grandes migraciones a Estados Unidos de cubanos, portorriqueños, mexicanos y centroamericanos. En la actualidad, como todos saben, se han producido nuevas corrientes migratorias al interior de la región, que se han agregado a las corrientes precedentes desde hace siglos. Este no es un fenómeno exclusivo de América Latina. El mundo entero se ha conmocionado por las enormes consecuencias geopolíticas, de empleo, de salud pública y educación que ha traído consigo. No se trata de un problema nada más que cuantitativo, sino también cualitativo.
Hasta el momento, las autoridades políticas, pese a sus esfuerzos, no han sido capaces de controlar el fenómeno migratorio o de encausarlo adecuadamente dentro del orden jurídico imperante. Tampoco han tenido efecto masivo el conjunto de medidas destinadas a promover la natalidad. Aunque no se podrían avalar formulaciones demasiado radicales, es posible decir que las sociedades han asumido, de hecho, la existencia de una humanidad sin hijos, lo que afecta no solo el corto plazo, sino que también el mediano y largo plazo de las futuras generaciones. Esta tendencia se ha introducido transversalmente en todas las sociedades durante los últimos 50 años y aunque tiene impacto político por doquier, resulta ser bastante transversal a los esquemas ideológicos que han atravesado la arena política.
LA “MODERNIDAD LÍQUIDA”
Una segunda macrotendencia que habría que considerar, como característica de este período, es el surgimiento de lo que el sociólogo polaco Zigmunt Bauman denominó la “modernidad líquida”. Se trata de un fenómeno que lleva también varios siglos de gestación, pero que se acelera enormemente a partir de la revolución electrónica de las comunicaciones. Lo que cambia esencialmente es el valor atribuido al “presente”. Mientras en las sociedades antiguas el presente no era otra cosa que una línea imaginaria que dividía el pasado y el futuro, para el observador situado en la inmediatez de la contingencia adquiere ahora un valor operativo en sí mismo para la organización de todos los asuntos sociales. Los filósofos existencialistas lo habían intuido ya en sus reflexiones, planteando la necesidad de redefinir el valor absoluto del tiempo de la metafísica tradicional o de aceptar vivir inevitablemente sin ella. Así, se llamó a nuestra época como “postmetafísica”.
Pero la comunicación electrónica ha permitido pasar del plano filosófico metafísico de la reflexión al funcionamiento de la sociedad misma, donde el presente, afirmativamente definido, puede ser utilizado para la conformación de los fenómenos sociales, constituyendo para ellos una “medida” de la realidad. Se menosprecia el pasado como un mero recuerdo de la vida social en etapas precedentes, y el futuro se muestra, en cambio, como una categoría dinámica, como anticipación de lo que podría llegar a ser la vida social y aún no es. El valor central de la realidad presente ya no son las ideas “claras y distintas” de que habló Descartes, ni los hechos, como planteó Goethe en su traducción del inicio del IV Evangelio, sino las expectativas de que algo ocurra, tanto en el lenguaje como en la acción. La expectativa corresponde al valor presente de la vida, sea que se la refiera al pasado como aprendizaje o al futuro como posibilidad abierta a ser determinada en el presente.
Esta introducción de la liquidez en las relaciones sociales muestra su altísima contingencia. Ella se ha introducido en todos los campos de la vida, pero muy especialmente en la economía y en la política. Esta última permite comprender que los regímenes autoritarios y de fuerza terminan siendo transitorios, como lo fue también el régimen chileno, donde retorna el sistema de partidos políticos, aunque disminuidos ahora en su liderazgo y en su capacidad de ser mayoría, frente a una opinión pública cada vez más contingente e influida por la inmediatez de los acontecimientos. Solo se sustraen a esta tendencia algunos gobiernos herederos de la Guerra Fría, que terminarán presumiblemente plegándose a la macrotendencia.
Lo que se ha demostrado, tanto en la teoría como en la experiencia, es que el valor actual de la contingencia no se gobierna por la simplificación, sino por la complejidad. Vivimos la era de las entidades complejas.
Tal vez sea la economía el ámbito social más dinámico en asumir la contingencia. Si en mi época temprana de estudiante se atribuía mucho valor al stock, al capital acumulado, hoy se considera el flow o flujo como la principal fuente de valoración de un activo. Habiendo liquidez puede apreciarse la magnitud del negocio, aun cuando el capital que se posea sea muy bajo o, en su caso, no exista. Si hasta la Segunda Guerra Mundial el respaldo de la moneda era su convertibilidad en oro (“patrón oro”, se decía), la posguerra fue introduciendo paulatinamente la comunicación dentro de la economía como de la sociedad en su conjunto, realzando el valor representado por la liquidez del circulante. El dinero plástico, a diferencia del oro, no tiene valor en su materialidad, sino en la expectativa que genera su eventual posesión. Tal expectativa puede variar contingentemente según las circunstancias y su capacidad de asociar nuevas expectativas. Así, el dinero es capaz de crear complejidad en las relaciones sociales y aumentarla todo lo que sea necesario, según sea socialmente su flexibilidad para adaptarse a situaciones que se identifican por su diferenciación con otras. Una evolución de este tipo permite incluir cada vez más actividades humanas al sistema económico de la sociedad. Algunos ejemplos emblemáticos, que hablan por sí mismos, es el valor descomunal que adquieren en el mercado los jugadores de fútbol si se les comparara con otras labores que suponen igual destreza física e igual capacidad de formar equipos. El valor, en este caso, no depende de la actividad deportiva misma sino de la capacidad de ser masivamente observado por los medios de comunicación para producir entretenimiento. Otro tanto podría decirse del periodismo televisado, que llevó a algunas estaciones de televisión a publicitar su actividad como “entretención de la noticia”. Fenómenos similares pueden observarse en la actividad política, en la judicatura, en la investigación superior y en la masividad del sistema escolar. Esta “modernidad líquida” afecta a todos los sistemas por igual: capitalistas y socialistas, liberales, conservadores, anarquistas, socialistas y marxistas. A los tradicionales y a los supuestamente modernos. La sociedad misma se ha vuelto más compleja, es decir, contingente. Si los anteriores conceptos de pasado y futuro servían para canalizar la gobernabilidad social, el presente, sin ataduras ni ligamentos, hace cada vez más indeterminada esta gobernabilidad social. En este contexto, algunos autores quieren definir la sociedad actual a partir del riesgo, como Gary Becker. Pero quien describe, en mi opinión, más correctamente el riesgo relativo de las acciones es Niklas Luhmann, con su afirmación de que el núcleo de la actividad social ha cambiado desde la acción a la comunicación, siendo la acción solo un caso particular de la comunicación. Como lo demuestran los medios, la comunicación permite una inmensa contingencia en el presente de una sociedad, pudiendo también agregar a ella el pasado y el futuro, aunque ambos seleccionados desde la interpretación del presente.
EL ESTADO DE BIENESTAR
La contingencia trae aparejada para las personas la capacidad de demandar en el presente los objetos y productos satisfactores de una necesidad. Así surgen los denominados “derechos sociales” de las personas y de los grupos particulares, los que incluyen empleo, seguridad social, vivienda, transporte, salud, educación formal, medios de comunicación, largo descanso, recreación y tantas otras necesidades que, en verdad, no tienen límite. Como los bienes proporcionados por los privados son escasos y onerosos, la demanda social se canaliza hacia el Estado, sea que la prestación satisfactoria se haga directamente por los entes públicos, sea que el Estado subsidie la demanda y la canalice con ventaja a los entes privados capaces de proveer los bienes correspondientes. Pero tanto el éxito como la carencia se vuelven responsabilidad del Estado. Algunos notables ejemplos chilenos en esta dirección fue la creación de la unidad de fomento (UF), que permitió estabilizar el poder adquisitivo de la moneda con independencia relativa del gasto público; las AFP que, además de financiar el sistema de pensiones, permitieron la formación de un capital financiero importante entre los trabajadores chilenos; las isapres, que permitieron canalizar importantes aportes privados a la prestación de salud, descargando parte de la onerosa deuda de la salud de los chilenos con los recursos públicos del Estado. Podrá discutirse, ciertamente, cómo lo hizo cada una de estas instituciones, pero lo importante fue la cooperación público-privada, inaugurada en el período, para la satisfacción de necesidades que el mercado exigió resolver.
La participación de los privados en los asuntos públicos, sin embargo, subió su prestigio ante los ojos de la población en desmedro de la tradicional valoración que dicho sector había tenido durante décadas. Nunca antes como ahora, las encuestas de prestigio ocupacional y de confiabilidad de las instituciones públicas habían arrojado un porcentaje tan bajo de satisfacción con el desempeño de los entes públicos, incluidos entre ellos, los tradicionales tres poderes del Estado: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. El llamado “cuarto poder”, es decir, los medios de comunicación de masas, a su vez, gana sin contrapeso en esta escala de prestigio y confiabilidad. Ello no es más que un signo de que la tradicional majestad de la ley reside cada vez menos en las instituciones públicas de la sociedad y cada vez más en la articulación de las demandas de la población, sea que la realicen los entes públicos o privados.
Se cambia así completamente la legitimidad de la autoridad, que más que apoyarse en grandes ideologías del futuro lo hace en los rendimientos del corto plazo, particularmente del presente. Como lo han mostrado países muy diversos en su nivel de riqueza y en sus sistemas ideológicos de gobierno, el conflicto entre los particulares, y de estos con el Estado, se ha venido incrementando en los últimos años. Todo indica que ya no basta el golpe de autoridad de los política o económicamente poderosos y se impone, en cambio, una cierta transacción o negociación en la jerarquía de las demandas.
Se ha hablado muchas veces de la necesidad de “un nuevo trato” o de “un nuevo pacto social”. Sin embargo, estas negociaciones quedan supeditadas a la contingencia y cualquier hecho significativo general (como la epidemia) o particular (como el abuso cometido a una o más personas) puede trastocarlas y obligar a la población a rediscutir los acuerdos alcanzados. Los responsables del Estado o de áreas sociales particulares piden a la población que se recuerde que al lado de los derechos existen las obligaciones y que deben considerarse conjuntamente, mientras los demandantes suelen recalcar que la primera obligación del sistema institucional es precisamente satisfacer los derechos sociales de las personas. El suma cero o el empate comienza a caracterizar política y culturalmente las tendencias dominantes de la población.
UNA NUEVA CLASE MEDIA
El conjunto de factores mencionados nos lleva a la conclusión de que la mayor transformación social acaecida en los últimos 50 años es el surgimiento de una nueva clase media. Su protagonismo se ha ido imponiendo paulatinamente en la política, pero antes que en ella, en la economía, la educación, la estratificación social y, en una palabra, en la cultura de nuestro país y de muchas otras naciones latinoamericanas. En ciencias sociales teníamos habitualmente la imagen de una clase media surgida y amparada por la meritocracia del Estado y de las instituciones públicas. Más poderosa que el proletariado industrial y la clase obrera, en general, pero menos poderosa que la burguesía empresarial y financiera que había heredado las posiciones dominantes de los propietarios agrícolas a comienzos del siglo XX, y que se consolidó después de la gran depresión del 30 con la ayuda del proteccionismo del Estado y una inflación que directa o indirectamente los favorecía. El único espacio de libertad y autonomía conquistado por esta clase media meritocrática había sido la educación en los grandes liceos emblemáticos y, posteriormente, en la educación superior, lo que se fue devaluando por diversas razones en las últimas décadas.
Un hito particularmente importante en este incremento de libertad fue el aumento de la escolaridad de las mujeres y, finalmente, su ingreso a la educación universitaria. Esto permitió que ellas se incorporaran paulatinamente al mundo profesional y técnico con las mismas habilidades que los varones, llegando hasta la presidencia de la República. Esta es, tal vez, una de las revoluciones sociales más grandes del último siglo.
Sin duda que esta participación reforzó las tendencias demográficas ya descritas, especialmente la disminución de la natalidad, puesto que la mujer no solo debe criar a sus hijos, sino que desempeñarse con eficiencia en el mundo profesional. Pero es posible que solo sea un período de ajuste que lleve a una distribución más equitativa de los sexos en el hogar y en las tareas cotidianas de sobrevivencia. Sin embargo, cualquiera sea el ajuste, la participación más reconocida de la mujer en la vida social y profesional ya es un hecho que la gente reconoce y que permanecerá largo tiempo en los medios de comunicación que coordinan la vida social.
Existen, no obstante, otros factores que dan fisonomía a la nueva clase media. Entre ellos, habría que mencionar la relación con el dinero plástico y con el mercado de bienes y servicios. Esto resulta claramente comprensible si, en virtud del cambio en el valor de la temporalidad, se aprecia más el flujo esperado de los bienes que aquellos ya acumulados como capital. En este ámbito la evolución social ha vuelto completamente obsoleta la teoría marxista de la economía. La población que vive de su trabajo no busca solamente reproducirse natural y biológicamente. Busca más bien ampliar su abanico de posibilidades para generar nuevas expectativas en el mercado, especialmente a través de la más amplia gama de servicios. El sector terciario se ha transformado en el motor de la economía y de su constante crecimiento, sector que se ha potenciado aún más con la comunicación electrónica.
LA CULTURA DE LA LIQUIDEZ
Muchos de los aspectos antes considerados han impactado fuertemente las culturas tradicionales de los países latinoamericanos. Pienso, sin embargo, que nuestras culturas continúan siendo “barrocas”, como lo fueron desde su nacimiento, en cuanto lograron generar una convivencia armónica entre la tradición oral, la escrita y ahora la audiovisual. Frente a la irrupción de esta última, las culturas barrocas están mucho más abiertas a ella que lo que estuvieron quienes priorizaron la escritura en sus afanes ilustrados. La cultura audiovisual no solo reproduce la oralidad en tiempo presente, sino que admite además el simbolismo ritual visual como lo hicieron desde el siglo XVII la arquitectura, el teatro, la música y toda representación escénica. No se puede olvidar una de las grandes obras teatrales de Calderón, en el Siglo de Oro, que llevaba por título “El gran teatro del mundo”. Heredera de Calderón, la cultura barroca latinoamericana ha hecho suyo este gran lema que se verifica ahora en la cultura electrónica audiovisual.
En el ámbito religioso, no obstante el crecimiento de otras denominaciones cristianas, del espiritismo y también del ateísmo y de la indiferencia religiosa, la novedad de tener por primera vez en la historia un Papa latinoamericano muestra, sin lugar a dudas, el empuje y fuerza de la cultura religiosa latinoamericana que, contrariamente a lo que sostienen algunos analistas sociológicos, no se orientó hacia la secularización religiosa y moral, hacia el puritanismo en que se habría sumergido el mundo del norte, sino que se acomodó más bien a las nuevas tendencias nacidas de la evolución social, sin moralismos ni corporativismos, sino con el sello propio del mestizaje barroco característico de su tradición cultural.
A MODO DE CONCLUSIÓN
Si se considera el conjunto de las características sociales experimentadas, puede decirse que los cambios de los últimos 50 años no constituyen una modalidad propia y exclusiva de la historia latinoamericana y chilena en particular, sino que están presentes en el desarrollo de una etapa universal de más larga duración que hemos denominado, siguiendo al sociólogo polaco Zigmunt Bauman, “modernidad líquida”. Y aunque se ha destacado con énfasis la dinámica de fuerza de la contradicción entre civiles y militares, el poderío unilateral de las armas y también la falta de reconocimiento de los derechos humanos, incluso su desprecio, la mirada no siempre se ha enfocado más lejos, en un período de mayor duración y de alcance más universal. Es decir, en la evolución de la sociedad en su conjunto, dentro de la cual habría que situar las particularidades de la historia política propia. Las consideraciones aquí expuestas ayudan a conseguir un análisis más ecuánime y equilibrado de todo este proceso, permitiendo la comparación con otros países y una comprensión más realista de la unidad y diversidad con que se presenta la vida social.