La prehistoria del jaguar: el influjo británico en la cultura chilena
Salvo a fines del siglo XX, cuando se popularizó fugazmente el muy discutido mito de “los ingleses de Sudamérica”, poco se ha reflexionado sobre la influencia británica en la construcción de la identidad local. En el marco de los 200 años de relaciones diplomáticas entre Chile y Reino Unido, este artículo indaga en el impacto que tuvo esa cultura en el país entre 1776 y 1830, un período en que el Imperio Británico ejerció un dominio decisivo con pocos contrapesos.
En los últimos tres años, el debate sobre la identidad chilena ha resurgido en el ámbito público. Históricamente, estas discusiones solían centrarse en eventos nacionales como el Centenario, Sesquicentenario o Bicentenario. Sin embargo, han cobrado nueva relevancia desde octubre de 2019. Inicialmente, las críticas se dirigieron a los logros pasados en términos económicos, políticos e institucionales. Con el tiempo, las controversias se diversificaron. Se ha cuestionado no solo la influencia de la dictadura militar en la actualidad, sino también la narrativa histórica predominante sobre la identidad chilena, que enfatizaba la unidad y homogeneidad del país.
En este contexto de redefinición y disputa surge una pregunta clave: ¿qué significa ser chileno? La teoría moderna sugiere que es un proceso dinámico y maleable, nutrido por diversas fuentes y moldeado con el tiempo. Desde esta perspectiva, este atributo se construye en un proceso continuo de autorrepresentación y diferenciación, que emerge de una comparación con otras comunidades. Durante el periodo de independencia, en el cual se inició el proceso de construcción de la identidad nacional, uno de esos “otros” fue Gran Bretaña. A continuación, analizaremos cómo la interacción con el Imperio hegemónico durante la era de las revoluciones (1776-1830) pudo haber influenciado dicho proceso.
TIEMPOS DE REDEFINICIONES
En los albores de los estados hispanoamericanos, la formación de identidades nacionales se entrelazó con las guerras de independencia. Aunque durante años se sostuvo la idea de que estos conflictos bélicos surgieron de comunidades con características propias predefinidas, una perspectiva más reciente ve al proceso independentista como el inicio de la construcción de esas identidades y es el resultado de un continuo de construcción discursiva impulsado desde las elites.
La era de las revoluciones, marco temporal en el que transcurrieron las guerras de independencia, caracterizado por una larga lucha entre los grandes imperios transatlánticos como Gran Bretaña, Francia y España, no solo condujo a la formación de los Estados hispanoamericanos y sus identidades, sino que también, como argumenta la historiadora británica Linda Colley, contribuyó a la formación de la “nación británica”. A pesar de la existencia de un Imperio Británico establecido y en expansión global, esta comunidad inició su propio proceso de construcción en términos de identidad nacional propiciado por el enfrentamiento al ejército francés durante las Guerras Napoleónicas que, al mismo tiempo, gatillaron el proceso independentista hispanoamericano. El conflicto que terminó por unificar a las diversas naciones del Reino Unido –Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda– también generó un estímulo para definir su propia identidad nacional.
REPRESENTACIONES SOBRE CHILE
A pesar de su innegable relevancia, el papel del Imperio Británico a menudo se subestima en las narrativas de la independencia chilena. Algunas fuentes de conocimiento histórico, que se supone son educativas, han popularizado teorías conspirativas que sugieren que la independencia de América fue el resultado de un plan masónico tramado en las logias londinenses. Sin embargo, al examinar manuales de historia chilena o textos escolares sobre este período, es evidente que se mencionan factores “externos” como la Revolución Francesa, Napoleón Bonaparte, el surgimiento de Estados Unidos y la difusión de las ideas ilustradas. En el mejor de los casos, se hace referencia a figuras como lord Thomas Cochrane, vicealmirante y comandante de la Escuadra chilena, quien desempeñó un papel protagónico en las guerras que continuaron hasta Perú. A menudo se omite la influencia de las invasiones británicas a Buenos Aires en 1806 y la búsqueda activa del respaldo y reconocimiento británico por parte de Bernardo O’Higgins.
Si bien para los chilenos las invasiones británicas a Buenos Aires pueden resultar algo lejano, para los argentinos son un hito fundamental en su historia de construcción nacional y representa un momento crucial en el proceso de independencia, incluso antes de la crisis desencadenada por la vacancia del poder en mayo de 1808 en la monarquía española. Pese a ello, la presencia cercana de un contingente de más de siete mil soldados británicos representaba una amenaza real para los habitantes de la Capitanía General de Chile.
La noticia de una nueva expedición británica hacia Chile exacerbó esta situación. Liderada por el general Robert Craufurd, la expedición partió a fines de 1806. Tenía como objetivo anexar el país a la monarquía británica y establecer Valparaíso como un enclave estratégico para el comercio con Buenos Aires y Callao. Las autoridades coloniales implementaron un plan de defensa que involucraba a toda la población. Sin embargo, lo más destacado fue la serie de debates sobre la identidad de la comunidad chilena en medio de la posibilidad de ser sometida a un nuevo imperio. Surgieron preguntas sobre si los chilenos debían asegurar su seguridad y luchar en su propio territorio, o si tenían que organizar una expedición para auxiliar a Buenos Aires como hermanos en la lucha. Estas discusiones generaron una reflexión temprana sobre una sociedad que se percibía como distinta de las naciones vecinas, aunque compartía la pertenencia a la comunidad hispánica.
Por otro lado, luego de la declaración de independencia en febrero de 1818, los recién formados Estados hispanoamericanos se vieron inmersos en la búsqueda del reconocimiento diplomático en un panorama cargado de tensiones. El temor de que Fernando VII, respaldado por la Santa Alianza, intentara recuperar sus antiguos dominios, convirtió en imperativo obtener el reconocimiento de Gran Bretaña, la cual, a pesar de que mantenía una posición neutral, buscaba poner fin al conflicto que afectaba a sus comerciantes en Hispanoamérica.
Aunque Portugal y Estados Unidos habían reconocido anticipadamente a los nuevos Estados hispanoamericanos en 1819 y 1822, respectivamente, Bernardo O’Higgins buscó proactivamente el reconocimiento británico. Esta iniciativa se debía a la necesidad de tener el apoyo de la potencia hegemónica del momento y a los propios intereses geopolíticos de Chile. La expedición libertadora de Perú y el papel desempeñado por la naciente Armada chilena en la expulsión de toda presencia marítima española que amenazara los puertos americanos del Pacífico convencieron a O’Higgins de que el país debía desempeñar un rol crucial en la reconfiguración política del continente. En este nuevo escenario, el Imperio Británico era visto como la mejor alternativa para cumplir con su anhelo mediante una alianza que permitiera a Chile dominar en el Pacífico y a Gran Bretaña en el Atlántico, en desmedro de los intereses de Estados Unidos.
La respuesta británica fue recibida con escepticismo. El reconocimiento no llegó de manera inmediata, debido a la percepción de inestabilidad política local, difundida principalmente por Cristopher Nugent, el primer cónsul británico designado en Chile en 1823. Sin embargo, las negociaciones iniciadas por O’Higgins tuvieron un impacto cultural más allá de la diplomacia. A nivel discursivo, se desarrollaron representaciones sobre Chile que propiciaron la construcción de una identidad distintiva respecto de los demás nuevos Estados. Plasmadas en las instrucciones de los emisarios diplomáticos enviados a negociar el reconocimiento, esas representaciones mostraban a Chile como una excepción en el continente: políticamente ordenado, económicamente próspero, atractivo para inversionistas e inmigrantes y con aspiraciones de convertirse en una potencia continental. Estas imágenes fueron recurrentes en la construcción de la imagen nacional hacia el resto del siglo XIX, lo que se expresó en la idea de la “excepcionalidad” chilena difundida por las élites políticas y por los inmigrantes que llegaron a Chile desde países carcomidos por sus conflictos intestinos.
EL MODELO BRITÁNICO
Otra perspectiva de análisis se centra en Gran Bretaña como modelo cultural. Algunos estudiosos sugieren que existe una vinculación entre el imperialismo y la cultura, ya que imperios globales como Gran Bretaña y Estados Unidos difunden sus valores culturales de manera activa. Durante la era de las revoluciones, el Imperio Británico no ocultó su intención de propagar aspectos de su organización política y económica como valores civilizatorios, lo que se manifestó en la promoción del libre comercio y de la monarquía parlamentaria.
En cuanto a lo primero, las invasiones a Buenos Aires en 1806 reflejaron una política para abrir camino a la expansión comercial británica hacia América mediante el establecimiento de enclaves estratégicos, ya que Napoleón Bonaparte había bloqueado los mercados europeos. No obstante, la resistencia de los habitantes de Buenos Aires, que culminó con la expulsión de las fuerzas británicas el año siguiente, llevó a Lord Castlereagh (secretario de Asuntos Exteriores británico) a reconsiderar su enfoque y a buscar la apertura comercial de manera distinta.
Los americanos también demostraron disposición a abrir sus puertos, especialmente durante el proceso de formación de juntas en 1810, como se observa en el decreto de 1811 en Chile. Pero en el período posindependencia la influencia británica cobró un papel fundamental. El rol de actores particulares –como John James Barnard, secretario de la Asociación de Comerciantes Británicos y asesor de O’Higgins en cuestiones económicas– fue esencial en la profundización de la política de libre comercio mediante una defensa abierta del mismo, a pesar de que no beneficiaba directamente a los productores locales. Dicha política fomentó la llegada continua y gradual de cientos de comerciantes a Chile durante la década de 1820.
Para la historiadora Karen Racine, los años londinenses de O’Higgins y de un grupo de líderes hispanoamericanos fueron fundamentales para que varios de ellos tomaran a Gran Bretaña como su principal referente político y cultural al momento de organizar los nuevos estados independientes. Este punto ha quedado algo nublado debido a la adopción del régimen republicano por parte de estos, contrario a lo deseado originalmente por las autoridades británicas. No obstante, Racine recuerda que la posibilidad de una monarquía moderada estuvo latente al menos hasta 1825. A partir de ese año, Gran Bretaña comenzó a reconocer a los estados hispanoamericanos, y que el modelo de estabilidad política y de reformismo aristocrático y gradual tan propio de la monarquía parlamentaria británica, a diferencia de la convulsionada Francia, era profundamente admirada por O’Higgins, San Martín y Bolívar, quienes formaron parte de ese grupo de hispanoamericanos que coincidieron en Londres.
En tanto modelo cultural, el influjo británico en la identidad nacional se expresó, por un lado, en una predilección temprana por la apertura no solo al comercio, sino que también a la recepción de inmigrantes que podían ser un aporte para la construcción del país. El hecho de que profesaran credos protestantes implicó un desafío en una sociedad profundamente católica que en sus primeras definiciones constitucionales no oficializó la tolerancia religiosa. Por otro lado, se evidencia una adhesión a la idea del orden y el progreso graduales, lo que sería un rasgo distintivo de las siguientes etapas de la construcción republicana chilena, y que perdura como un elemento discursivo de la identidad nacional.
La influencia británica durante las independencias es innegable. Desde la interacción geopolítica hasta las representaciones discursivas y las influencias culturales, Gran Bretaña desempeñó un papel trascendental en las etapas iniciales del proceso de definición de la identidad chilena. Lejos de ser lineal, este proceso estuvo marcado por complejidades y tensiones que generaron un tejido cultural multifacético, en un contexto global en constante cambio.