Los rostros de la violencia en la historia de Chile
El concepto “violencia” ha sonado con fuerza en los últimos meses. ¿Qué ocurrió con el imaginario de Chile como un país “ordenado”, un ejemplo en la región? De todos los conflictos del siglo XIX, la guerra civil de 1891 fue la que cobró más víctimas. Tanto el siglo XIX como el XX están marcados por insurrecciones y enfrentamientos y, en ese marco, es relevante constatar que las constituciones de 1833, 1925 y, por cierto, la de 1980 se fraguaron en o luego de situaciones de violencia.
Es probable que en los últimos treinta años la prensa chilena no haya recogido tantas veces el concepto “violencia” como en los últimos meses.
¿Es posible escindirla de las manifestaciones sociales? ¿La hemos naturalizado? ¿Podemos distinguir entre una violencia legítima y otra ilegítima? ¿Quiénes son sus protagonistas?
¿Qué ocurrió con el imaginario de Chile como un país “ordenado”, un ejemplo en la región?
Desde la perspectiva de quien se ha preocupado de estudiar la violencia a través de la historia de Chile, este protagonismo discursivo ha sido interesante. Sin embargo, parte importante de las opiniones expresadas en el espacio público llevan consigo una relevante carga ideológica y política. A la vez, han sido pocas las que han situado su reflexión en el marco del “tiempo largo”, de la “larga duración”, como diría Fernand Braudel. Este es justamente el ejercicio que propongo en el presente escrito, cruzado por perspectivas de historia cultural y de género que, por cierto, dialogan con la historia política de nuestro país.
LA NOCIÓN DE ORDEN
El Diccionario de autoridades, primer repertorio lexicográfico realizado por la Real Academia Española entre 1736 y 1739, entendía “violencia” como la “fuerza o ímpetu en las acciones” que alteraba el “estado natural” de los contextos sociales y de las disposiciones personales (RAE, 1739). Somos herederos, por tanto, de una tradición intelectual occidental ilustrada que asocia este concepto a una situación de quiebre, que supone la preexistencia de un estado “normal” o “naturalmente ordenado”.
Asimismo, dicha situación de “orden” remitía a un deber-ser de las cosas que estaba refrendado por disposiciones divinas (RAE, tomo V). El orden era, dentro de esta representación, una creación de Dios. La importancia de la noción de “orden” nos ha acompañado a lo largo de la historia de Chile. Este ha sido un ideal anhelado, que “sedujo” a las elites durante el siglo XIX (Stuven, 2000). Sin embargo, el orden efectivo no se relacionó necesariamente con el consenso social –y las polémicas discursivas inherentes a él– de la clase dirigente.
Hemos nacido de un proceso de conquista, con todo lo que ello implica desde el punto de vista del ejercicio de la fuerza, de la subyugación sexual y de la dominación cultural. Es más, dentro del Imperio español fuimos uno de los territorios más peligrosos, con un “enemigo interno” –el pueblo mapuche– que jamás se dejó subyugar y cuyo territorio cercenaba en dos la Gobernación de Chile.
Sin embargo, el devenir y las prácticas sociales nos hicieron “naturalizar” esa fractura interna y la historiografía incluso nos ha hablado de la existencia de una “sociedad fronteriza” rica y dinámica, en torno y en el marco de ese territorio. Luego, a fines del siglo XIX ese espacio fue anexado a través de un proceso violento, que durante muchos años nos esforzamos en llamar “pacificación de la Araucanía”.
La sociedad colonial puede entenderse como una “sociedad de dominación”, nacida de la imposición de pequeños grupos por sobre grandes masas de población. A la vez, la debilidad del Estado metropolitano en Chile colonial llevó a las autoridades a compartir la tarea de perpetuación del orden con las élites locales, con lo cual las relaciones de dependencia personal constituyeron el principal mecanismo de control y de orden social. El jefe de familia, y desde la prerrogativa de su honor, ejercía su poder tanto sobre su esposa e hijos como sobre sus esclavos, criados y demás “domésticos”, pudiendo castigar sus comportamientos (Undurraga, 2012).
Es a partir de las últimas décadas del siglo XVIII cuando se observan intentos más efectivos de control de la población por parte de las autoridades hispanas. Esto se manifestó, por ejemplo, en la promulgación de bandos de policía –o “de buen gobierno”– y en la creación de cuerpos militares con funciones de policía, como ocurrió en 1760 con el Cuerpo de Dragones de la Reina Luisa. La instauración de las Intendencias en 1783 y la política de fundación de nuevos centros urbanos, propiciaron los mismos objetivos.
Si bien, la historiografía ha discutido la efectividad de estas últimas políticas, existe consenso en cuanto a que el disciplinamiento de la población fue un ejercicio permanente a lo largo de nuestra historia. Es más, si durante la así llamada “República autoritaria” no hubiese existido desorden social –calificado por los gobernantes como “desbordes”, “tumultos” o “desenfrenos de la plebe”–, no habrían sido necesarias las políticas de despolitización popular y las estrategias represoras del período portaliano (Pinto y Valdivia, 2009). De todos los conflictos del siglo XIX, sin duda la guerra civil de 1891 fue la que cobró más víctimas.
Tanto el siglo XIX como el XX está jalonado de insurrecciones y conflictos violentos y, en ese marco, es relevante constatar que las constituciones de 1833, 1925 y, por cierto, la de 1980 se fraguaron en o luego de situaciones de violencia.
UNA SOCIEDAD CIVILIZADA
La violencia no constituyó, ni lo sigue haciendo, un concepto unitario ni unívoco, pues siempre ha estado significada por diversas representaciones. Si existe algún consenso historiográfico en la materia puede ser el de cuestionar su comprensión como quiebre de un orden social carente de conflictos, lo que justamente contrasta con las acepciones anteriormente citadas del Diccionario de autoridades de la RAE.
Tanto las prácticas como las nociones de violencia son históricas y, por tanto, sujetas a la diacronía, al devenir de los contextos en los cuales se enmarcan. Si bien la tesis de Norbert Elias sobre la progresiva transformación de la economía emocional, con la consiguiente represión de la violencia a lo largo de la modernidad, ha sido largamente discutida, no dejan de ser interesantes sus observaciones sobre las recompensas sociales otorgadas a la autocompulsión (Elias, 1987). Es decir, los incentivos que podían tener los sujetos para morigerar sus respuestas violentas ante las ofensas con el fin de ser tildados de “educados” o “civilizados” por sus pares. Ello impulsaría, con el tiempo, la disminución de la venganza privada –duelos o agresiones inmediatas– y el progresivo encauzamiento judicial de esta última. Al ubicar al Estado como mediador de los conflictos interpersonales se apoyaría el lento y difícil proceso de monopolio de la violencia, que venían llevando a cabo las sociedades occidentales desde la construcción del Estado moderno.
Sin embargo, los esfuerzos por socializar la estigmatización de la violencia interpersonal –vinculándola a las ideas de barbarie e incivilidad– tuvieron resultados dispares en Chile. A lo largo de mis investigaciones he intentado discernir cuáles grupos se han sentido convocados por la autocompulsión de la violencia y cuáles no. Además, en el caso de estos últimos, he buscado comprender cuáles han sido las recompensas sociales alternativas ofrecidas a aquellos que han hecho y hacen uso de ella.
Por una parte, si bien las élites fueron receptivas a los discursos de civilidad con relación a las disputas entre sus pares, esto no las llevó a moderar los castigos otorgados por los desacatos de sus “inferiores” sociales. Sería interesante analizar una suerte de pervivencia de estas actitudes en el trato denigratorio y clasista –y que por derivación es violento– que es posible observar en la sociedad contemporánea.
A su vez, los sectores populares esquivaban la resolución institucional –judicial– de sus conflictos y continuaban haciendo uso de la venganza privada. Esto último, constituía una práctica legítima dentro de sus universos socioculturales y se relacionaba con la imbricación entre virilidad y violencia, así como entre cobardía y moderación de la fuerza. Los hombres de la plebe, en los siglos XVIII y XIX, vinculaban su honor personal al uso de la violencia física y de la potencia sexual. Algunos estudios sobre identidades masculinas populares corroboran, con matices, por cierto, estos imaginarios para el siglo XX.
EL SILENCIO CÓMPLICE
Como sociedad también hemos naturalizado situaciones de violencia cotidiana y estructural, como las derivadas del sistema patriarcal. Que el esposo o el padre de una mujer hallada en adulterio tuviera el derecho de matarla, en defensa de su honor (Partida Séptima, c. 1256-1265), es una práctica que he encontrado muchas veces en los registros criminales chilenos de los siglos XVIII y XIX. Lo mismo sucedía con la facultad masculina de “corregir” –castigar físicamente– a la esposa, que se proyecta hasta el día de hoy y que se manifiesta desde el femicidio hasta las agresiones, violencia psicológica y simbólica dirigida hacia las mujeres.
Sin ánimo de restar gravedad a las múltiples y diversas formas de violencia desplegadas visiblemente en el espacio público durante los últimos meses en nuestro país, propongo que el contexto actual debiese llamarnos a reflexionar en torno a aquellas transgresiones silenciosas, que ocurren frecuentemente en los ámbitos privados. Me refiero a aquellas permanentes y cotidianas que han formado parte de nuestra historia y que se siguen expresando en el presente. Entre ellas, la violencia de género es una de las más profundas.
Este trabajo ha sido financiado por el Programa RISE Horizon 2020, de la Unión Europea, bajo el acuerdo Marie Skłodowska-Curie N. 778076.
PARA LEER MÁS.
Elias, N., El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1987.
- Pinto, J. y Valdivia, V., ¿Chilenos todos? La construcción social de la nación (1810-1840). Santiago, Lom Ediciones, 2009.
- Stuven, A.M., La seducción de un orden. Las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX. Santiago, Ediciones UC, 2000.
- Undurraga, Verónica, Los rostros del honor. Normas culturales y estrategias de promoción social en Chile colonial, siglo XVIII. Santiago: Editorial Universitaria, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, DIBAM, 2012.
- http://www.resistance.uevora.pt/
- RAE, tomo V, 1737, p. 48. y 1739, pp. 491-492. Partida Séptima, c. 1256-1265, tít 17, leyes 13 y14.