• Revista Nº 174
  • Por Augusto Townsend

Especial

Miedo y polarización en Latinoamérica: la frágil democracia que nos gobierna

Este texto ha sido elaborado a partir de lo que se ve diariamente en la política peruana, pero no es muy distinto a lo que está ocurriendo en otros países. Estamos en presencia de una nueva normalidad en la cual muchos entienden la política como un juego de matar o morir. Y si, en efecto, algo va a terminar muriendo, va a ser la democracia misma.

Las elecciones presidenciales en el Perú suelen generar escenarios de segunda vuelta con candidatos que fueron la primera opción de un porcentaje muy exiguo del electorado, y que más bien generan sentimientos mucho más intensos de rechazo. Dicho en sencillo, mucha gente va a escoger la alternativa que considera menos mala, aunque no genere mayor entusiasmo, salvo que uno prefiera viciar el voto o simplemente no acudir a votar (aun cuando esto es obligatorio en el Perú).

El sentimiento más prevalente hacia la política, cuando no estamos en un escenario electoral, suele ser la resignación o la apatía. La mayoría de los connacionales asume que no hay una conexión real entre lo que hacen los políticos y lo que pasa en sus vidas. Que elegir representantes es como una puesta en escena que no lleva a nada. Como un juego de charada en el que los políticos fingen que les importan las necesidades de aquellos que quieren convertir en sus votantes, cuando en realidad se van a olvidar de ellos en el minuto siguiente al que salen elegidos.

Los políticos, por supuesto, están conscientes de esto, de que no van a despertar ilusión más que en unos pocos quienes, ingenuamente, seguirán dándoles oportunidades o estarán dispuestos a creer que son outsiders o caras nuevas, cuando de ser elegidos es casi seguro que exhibirán las mismas taras que aquellos a quienes desprecian como “políticos tradicionales”; por ejemplo, la tolerancia o el involucramiento activo en actos de corrupción.

Por tanto, quien postula a la presidencia entiende que necesita algo distinto para imponerse si ya pasó a la segunda vuelta. No se trata solo de hablar de lo que ofrece uno, de ensalzar las propias virtudes, de transmitir empatía con las necesidades del electorado. El beneficio marginal de cualquier esfuerzo comunicacional en ese sentido será muy bajo. Mucho más conveniente es tratar de convencer al votante indeciso, ese mismo que está buscando el “mal menor”, de que el rival es poco menos que el apocalipsis encarnado y que, por tanto, hay que tener miedo, mucho miedo.

LA HISTÉRICA SEGUNDA VUELTA DE 2021

Quizá no exista mejor ejemplo reciente para describir esto en el Perú que lo que afrontamos en la segunda vuelta presidencial de 2021. En esa ocasión se enfrentaron, por un lado, Pedro Castillo, un campesino y dirigente sindical del sector educativo, que postulaba invitado por un partido marxista-leninista, liderado por un ex gobernador regional sentenciado por corrupción, y que había hecho ofrecimientos de campaña como desactivar el Tribunal Constitucional. En el entorno del candidato había personas con sospechas de tener simpatías o incluso vinculación con grupos terroristas de antaño o con los actuales organismos de fachada de sus remanentes.

Del otro lado estaba Keiko Fujimori postulando a la presidencia por tercera vez. Ella cargaba con el pasado de lo hecho por el gobierno de su padre, Alberto Fujimori, en los noventa, quien concentró el poder a través de un autogolpe y luego manipuló el sistema para reelegirse indebidamente. Además, ella misma, como lideresa de su partido, había mostrado un talante autoritario al negarse a reconocer su derrota frente a Pedro Pablo Kuczynski, en la segunda vuelta de 2016. Adicionalmente, utilizó la enorme bancada que obtuvo en esas elecciones parlamentarias (73 de 130 escaños en un Congreso unicameral) para enfrentarse innecesariamente con el gobierno de Kuczynski, aun cuando supuestamente tenían muchas coincidencias programáticas.

Castillo y Fujimori eran los dos candidatos con mayor “antivoto” de los que estaban en pugna en esa elección presidencial; de hecho, el anticomunismo y el antifujimorismo son dos de las identidades políticas más prevalentes en el país. En efecto, durante esa campaña se activó lo que por un lado se conoce como el “terruqueo”, es decir, que asegura que un candidato de izquierda valida o es un agente de grupos terroristas; y por el otro lado, el fujimorismo se presentó como una fuerza política irremediablemente corrupta y antidemocrática.

Como decíamos, no es que estos cuestionamientos surjan de la nada. Había razones para preocuparse de la vena autoritaria de ambas candidaturas y lo que eso podría significar para la continuidad de la democracia en el Perú. Pero lo que ocasionó esa segunda vuelta de 2021 fue un intento, bastante maniqueo, de ambos lados, de presentar esta elección como una lucha cósmica entre el bien y el mal, como una disyuntiva en la cual una de las opciones supondría indefectiblemente la destrucción del país y, por tanto, había que votar por quien estaba del otro lado, sin importar quién fuera.

Y tan prevalente fue ese encuadre de la disputa, que la discusión en las redes sociales se volvió tóxica, con lazos familiares o amicales rompiéndose a gritos por discrepancias políticas, con gente airadamente descalificando de “tibio” o “centrista” a cualquiera que osara cuestionar por igual a ambos candidatos. En las aplicaciones de mensajería instantánea como WhatsApp, que es muy popular en el Perú, circulaba información abiertamente falsa o visiblemente manipulada sobre cualquiera de los candidatos, de lo que sus remitentes probablemente estaban conscientes pero que poco les importaba, porque el objetivo era destruir a como diera lugar la candidatura que se veía como un riesgo cataclísmico.

Contienda presidencial

Contienda presidencial

Pedro Castillo y Keiko Fujimori eran los dos candidatos con mayor “antivoto” de los que estaban en pugna en la elección presidencial de 2021; de hecho, el anticomunismo y el antifujimorismo son dos de las identidades políticas más prevalentes en Perú.

LO QUE EL MIEDO HACE DESAPARECER DE LAS DEMOCRACIAS

Ya comentábamos que cualquiera de estas candidaturas podía verse como potencialmente catastrófica para el país. Y, sin embargo, decir tal cosa era profundamente controversial en ese momento. En medio de la extrema polarización que generó esa segunda vuelta y el miedo (convertido en desprecio) que había tomado las riendas del pensamiento de muchos, solo cabía alistarse como un agente más para destruir la candidatura de quien se pensara que era peor. Aunque eso implicase pelearse con amigos, familiares o conocidos que tuviesen aproximaciones distintas a lo que estaba pasando en el Perú y sus causas de fondo.

Pues bien, cuando una dinámica de este tipo se apodera de la política de un país (cosa que es cada vez más frecuente, además, por el efecto intensamente polarizante de las redes sociales), hay muchas cosas que se pierden en el camino. Diría que se empieza a menoscabar la democracia misma, sin que necesariamente nos percatemos de ello, por la ceguera que nos produce la trama coyuntural en la que estamos tan invertidos.

Algunas razones por las cuales esto ocurre son: que pasamos a entender la democracia ya no como una competencia entre rivales, sino como una guerra entre bandos enemigos. En democracia, la candidatura que uno prefiere a veces gana y a veces pierde, pero uno no pone en duda las reglas mismas del sistema que permiten que esa competencia pueda seguir dándose en elecciones libres y universales. Cuando vemos la política como una guerra, la única opción posible es eliminar al bando opuesto, porque si no lo hacemos, este hará lo propio con el nuestro.

En segundo lugar, tener una discusión civilizada entre posiciones discrepantes deviene en un imposible práctico. El que escucha a quienes están en el bando opuesto se convierte automáticamente en un traidor al que hay que castigar. Peor que el que está del otro lado es el que está del nuestro pero ha decidido abrirle la puerta al enemigo, aunque haya sido solamente para tratar de entender sus motivaciones.

Tercero. Como el miedo es tan real para nosotros, asumimos que quien no reacciona frente a él es, en realidad, un agente del caos o nos quiere causar daño. No es de buena fe que esa persona vota por quien vota, ni por alguna razón válida que quizá escapa a nuestro entendimiento, sino que lo hace con maldad, con envidia o con la intención expresa de perjudicarnos. O, en todo caso, por pura irracionalidad o ignorancia. Deshumanizamos así al votante y elegimos no mirar las cosas desde su perspectiva para que nos sea más fácil despreciar lo que él o ella puede estar buscando en un político que represente sus intereses, no los nuestros.

Además, dejamos de ser (auto)críticos con la alternativa que sí endosamos. Si tenemos, como pasó en el Perú en 2021, una competencia entre dos postulantes con dudosas credenciales democráticas, la elección de cuál nos parece peor tiende a generar, como efecto reflejo, que empecemos a ver a la alternativa que sí respaldamos como mucho mejor de lo que realmente es y nos sentimos obligados a “perdonarle” vicios o incluso comportamientos delictivos que no deberían tolerarse de político alguno.

TODO VALE

Si la derrota supone el fin del mundo tal cual lo conocemos, entonces todo vale para sacar de carrera al político que nos atemoriza. Vale mentir, sesgar la información que se comparte, viralizar fake news, calumniar, injuriar o todo lo que se le parezca. Si sentimos que la democracia está en riesgo, asumimos que es válido usar medios antidemocráticos para salvarla, porque “el fin justifica los medios”. Por tanto, se vuelve “razonable” aducir que ha habido fraude electoral aun cuando no haya evidencia alguna de ello (como pasó con muchos de quienes respaldaron al lado fujimorista en la segunda vuelta reseñada).

Opinamos aquí a partir de lo que vemos día a día en la política peruana, pero sospechamos que no es muy distinto a lo que está ocurriendo en otros países que creen que –todavía– tienen democracias saludables. Hemos entrado a una nueva normalidad en la cual muchos entienden la política como un juego de matar o morir. Y si, en efecto, algo va a terminar muriendo, va a ser la democracia misma.

No es casual que Pedro Castillo haya intentado –infructuosamente, por suerte– cometer un autogolpe en diciembre pasado, y que la mitad del país lo haya visto a él, más bien, como una víctima. La extrema polarización que estamos viviendo, y la industria del miedo en la que se sostiene, ya ni siquiera nos permite ponernos de acuerdo sobre qué es un Golpe de Estado. Y lo que es peor, nos impide visualizar cuál sería el camino para salir de este marasmo, que al final, es más de lo mismo.