Migración: crónica del desarraigo
Quienes migran tienen el enorme desafío de aprender a decodificar claves culturales y, dependiendo del contexto, a hablar un nuevo idioma, a navegar socialmente en lo desconocido, muchas veces con temor e incertidumbre. Toda esta experiencia psicológica y social es esperable que ocurra una vez que la persona logre, gradualmente, satisfacer la necesidad de pertenencia, integrándose a la sociedad de acogida.
Un rasgo común que caracteriza a la especie humana es la necesidad de pertenencia. Por ello, nos orientamos a construir vínculos que nos permitan establecer relaciones estrechas, duraderas y cercanas con otras personas. Esta condición básica motiva a las personas a afiliarse, a comprometerse y a permanecer en relaciones, incluso cuando ellas no funcionan del todo bien.
Lo anterior desincentiva el aislamiento social y sus correlatos negativos en salud mental tales como la depresión, la ansiedad y los sentimientos de soledad. Pero al mismo tiempo, los seres humanos buscamos satisfacer una segunda necesidad: la diferenciación, la que nos hace sentir únicos y distintivos como individuos y miembros de los grupos con los cuales nos identificamos, siendo uno de ellos la nacionalidad. Así, a lo largo del ciclo vital las personas construimos relaciones ya sea en el plano interpersonal o grupal para satisfacer ambas necesidades, y por esa vía, aseguramos un adecuado funcionamiento psicosocial.
Cuando las personas migran a otro país pueden hacerlo por distintas razones. Hay quienes lo hacen voluntariamente en la búsqueda de mayores oportunidades, acorde a un proyecto vital y se mueven hacia países que ofrecen mejores condiciones de vida en comparación a las que otorga el propio país. Hay quienes tienen una alta motivación a moverse y emprender desafíos.
Sin embargo, hay otros que emigran por razones de fuerza mayor derivados de una crisis económica, política y social, como lo hemos constatado en reiteradas oportunidades en nuestra región y en otras latitudes. Ellas se resisten a migrar, pero se ven obligadas a hacerlo. La condición más extrema de este último grupo es la que experimentan aquellas personas que deben salir de su país como consecuencia de una guerra o de altísimos niveles de conflictividad social, donde ven amenazada su existencia y la de sus seres queridos. Quienes migran como refugiados, que es el caso de los ucranianos durante el presente conflicto bélico (2022), son quienes experimentan los mayores problemas en la esfera de la salud mental. Al migrar en dichas condiciones, dejan detrás de sí sus vínculos familiares y amistades con quienes satisfacían su necesidad de pertenencia, compartían la experiencia cotidiana, sus alegrías, dolores, la solidaridad. La partida brusca de su país de origen muchas veces conlleva la existencia de altos niveles de estrés psicosocial por lo que frecuentemente dichas personas experimentan sentimientos de tristeza, rabia, ansiedad e incluso de amenaza, dependiendo de cómo son acogidos en el país al que arriban. La frustración de dejarlo todo y el trauma que muchas veces conlleva esta experiencia impacta fuertemente en la salud mental de las personas que llegan a los países como refugiados.
NUEVOS CÓDIGOS
Quienes emigran tienen el enorme desafío de aprender a decodificar nuevas claves culturales y, dependiendo del contexto, a hablar un nuevo idioma, a navegar socialmente en lo desconocido, muchas veces con temor e incertidumbre, enfrentando el reto de vincularse con los locales para poder asentarse en el país al que llegaron. Es esperable que toda esta experiencia psicológica y social ocurra hasta que la persona logre, gradualmente, satisfacer la necesidad de pertenencia, integrándose a la sociedad de acogida desde el punto de vista psicológico, social y económico.
Por eso, no es infrecuente constatar que muchas personas que migran buscan rápidamente establecer redes de apoyo con coterráneos que viven en el país de destino, sean ellos familiares, amigos o conocidos. Estas redes actúan como verdaderos soportes emocionales que contribuyen a satisfacer la necesidad de pertenencia y de adaptación a la nueva situación de vida, proveyendo valiosa ayuda para buscar un lugar donde vivir, un puesto de trabajo y, sobre todo, para acoger a quienes muchas veces llegan acongojados y tristes por la partida del país de origen donde han dejado a sus seres queridos y amigos.
Con frecuencia, las personas que han sido forzadas a migrar por situaciones extremas como las grandes crisis económicas o situaciones humanitarias o de amenaza a la existencia como las que surgen en una guerra viven en condiciones muy precarias al momento de llegar al país de destino. Por eso, muchas veces, a menos que se cuente con una red de apoyo organizada, se observan fenómenos tan indeseables como el hacinamiento humano, donde se priva a las personas de las condiciones mínimas que resguarden su dignidad. Para ellas, resulta muy difícil comenzar a elaborar gradualmente la pérdida con la que muchas veces se asocia el trauma que significa dejar el propio país para llegar a lo desconocido, donde no tendrán necesariamente la certeza de ser bien acogidos o asistidos en ese proceso.
El sentimiento de dolor y, muchas veces, la experiencia de soledad asociada a la experiencia de desarraigo también puede vincularse a episodios de salud mental tales como la depresión o incluso el consumo de sustancias y alcoholismo. El aislamiento social que pueden experimentar los migrantes que no han logrado una acogida favorable o insertarse socialmente también puede impactar en su salud física. Por ejemplo, se ha visto que la soledad puede afectar negativamente los mecanismos que actúan sobre nuestro sistema inmune. La soledad como experiencia psicológica también puede afectar negativamente nuestro pensamiento, la fuerza de la voluntad, la perseverancia y la capacidad para leer señales sociales y ejercitar habilidades sociales que son fundamentales para funcionar en la vida cotidiana. La soledad también puede limitar nuestra capacidad para regular internamente nuestras emociones, lo cual podría desencadenar conductas autodestructivas que refuercen el aislamiento. Sin duda, esto es lo que se observa en los casos más extremos, pero es un riesgo real al que están expuestos quienes migran y no logran integrarse a la vida en sociedad.
REFUGIARSE EN OTRO TERRITORIO
Paradójicamente, cuando los seres humanos nos enfrentamos a situaciones extremas como las descritas, también se despliegan muchas capacidades. Así, es posible observar el esfuerzo y convicción con que muchos migrantes sobrellevan la adversidad que implica el proceso de la llegada e instalación en un país distinto al propio. Por ejemplo, los migrantes están altamente motivados para buscar trabajo de manera inmediata, se esfuerzan por cumplir con la exigencia que ello demanda, incluso soportar la frustración que produce realizar labores para las cuales están completamente sobrecalificados. De alguna manera emerge la fuerza de la resiliencia que les permite, en algún sentido, adaptarse y crear las bases para lograr una mejor calidad de vida. Sin embargo, ello no significa que dichas personas dejen de experimentar sentimientos de temor, rabia y frustración por haber tenido que dejarlo todo, ya sea llevados por la situación en el caso de los refugiados o por la búsqueda de mejores condiciones de vida en el caso de los migrantes que eligieron un rumbo distinto para sus vidas.
Nuestro país cuenta con un nuevo cuerpo normativo –no exento de limitaciones y críticas– que regula la migración. Ella seguirá ocurriendo, por lo que ahora se requiere más que nunca de un esfuerzo adicional para poder potenciar políticas públicas robustas que aborden de manera integral el desafío que impone la migración en el plano psicológico, social, económico y cultural. Solo así estaremos mejor provistos para contribuir a satisfacer la necesidad de pertenencia y diferenciación de la población migrante que vive en nuestro país y, por esa vía, contribuir a lograr mayor desarrollo, bienestar y salud mental.