Pedro Morandé: la cultura como límite
La pregunta que el sociólogo Pedro Morandé planteó en su texto Cultura y modernización en América Latina, hace más de tres décadas, recobra vigencia en la crisis social del presente: aquella que plantea cuáles son las fronteras de nuestros proyectos de desarrollo, las tensiones derivadas del esfuerzo incansable por alcanzar el progreso, incluso a costa de nuestra propia realidad. Con este cuestionamiento entrega un aporte para la reflexión tan necesaria en estos días: que sea la cultura, la forma singular de habitar y significar el mundo de cada uno de los chilenos, la que ayude a discernir lo que vale la pena defender y resguardar.
En 1984, Chile se encontraba en medio de un intenso e inédito ciclo de protestas que se había inaugurado el año anterior. Se trataba de un primer desafío al régimen militar por parte de una sociedad civil reorganizada, que reaccionó con fuerza a los devastadores efectos del programa económico implementado por la dictadura –era también, por cierto, una reacción a su violencia–. El aumento de la cesantía y el costo de la vida, la devaluación de la moneda y la reducción significativa de las prestaciones sociales ofrecidas por el Estado se ensañaron especialmente con los grupos más pobres.
Sin embargo, la terminología económica dominante tendió a ocultar este escenario detrás del concepto de “costo social”. Este último, en algún sentido, servía de justificación al proyecto modernizador del régimen, pues transformaba en números lo que en realidad era la dura experiencia de precarización de personas de carne y hueso, que padecían los efectos no deseados del esperado progreso. Fue justo en ese año que el sociólogo de la Universidad Católica, Pedro Morandé, publicó su emblemático ensayo Cultura y modernización en América Latina. Allí, el autor intentaba pensar la crisis de la cual era testigo y que, a su juicio, se explicaba por problemas de larga data. Su libro fue así un profundo cuestionamiento, no solo al régimen de Pinochet, sino a los grandes proyectos modernizadores de la segunda mitad del siglo XX, sostenidos en un mismo paradigma desarrollista donde el gran ausente fue la cultura. Ella era el sacrificio oculto y desconocido de nuestras secularizadas sociedades contemporáneas.
Morandé definió al desarrollismo como una “tecnología del cambio social programado”, y acusó a las Ciencias Sociales de ser una de las principales responsables de su legitimación como proyecto político en América Latina. En lugar de abocarse al estudio de la particularidad histórica y cultural de la región, estas decidieron enfocarse en establecer los pasos y medir los indicadores necesarios para alcanzar una modernidad que se había definido de antemano.
Lo que en Europa había sido un proceso histórico, se asumió para América Latina como un objetivo al que, por “deseable o inevitable”, había que avanzar (Biehl, A.; Velasco, P., 2017). En esa lógica, nuestra cultura quedó reducida al estatus de “sociedad tradicional”, y fue entendida en términos puramente negativos: no era otra cosa que “la negación de todas y cada una de las características de la modernidad”. Un “cajón de sastre”, en palabras de Morandé, constituida por “lo que se sabe de antemano que le falta” (Biehl, A.; Velasco, P., 2017). La diversidad de proyectos ideológicos y políticos implementados en el continente compartieron este mismo tono. Desde el utopismo de los programas revolucionarios de los 60 hasta el pragmatismo neoliberal de los 80, todos ellos tenían en común una hipótesis abstracta y universalista que, en la práctica, se traducía en un desprecio por la propia realidad. Esta última, simplemente, debía adecuarse al programa que ya se había establecido, en función de un horizonte ajeno, que había alcanzado un estatus normativo indiscutible.
Un malestar desbocado
Hoy nos encontramos sumidos en nuestra propia crisis. Esta no fue gatillada por la aplicación revolucionaria de un proyecto como el que a Morandé le tocó atestiguar, sino por años de consolidación de un malestar que la institucionalidad no logró –o peor, no quiso– reconocer ni tampoco pudo canalizar. Quizás estaba demasiado ocupada en destacar los innegables méritos del avance de las últimas décadas, confiando que bastaban como evidencia para calmar cualquier lamento. Así, de pronto, el descontento latente nos estalló en la cara y nos sumió en la total incertidumbre, impactados sobre todo por su manifestación furiosa y violenta; también por su profundidad. Aunque tiene múltiples dimensiones, muchos han coincidido en situar este malestar en la experiencia transversal de ser “pasado a llevar” (Araujo, K.; 2009); de una vida demasiado dura, (Güell, P.; 2019); de la sensación extendida de que la sociedad no devuelve en proporción al esfuerzo entregado.
Como dijo Sol Serrano, la promesa de la meritocracia se reveló de pronto como un fraude, instalándose en muchos la rabia y la frustración por una apuesta que no se cumplió, y que nos dejó abandonados a nuestra propia suerte. Así, la naturaleza de nuestra actual crisis es distinta de aquella de los años 80. Sin embargo, ello no quita que, en alguna medida, sigamos situados en la misma pregunta, tan bien presentada por Morandé: aquella por los límites de nuestros proyectos de desarrollo, por las tensiones derivadas de nuestro esfuerzo incansable por alcanzar el progreso, incluso a costa de nuestra propia realidad, de nuestra cultura. Tensiones que por décadas pensamos –o esperamos– que se resolverían solas, como resultado del desenvolvimiento natural del desarrollo.
En este sentido, vale la pena preguntarse, como Morandé, qué implicaría pensar esta crisis –que nos ha interpelado con tanta fuerza– desde la perspectiva de la cultura. Cómo no volver a ocultarla, cayendo una vez más en pretensiones universalizantes, en una modelística abstracta que, una y otra vez, descuida justamente aquello que, en principio, afirma proteger. Quizás un modo de incorporar la cultura en nuestra reflexión sea, aunque suene contraintuitivo, enfrentarnos a la cuestión de si en medio de todo este malestar, de todo lo que hemos hecho mal, hay algo que proteger y resguardar.
A ratos, se instala de manera casi definitiva una hipótesis demasiado oscura sobre nuestro propio presente. Tiene sentido en primera instancia, cuando estamos concentrados en formular la crítica, en identificar los puntos ciegos, en asumir que nos equivocamos. Sin embargo, el riesgo de que ella se vuelva completamente hegemónica es que terminemos reproduciendo los mismos problemas que intentamos superar, que nos volvamos ciegos al hecho de que siempre permanece algo valioso que vale la pena cuidar. Que por más que la institucionalidad no esté logrando llegar donde las personas o resolviendo sus demandas, ellas siguen habitando su mundo, transmitiendo sus tradiciones, configurando un modo singular de ocupar y construir lo que Morandé define como la “morada común”.
En este contexto, Sol Serrano planteó algo semejante: si acaso, después de realizar la crítica y establecer los cambios necesarios, no tendremos que preguntarnos también si “hay algo que defender de aquello que tenemos”. Quizás esa puede ser una forma de contener la inusitada y a ratos incontrolable violencia que ha aparecido con esta crisis. Si el Estado nos ha pasado a llevar por tanto tiempo, ¿por qué contenerse? ¿Por qué no arrasar con todo? ¿Por qué conformarnos con los medios legítimos, si no han bastado para asegurar la dignidad que hoy se reclama? Esas son parte de las dramáticas preguntas que hoy enfrenta la juventud, separada por una evidente fractura de las generaciones más viejas, que quizás fracasaron justamente en eso. En comunicarles que sigue habiendo algo que vale la pena cuidar; que, de hecho, justamente por ello, y no por que no tengamos nada que perder, es que tiene sentido el reclamo, la exigencia, la demanda. Hemos olvidado que el descontento que estalló en esta crisis también se debe al desprecio por esa realidad valiosa, porque la institucionalidad asume a menudo que el pobre no tiene nada y actúa sobre él como si no hubiera nada que cuidar, quebrando formas de vida.
Reconocer lo que vale
Superar la fractura abierta en la sociedad chilena –como la misma Sol Serrano ha definido nuestra crisis– requiere no solo repensar las instituciones, las normas, las políticas públicas. Exige también que seamos capaces de reconocer lo que vale, incluso en medio de todo este profundo malestar. Ese es el criterio que Morandé quiso ofrecer en su ensayo de 1984. Nunca pretendió definir el verdadero programa de modernización que debía asumir América Latina, sino recordarnos que sea cual sea, este debe orientarse siempre a sus protagonistas. Tener consciencia de ello nos permite, además, establecer límites y fronteras a las medidas que hoy estamos pensando, con tanta efervescencia. Se trata de un ejercicio fundamental, pues la acción institucional no es nunca neutra ni inocua, por buenas que sean las intenciones que la sostienen. Solo actuando al servicio de esa realidad valiosa, gratuita, recibida, no terminará despreciándola, y podrá ayudar en cambio en el resguardo de esa dignidad que hoy a gritos se reclama, ¡porque la institucionalidad no la crea!
Quizás ese recordatorio de Morandé pueda ser un aporte para la reflexión que se ha gatillado en medio de esta crisis: que sea la cultura, la forma singular de habitar y significar el mundo de cada uno de los chilenos, la que nos ayude a discernir aquello que hay que defender y resguardar. El cambio, como la conservación, no se bastan a sí mismos; dependen de una relación recíproca en que la transformación no arrasa con un voluntarismo radical, sino que actualiza y potencia lo que se recibió generosa y gratuitamente.
PARA LEER MÁS
- Biehl, A. y velasco, P. (editores). Pedro Morandé. Textos sociológicos escogidos. Santiago, Ediciones UC, 2017.
- Araujo, K.; Habitar lo social. Usos y abusos en la vida cotidiana en el Chile actual. Santiago, LOM Ediciones, 2009.
- Pedro Güell, “El estallido social de Chile: piezas para un rompecabezas”. revista Mensaje 685, diciembre de 2019.
- Sol Serrano, “Violencia y política en la historia de Chile”. El Mercurio, 9 de noviembre de 2019.C