• Revista Nº 174
  • Por Nicolás Lazo Jerez

Especial

Quimantú: el anhelo de escribir la identidad nacional

La editorial Quimantú, iniciativa emblemática de la Unidad Popular, buscó la democratización del conocimiento como parte de un proyecto político. Una publicación reciente indaga en la colección “Nosotros los chilenos” a la luz de una pregunta abierta: ¿qué nos dice ese catálogo, hoy y hace 50 años, sobre los rasgos de la identidad nacional?

Más de 11 millones de libros impresos en dos años y medio. Decenas de miles de revistas circulando cada semana. Clásicos de la ficción y el pensamiento distribuidos en quioscos y librerías a un precio que, a veces, equivalía al de un paquete de cigarrillos. Todo en un país austral de ingresos modestos que aún no superaba los nueve millones de habitantes.

Los números que dejó Quimantú, la editorial estatal impulsada por el gobierno de la Unidad Popular, son apabullantes. La iniciativa, emblemática de la administración de Salvador Allende, apostó por el acceso masivo a los libros: fijó precios bajos para sus títulos y estableció una red vasta de distribución a lo largo de Chile, que incluía escuelas, fábricas y sindicatos, así como zonas apartadas de las grandes ciudades.

Sin embargo, no solo se trató de cifras. Detrás de Quimantú –“sol del saber” en mapudungún– hubo un proyecto que buscó la democratización del conocimiento y la cultura a través de colecciones dedicadas a los procesos sociales e ideológicos de la época (“Camino abierto”), el debate de ideas (“Clásicos del pensamiento social”) y la educación (“Cuadernos de educación popular”), entre muchos otros temas.

Además, la editorial pretendía alentar la participación política y la autosuperación intelectual en un contexto donde el analfabetismo rondaba el 10% de la población nacional. “El libro Quimantú es su mejor amigo. Su mejor herramienta de progreso”, rezaban algunas frases con las que se promovían los volúmenes en la prensa afín al gobierno.

En medio de ese catálogo descomunal, la colección “Nosotros los chilenos” gozó de un gran éxito. Compuesta por 49 libros con un tiraje promedio de cuarenta mil ejemplares cada uno, la colección se volcó a registrar la historia, la geografía y la idiosincrasia locales en volúmenes temáticos con fotografías de estilo documental. La diversidad de los títulos refleja la amplitud del esfuerzo: Historia de las poblaciones callampas, Islas de Chile, Viaje por la juventud. Lo mismo pasaba con los tomos donde se retrató a quienes ejercían oficios tradicionales, como camaroneros, picasales, volantineros y ascensoristas. Flavia Córdova, Vicente Montecinos y Almendra García-Huidobro, licenciados y docentes de Historia por la Universidad Diego Portales, se embarcaron durante los últimos años en una pesquisa exhaustiva sobre esta colección. El resultado fue el libro Quimantú. Proyecto cultural y disputa por la identidad en la colección “Nosotros los chilenos” (Tiempo Robado, 2022), financiado por el Servicio Nacional del Patrimonio. El proyecto cuenta con un correlato digital en el sitio nosotrosloschilenos.cl, adonde los investigadores subieron un repositorio fotográfico, página por página, de cada uno de esos libros.

Antes, gracias a un estímulo universitario que luego complementaron con dinero de su propio bolsillo, reunieron 39 de los 49 volúmenes físicos, rastreados en librerías antiguas, mercados persas, casas particulares e Internet. El acopio fue donado al Museo de la Solidaridad Salvador Allende para su conservación y digitalización.

—El gobierno de la época tuvo una lectura acertada respecto a las necesidades de representación de las personas –plantea Almendra desde Valdivia, donde cursa un magíster en Historia del Tiempo Presente–. Sin embargo, también pudimos apreciar los límites de esta lectura en cuanto a la diversidad del país, las diferencias de género o el conflicto chileno-indígena.

Las historiadoras ejemplifican lo anterior con las miradas divergentes sobre el género femenino en títulos como La mujer chilena, de Amanda Puz, y La emancipación de la mujer, de Virginia Vidal, ambos de la colección “Nosotros los chilenos”.

—Una era bastante tradicional: no la de una mujer sumisa dentro de la casa, pero sí la de quien todo lo puede, independiente a la pobreza que tiene encima –explica Flavia–. Muy abnegada y bastante silenciada entre los testimonios, con mucha alusión a su rol materno. También había otra visión, más radical: la mujer que se organiza políticamente. Dentro de la Unidad Popular existieron debates que pueden resultar súper actuales. En alguna medida, creo que fueron visionarios.

 

Un retrato del país. La colección gozó de un gran éxito. Compuesta por 49 libros con un tiraje promedio de cuarenta mil ejemplares cada uno, se volcó a registrar la historia, la geografía y la idiosincrasia locales en títulos temáticos con fotografías de estilo documental.

FULGURANTE Y FUGAZ

La génesis de Quimantú es conocida. A inicios de los 70, la Editorial Zig-Zag presentaba una crisis económica que desembocó en un conflicto con sus empleados. Fue entonces cuando el gobierno, deseoso de llevar a cabo un proyecto de democratización cultural, decidió estatizar la editorial y constituir en su lugar la Sociedad Empresa Editora Quimantú Limitada, con aportes de Chilefilms y un crédito Corfo. La dirección general quedó a cargo del escritor costarricense Joaquín Gutiérrez.

El acta de compra se firmó el 12 de febrero de 1971. Apenas 31 meses después, el Golpe de Estado truncó la iniciativa, que en 1974 fue rebautizada como Editora Nacional Gabriela Mistral y cuya quiebra, tras una serie de malas administraciones, se declaró en 1982. No obstante, lo que ocurrió en esos dos años iniciales exhibió una originalidad y una potencia tales que marcó un hito en la historia editorial chilena.

—Me quedé con la idea de una experiencia tremendamente positiva –resume el editor Pablo Dittborn, quien se desempeñó en el área comercial de Quimantú y como secretario general del sindicato–. Fue un resultado feliz el hecho de que ese conflicto entre Zig-Zag y sus trabajadores derivara en Quimantú en vez de terminar con un inversor que dijera: “Bajo la cortina, despido a todos y me voy”. Quedó la posibilidad de que transformáramos esta industria, entre otras cosas porque Quimantú tenía imprenta y toda la línea de producción. Se tuvo una experiencia editorial desde el Estado. No engañamos a nadie: los libros con contenido político tenían una colección, “Clásicos del pensamiento social”, y no estaban escondidos.

Pero los balances también dan pie a los mitos. Así como enumera las múltiples virtudes de la editorial, entre las que incluye la convivencia armónica entre directivos cuoteados políticamente (“…hubo poco sectarismo para lo mucho que lo había en otras cosas en ese período…”), Dittborn igualmente cuestiona algunas ideas instaladas.

—Hay una distorsión muy forzada: que Quimantú fue un proyecto de la candidatura de Salvador Allende. Eso no es cierto. La gente del PC, muy leal a Allende, dice que hay un discurso en el Senado, dos años antes, donde él habla de que el acceso a la cultura debe ser universal. Esa es una expresión de deseo muchas veces dicha. Es dar un carácter excesivamente ideológico a una decisión que fue buena, pero que no estuvo planificada.

¿Cuál es, a fin de cuentas, el mérito principal de Quimantú en tanto apuesta editorial y cultural? La académica y editora Andrea Palet responde:

—Funcionar como quimera, como ideal difuso, mérito involuntario pero no por eso menos potente. Más allá de su irradiación política, y sin desmerecer las grandes ideas que puso en acción (distribuir en puntos no tradicionales, igualar el precio al de una cajetilla de Hilton, crear revistas segmentadas a imitación de las de Cochrane y Zig-Zag, hacer participar a los obreros en la empresa), decir que el proyecto fue exitoso es pura ilusión si recordamos que funcionó menos de dos años en régimen y, desgraciadamente, no hubo ni pudo haber una evaluación de sus objetivos.

Para Palet, la fugacidad del proyecto complejiza su evaluación.

—No tenemos idea de cómo habría evolucionado en un mundo sin Golpe de Estado: probablemente habría reventado el frágil ecosistema local del libro, quizá el polvillo del cuoteo mediocre habría taponeado el entusiasmo, quizá un siguiente gobierno habría perdido el rumbo o el interés, quizá un Estado con otras urgencias le habría quitado el piso. Sobre todo, ¿nos hemos preguntado cómo se iba a sostener en el tiempo, suponiendo la mantención de la alternancia democrática, un proyecto que buscaba la desprogramación de la sociedad burguesa y la construcción del socialismo? Pero quedó congelado en el tiempo como un rockero que muere joven: hermoso, fulgurante, sin grietas.

 

Experimento editorial. El acta de compra de Quimantú se firmó el 12 de febrero de 1971. Apenas 31 meses después, el Golpe de Estado truncó la iniciativa, que en 1974 fue rebautizada como Editora Nacional Gabriela Mistral y cuya quiebra, tras una serie de malas administraciones, se declaró en 1982. No obstante, lo que ocurrió en esos dos años iniciales exhibió una originalidad y una potencia tales que marcó un hito en la historia editorial chilena.

¿QUIÉN ES EL PUEBLO?

La editorial Quimantú, coinciden protagonistas e investigadores, resulta inseparable de la plataforma ideológica que la sostuvo. “Su relevancia no puede pensarse al margen de las especificidades del contexto sociopolítico en que emerge, las que nos llevan a preguntarnos por el lugar de la cultura en un proyecto político socialista”, se lee en el libro Quimantú: prácticas, política y memoria (Grafito, 2018), editado por la periodista y socióloga María Isabel Molina.

Lo anterior activa una inquietud extendida: ¿cuán vigente sigue la disputa que acompañó el despliegue de Quimantú sobre el rol del Estado en la democratización cultural?

—La disputa está muy vigente; lo que ha dejado de estar vigente es el libro (y las revistas, centrales en el proyecto de Quimantú) como eje de una democratización cultural que, en todo caso, siempre ha estado llena de puntos ciegos y de una estrategia muy “ahí vamos viendo” –dice Andrea Palet–. El mundo de la cultura está repleto de personas que desprecian el pensamiento analítico y la eficiencia responsable. Por el contrario, creen que basta con “sentir” que algo está bien para que haya que hacerles caso. Por eso es tan común pedir que el Estado se haga cargo de asuntos que en realidad serían más interesantes bien, bien lejos de ahí. Quimantú es un ejemplo inmaculado justamente por eso, porque murió joven y no llegó a la fase de complejidad en la que nos damos cuenta de que esperar un Estado-papá bienintencionado no es propio de la ciudadana adulta que se supone que soy.

Por otra parte, reconocen Almendra García-Huidobro y Flavia Córdova, cabe preguntarse cuánto queda del pueblo que Quimantú quiso representar mediante sus libros.

—El concepto de pueblo es demasiado moderno para el presente –sugiere Almendra–. No porque seamos incapaces de pensarnos como uno: lo intentamos, en teoría, para el estallido social. Sin embargo, nos vemos incapacitados sistemáticamente de pensarnos de manera colectiva. ¿Quién es el pueblo? Esas categorías quizás ya no tienen sentido. El desafío es reconocer la diversidad para que el Estado y la política puedan leer al “pueblo” con sus nuevas características y demandas. Tenemos la intención de interpelar al Estado, porque ha desaparecido. Esa abdicación del Estado en materia cultural generó una disociación social tan impactante que nos obliga a hacerlo.

Según Flavia, “Nosotros los chilenos” aún ilumina una reflexión inacabada acerca de la identidad nacional.

—La colección tiene vigencia en términos de representación de los trabajos y los oficios. Si uno va a regiones puede ver el tiempo detenido, a diferencia de Santiago, donde están los discursos emancipadores o intelectuales. Pero, en términos políticos, las conciencias han cambiado. Que ningún proyecto de derecha ni de izquierda pueda generar cambios en la vida de las personas habla bastante de cómo esas personas ven la política en Chile. Aquí hay una invitación a repensarnos en un sentido identitario. En lo personal, me quedan más preguntas que respuestas.