• Revista Nº 174
  • Por Nicolás Lazo Jerez
  • "Memoria". De Martín Eluchans, es parte de la obra Infografía emocional, que integra la exposición "Travesía emotiva hacia lo incierto".

Especial

Sobrevivir al trauma

El filósofo y sociólogo Juan Casassus, la periodista Marcia Scantlebury y el experto en diálogo Alfredo Zamudio sufrieron la violencia del Estado las semanas y los meses que siguieron al Golpe Militar. Sus historias son, al mismo tiempo, tres casos singulares de resiliencia. 50 años después, cada uno de ellos recuerda sus momentos más difíciles, analiza la polarización política actual y narra cómo reconstruyeron su camino tras la experiencia de la persecución y el exilio.


Juan Casassus: “Es preocupante que, a 50 años, se esté activando una división social”

Sometido a torturas durante la dictadura cívico-militar, el doctor en Filosofía y Sociología de la Educación se ha convertido, con los años, en un destacado asesor de organismos internacionales en el área de las emociones. En este testimonio subraya la importancia de la resiliencia, explica por qué desconfía de la palabra felicidad y se refiere al libro Camino en la oscuridad, donde relata algunos episodios dolorosos de su pasado. “Quería que mis hijos supieran lo que ocurrió, ya que nunca se los había contado”, revela.

A un hoy me pregunto cómo fue posible que todo esto haya pasado en el Chile que conocí. Tengo una sensación de extrañeza y es algo que no olvidaré ni perdonaré. Lo que ocurrió, ocurrió, y perdonar no lo borra. La radicalidad del Golpe y los acontecimientos de lesa humanidad me parecen inimaginables e inaceptables. Con buena voluntad, imagino que esa es una razón por la que mucha gente negó la existencia de estos hechos brutales y que todavía hoy les da la espalda. Es difícil convivir con eso. Es preocupante que, a 50 años, se esté activando una división social en medio de un proceso de reinterpretación de la historia. Una cosa es la memoria, otra es la reactivación de las distancias. Me parece muy grave que hoy haya personas públicas que se permitan justificarlo.

LA RESILIENCIA

Pocos saben que la Escuela Militar fue un centro de tortura. Cuando estuve preso ahí, escuchaba cánticos de misa y por mi formación católica conocía los textos: “Este es el cáliz de mi sangre… que será derramada…”. En un sector del recinto se cantaba el texto y, en otro, se practicaba el hecho de forma real.

Durante la tortura estaba siempre vendado, pero escuchaba voces sumisas: “No dice nada, coronel”. No es que fuera muy valiente, sino que las preguntas que me hacían indicaban que no tenían idea de quién era yo. Los guardias parecían acostumbrados a ver cuerpos maltratados. Había otros a los que les gustaba mostrarse, como Krassnoff Martchenko, con una sonrisa y aire de poder.

Luego me llevaron a Cuatro Álamos, donde uno estaba en calidad de desaparecido, aunque en ese tiempo no se usaba el término. Ahí había un subterráneo en el que se torturaba, pero la mayor parte del tiempo nos dejaban encerrados en un cuarto. Cada cierto tiempo, entraba gente como Romo y “el Troglodita” a inspeccionar y a llevarse a alguien. Eran personas que habían perdido el alma. Desalmados. Los guardias eran correctos e incluso los había amables. Uno de los amables, el “Mauro”, por su disposición fue amarrado a un ombú en Villa Grimaldi y muerto a cadenazos.

Otro lugar de detención se llamaba Melinka, en Puchuncaví. Era un campo de concentración, lo que quería decir que uno era reconocido como preso. Allí no se torturaba, pero cada cierto tiempo se llevaban a algún detenido hacia otros lugares.

Hay que destacar la resiliencia. Estar en libre plática nos permitía organizarnos. En cada casa, la distribución de tareas nos conducía a funcionar como si fuéramos una familia. El nivel cultural de los detenidos era mayor que el de los guardias, por lo que fue posible incluso hacer talleres o cursos. Muchas veces los guardias se acercaban a escuchar.

LA DIGNIDAD

En ese momento, la formación de los militares era dura. Se empezaba liquidando la humanidad de los alumnos, y luego ellos adquirían un poder que ejercían sobre los nuevos, a quienes deshumanizaban y quitaban la dignidad. Está en su tradición intentar liquidar la dignidad y la humanidad de las personas. La dictadura actuaba con los detenidos mediante maltratos.

Afortunadamente, yo había leído a Sartre y tenía integrado su concepto de libertad. Él decía que éramos libres incluso si nos ponen una pistola en la sien. Aun en un momento extremo como ese, uno siempre puede afirmar su libertad y decir: “No”. Así se crea un espacio de dignidad. Desde allí se comienza y se crece.

SU LIBRO CAMINO EN LA OSCURIDAD

Puede parecer raro haber esperado 40 años antes de escribirlo. Pero, con el tiempo, he escuchado que esto pasa con frecuencia.  No es algo consciente. Los eventos extremos tienden a esconderse. La tortura y las condiciones en que ocurre atacan profundamente el lugar sagrado del ser de una persona, o al menos la persona que soy yo. Si uno es un sobreviviente, el silencio se vive como expresión de recomposición y dignidad personal.

Hay también otras consideraciones. Durante muchos años estuve preguntándome por qué no salí de esa situación con rabia y deseos de venganza. La escritura de este libro fue una investigación sobre cómo salí con mucho miedo, pero sin ese ánimo. También hubo otra razón: quería que mis hijos supieran lo que ocurrió, ya que nunca se los había contado.

EL AUTOCONOCIMIENTO

Creo que hay que eliminar la palabra felicidad. No tiene contenido; cada uno pone allí lo que se le ocurre. Por eso, es un concepto atrapado por la publicidad y las ideologías, que lo usan para manipular la mente de las personas.

Cuando alguien me dice que es feliz, no solo me pregunto qué querrá decir, sino que sospecho que está tratando de crear una cierta imagen. Para mí, se debe comprender qué es lo que hace que una persona se sienta bien, cuáles son sus necesidades y valores reales. Es una investigación. Se trata de honrar la inscripción del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Pero, más allá de ese consejo, viene el acto de abandonarse a lo que encuentres, a una mezcla de estabilidad y cambio permanente. Lo más pegado posible a la realidad.


Marcia Scantlebury: “Soy una optimista incorregible”

Tras el Golpe de Estado, fue encarcelada y torturada. Más tarde, partió a un exilio itinerante. Regresó a Chile en 1987, donde desplegó una carrera que la condujo a medios e instituciones como la revista Análisis, el Ministerio de Educación y TVN. Aquí, la periodista entrega un testimonio en el que aborda su experiencia de la violencia, la polarización actual y el rol del Museo de la Memoria, que cofundó en 2010 por encargo de la expresidenta Bachelet: “Busca mostrar la importancia de la democracia, lo terrible que es perderla y lo que cuesta recuperarla”, sostiene.

Pertenezco a una generación que tuvo que optar en la vida. En mi caso, entre la periodista y la resistente. Yo elegí a la resistente. A los 28 años mi prioridad era darle libertad a mi patria y recuperar lo que habíamos perdido. El día del Golpe de Estado estaba en la casa de María Olivia Mönckeberg con un grupo de gente que siguió una carrera en el periodismo: Óscar González, Juan Pablo Cárdenas, Patricia Lutz. El papá de Patricia era el jefe de la inteligencia militar, así que él nos llamó para decirnos que nos dispersáramos.

Pasé un tiempo en la clandestinidad. Luego recorrí varios centros de detención: Villa Grimaldi, Tres Álamos, Cuatro Álamos y Pirque. Caí en el año 1975 y me puse a militar en el MIR en la cárcel.

Fui uno de los casos de torturas comprobadas. Me quemaron entera. Lo que hacían era ponerte electricidad para después dejar pasar un tiempo, hasta que te recuperabas y pasabas a libre plática, que es cuando recibes visitas. Primero, me dieron pena de muerte. Después quedé por Ley de Seguridad Interior del Estado como potencialmente peligrosa. Salí en una amnistía de Navidad en 1976, sin cargos.

Me fui a Colombia. Me junté con mi marido y nos casamos de nuevo. Viví en Roma y en República Dominicana, donde fui la encargada de una agencia de prensa. También trabajé en el Cipaf (Centro de Investigación para la Acción Feminista).

Después volví a Chile.

LA TORTURA

Es el infierno, la demencia. No tiene lógica. Ese es el terrorismo de Estado, que te impide decir: “Estoy a salvo” o, al menos, tener la certeza de que vas a morir.

En un panel me preguntaron cuál había sido el mejor y el peor momento de mi vida. Dije que los dos momentos los había vivido en las cárceles de la dictadura. Ahí tuvimos una experiencia vital entre mujeres con quienes aún nos contactamos. Fue una experiencia de afecto, de compartir cosas inolvidables. Y, por otro lado, está la parte fatal.

Cuando llegué a la Villa Grimaldi y oí los gritos, no quería creer. “¿Serán animales?”, pensaba. Estábamos siempre vendados. Había un tipo que me decía: “No mires por debajo de la venda”. Le respondí: “¿Cómo se le ocurre que voy a querer ver? No quiero ver nunca a una persona capaz de hacer las cosas que usted hace”.

Lo que te salva es la música, el pensamiento. Nunca escribí mientras estaba presa, pero sí acumulé información. Después he escrito. El miedo inmoviliza, y ahí uno vive con miedo. También hay momentos en que no tienes miedo y compartes. Nunca he sentido culpa por haber sobrevivido. Tristeza, sí. Pero no culpa. Me habría gustado que todos sobrevivieran.

La tortura es una gran humillación y te marca para siempre. La gente me dice: “Tú no tienes rencor”. Es una decisión no caer en eso. No odio a nadie. Odio las cosas que pasan, pero no odio a una persona determinada ni he hecho el intento de buscar a mi torturador. No soy una persona odiosa, pero eso también me defiende.

Parezco una mujer fuerte porque me toca serlo en los trabajos, con el machismo que todavía hay. Pero es difícil.

LA JUSTICIA

Soy optimista, pero no sé si eso es compatible con el hecho de ser escéptica. No ha habido justicia. Hay demasiada gente esperando. Tenemos una deuda. Tampoco soy de los que dice que nadie ha hecho nada. Tiendo a juzgar más a las personas que a las instituciones. Soy crítica de ellas: han fallado y han contribuido a su propio desprestigio. Hoy la gente no cree en nada y eso es gravísimo.

Soy afortunada, porque soy parte de una generación maravillosa. Adolorida y golpeada, pero que pensó que íbamos a tocar el cielo con las manos. Miro a mis hijos y a mis nietos y pienso qué les está ofreciendo el mundo. A nosotros nos ofreció dolores y fue terrible. Pagamos un precio feroz. Pero no me arrepiento de haber tomado decisiones extremas.

EL MUSEO

El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos es un sueño. Cuando se inauguró, al día siguiente y al subsiguiente me quedé en mi casa llorando. Cada persona que donó algo estuvo sentada contándome una historia horrorosa y diciéndome lo mucho que significaba entregar esa fotografía, esa carta. Era un acto de confianza, de generosidad.

Los niños que vienen son hijos de familias de todos los colores políticos. El país está notificado. Lo que pasa es que el eje de la dictadura fue la borradura. “Aquí no ha pasado nada”: ese era su lema. Pero mientras la sociedad no reconozca el dolor de las víctimas, es difícil la sanación. Acá hay una nube con fotos de los detenidos desaparecidos para reivindicar su identidad y su dignidad. Este museo intenta ser una respuesta. También busca mostrar la importancia de la democracia, lo terrible que es perderla y lo que cuesta recuperarla.

Hoy los ánimos están exacerbados. Siento dolor, no rabia. Estamos viviendo la radicalización en un extremo brutal. Espero que esto cambie, que haya una reflexión. Pero se trata de un momento. No me cabe duda de que va a pasar. Soy una optimista incorregible.


Alfredo Zamudio: “Crear el espacio para escucharnos es un acto de generosidad”

Nació en Arica, pero ha vivido la mayor parte de su vida en Noruega, donde se exilió junto a su padre, prisionero de la dictadura durante tres años. Hoy, Zamudio encabeza la misión en Chile del Centro Nansen para la Paz y el Diálogo, una institución que busca reconstruir la comunicación y la confianza en contextos de conflicto alrededor del mundo. En Chile, advierte, “hay dolores, miedo y rabia. Y, aun así, hay una esperanza”.

He vivido en Noruega alrededor de 47 años. Mi relación con Chile es esporádica. Pero, a través de nuestros colegas, de lo que sale en la prensa y de nuestros talleres de escucha en la Araucanía, en Santiago y en Arica, tengo cierta información sobre cómo está el ánimo de las personas aquí. Veo que hay una sensación de que ojalá algo bueno suceda. Hay cansancio. Hay incertidumbre. Hay dolores, miedo y rabia. Y, aun así, hay una necesidad, una esperanza. Eso es terreno fértil para crear conversaciones.

No son ganas de aniquilar al otro ni de borrar al adversario del mapa, sino que se trata de una situación reversible. Totalmente reversible si están las voluntades.

HISTORIA Y MEMORIA

Una parte de nuestro país tiene una memoria muscular y emocional sobre lo que pasó hace 50 años, porque estuvimos a este lado del cañón recibiendo el impacto de la violencia. Otra parte solo tiene eso como una historia, sin necesariamente una conexión directa.

Crear el espacio para escucharnos es un acto de generosidad. Al mismo tiempo, en ese proceso no debemos confundirnos entre la historia y la memoria. La historia puede tener distintos autores y distintas opiniones. Pero la memoria de quienes estuvieron ahí, sus emociones, no son transables.

Hace poco visité el lugar donde mi papá fue detenido el 12 de septiembre de 1973.

Yo tenía 12 años. Me paré en ese lugar y mi reflexión fue que cuando dicen que debemos superar ese dolor, entiendo intelectualmente lo que significa ese pedido, pero mi respuesta emocional es recordar la memoria de mi papá. Recuerdo cómo fue detenido, cómo le agacharon la cabeza y lo metieron al auto. No puedo sacarme ese sentimiento. Eso lo tengo 50 años después y lo voy a tener mientras esté vivo.

Creo que nos enriquecemos cuando podemos contarnos estas cosas. Esto es parte de nuestra historia, parte de lo que nos hace chilenos. También es lo que el mundo está viendo desde afuera. ¿Qué pasa con Chile? ¿Cómo avanza o cómo no avanza con sus dolores? España tiene muchos problemas para mirar su período de dictadura. Argentina lo ha hecho de una forma, Colombia está en el proceso. Es difícil conversar con la historia y la memoria. Pero no nos queda otra que dar ese espacio generoso a la conversación para quienes necesiten y deseen hacerlo.

HUMANIZAR AL ADVERSARIO

Cuando era estudiante, trabajaba en un hospital en Oslo. Una vez me llamaron al departamento de geriatría psiquiátrica y me dijeron que tenía que cuidar a una persona. Entré. Había un señor sentado en la cama, esperando que alguien viniera. Me presenté y le pregunté cómo quería que lo ayudara. Lo empecé a afeitar y me contó su historia. Me habló de Himmler, de Göring, de Hitler. En un momento, salí a la sala de descanso de los enfermeros y pregunté: “¿Quién es él?”. Había sido ministro de Justicia durante la Segunda Guerra Mundial. Y estaba ahí. Era una persona endeble. Había estado en la cárcel desde la guerra hasta ese momento. Necesitaba que alguien lo cuidara y lo tratara con dignidad. Y lo hice. Lo vi como una persona anciana.

Pensé: “Qué ironía del destino. Alguien como yo hubiera sido fusilado 40 años antes por decisión de él, pero 40 años después una persona como yo lo atiende y lo mantiene con vida”. Eso me enseñó a ver al ser humano como algo muy frágil.

En toda situación de conflicto hay seres humanos. El asunto es cómo los conectas, cómo tratas que el otro te vea y tú veas al otro. Si tu única respuesta a una situación de conflicto es más violencia, no la estás transformando pacíficamente, estás haciendo la guerra. Y la guerra tiene olor a sangre, olor a muerte. ¿Cómo sacar el miedo de la ecuación? Si el miedo y la rabia están, es muy difícil. Hay una serie de estrategias dentro del trabajo de paz sobre cómo entrar a esa situación, pero es clave asumir que la otra persona también es un ser humano con necesidades.

DIÁLOGO INCLUSIVO

El diálogo no es justificar. No es perdonar. No es aceptar lo que el otro ve. Tal vez en este proceso suceden cosas. Tal vez no. Los impedimentos aparecen si uno tiene expectativas de que va a lograr una solución la primera tarde. Puede que la primera vez haya una conversación explosiva, con muchas emociones. En un proceso de diálogo, uno tiene que aguantar esas tensiones. Pero tener aguante no significa aceptar lo que el otro está diciendo, sino decir: “¿Qué pasa si escucho un poco más? ¿Qué pasa si trato de entender lo que está debajo de lo que me estás diciendo?”.

El diálogo es un término que la academia, la prensa y el mundo político usan mal. En vez de decir negociación, usan la palabra diálogo. ¿Por qué? Porque la gente que está detrás de mí no acepta que yo negocie. No confía en el otro. Se interpreta como una entrega, como una transacción. Hay muchas sospechas. ¿Quién me dio la autoridad para sentarme con el adversario? ¿Cuán representativo soy? Por eso, un diálogo no es solo entre las partes. Como es un proceso inclusivo, también incorporo a quienes están en la periferia. Necesito tener ese tipo de conversaciones con todos los que están a mi lado de la brecha.

“Cuando la dejas suelta, la violencia es un animal incontrolable”

—Todos nuestros ojos están puestos en la invasión rusa en Ucrania, pero esa no es la única guerra actual. ¿Cómo estimulamos la idea de que importa superar todos los conflictos, no solo algunos?

—Son muchas las formas, pero se trata, sobre todo, del imperativo de no aceptar las voces que dicen que la única opción de transformar los conflictos es con más conflicto. Ese es un primer paso: ser intolerante con la guerra y la violencia como una forma de transformar los conflictos sociales y políticos.

En Chile tuvimos consecuencias terribles la última vez que aceptamos una salida violenta a un conflicto político. A algunos de nosotros nos ha costado 50 años reparar las emociones de eso. Y nuestro conflicto, comparado con otros, fue diferente. Hubo un dolor humano grande, pero no fue Colombia, Sudán ni Ruanda.

¿Cómo se aborda? Siendo conscientes de que, sin importar cuán difícil es el problema, hay que optar por las soluciones políticas y democráticas. Cuando la dejas suelta, la violencia es un animal incontrolable.

—¿Cómo describe el trabajo del Centro Nansen en la Araucanía y cómo avizora la relación entre el Estado y sus pueblos ancestrales?

—Cuando recibimos la invitación de los rectores de las universidades de la Araucanía, vimos que la carta invitaba al país a tener una política de Estado para lo que afecta a la región. Una política de Estado es diferente a una política de Gobierno. Es más profunda y dura más tiempo. La invitación que nos hicieron es a contribuir para reparar las relaciones entre el pueblo mapuche, Chile y sus instituciones.

En conflictos complejos uno tiene que ver si hay tres componentes: capacidades o instituciones, conocimiento sobre cómo solucionar el problema y voluntad, tanto institucional como política, para hacer la transformación. Chile tiene capacidades e instituciones y tiene conocimientos, pero las voluntades institucionales y políticas están un poco dispersas.

Para hacer algo con las voluntades, tienes que hacer algo con las confianzas. Que las personas, a través de otra estrategia, conversen sin que el primer paso sea necesariamente un acuerdo. Desde mediados de 2021, hemos hecho más de 50 talleres, además de puntos de encuentro y diálogos temáticos. Estamos bordeando las mil personas que han participado. Son talleres de dos días con dos elementos pedagógicos: uno es la entrega de herramientas de diálogo; el otro, la experiencia del diálogo. ¿Qué sucede cuando personas de lados opuestos se encuentran? No lo hacen para llegar a un acuerdo. Se encuentran para aprender, al alero de las universidades, cómo uno conversa sobre lo que nos divide.

—A propósito de instituciones, ¿qué falló en el primer intento de cambiar la Constitución?

—No puedo decir qué falló, porque esa es una decisión de los chilenos que viven en Chile. Lo que le dijimos a la Convención, en la plenaria y en otro evento, fue que en un proceso de reencuentro como ese son varios los tipos de conversación necesarios. Una es la conversación entre los convencionales. Otra, entre los convencionales y la ciudadanía. Y, además, una conversación entre la ciudadanía. La falta de conversación en esos niveles adicionales tal vez es parte del resultado que hubo.

—Con el desarrollo tecnológico, ¿el mundo corre un riesgo de deshumanización? ¿Cómo puede impactar esto en los esfuerzos de diálogo?

—Aquí me toca hablar solo como Alfredo. Creo que el ser humano tiene que ir lento en esto. Si creemos que lo automático es lo mejor, corremos el riesgo de no ver a quienes no tienen fuerza, a quienes no tienen un valor para los grandes promedios. Ahí hay que tener mucho cuidado. ¿Cómo decides qué es válido, qué vida es válida? Debemos tener mucho control de la situación. Los promedios no son incluyentes; nos meten en muchos problemas de vez en cuando. También se dice que los derechos humanos de las minorías no deben depender de las mayorías, porque si dependen de ellas, muchas veces no van a ser respetados. ¿Nos podemos farrear lo que tenemos si dejamos que la existencia futura sea determinada por decisiones automáticas?