• Revista Nº 175
  • Por Cristián Fernández Cox

Especial

Taller América: diálogos sobre la identidad

Este texto inédito es una muestra de las reflexiones y análisis que se dieron cita en el Museo de Arte Precolombino, en la década de los 80. Estos encuentros fueron instancias interdisciplinarias de debate y pensamiento organizadas por Cristián Fernández Cox, Sergio Larraín García-Moreno y Enrique Browne. El objetivo era avanzar en la búsqueda de una cultura nueva, una modernidad propia y apropiada para América Latina, como dirían sus impulsores.

AMERICANO: LA SÍNTESIS DE SUS DOS ENEMIGOS

“… Tiraron las imágenes al suelo y las cubrieron de tierra y después orinaron encima, diciendo: ‘Ahora serán grandes y buenos tus frutos’… lo cual, sabido de ellos, dejaron lo que hacían y corrieron gritando a darle conocimiento a don Bartolomé Colón… Este, como lugarteniente del virrey y como gobernador de las islas, formó proceso contra los malhechores y, sabida la verdad, los hizo quemar públicamente…” (Fray Pané, R.; Relación acerca de las antigüedades de los indios, 1498).

Para un europeo, los hechos de este relato de fray Pané constituían un crimen sacrílego. Para los indígenas que los cometieron eran la mayor honra que se podía hacer a las imágenes, que, enterradas como se acostumbraba con los propios ídolos, participaban así en la ofrenda religiosa para la fecundidad de la tierra.

Este episodio es un buen ejemplo de la cuestión del punto de vista para apreciar la realidad. ¿Desde qué lugar nos vemos los latinoamericanos a nosotros mismos? Ya es tradicional nuestra queja de que los europeos –y en general las potencias del norte– nos ven desde sus categorías etnocéntricas. En el mismo artículo se señala, por ejemplo, que la “historia universal” que estudiamos en realidad abarca la pequeña parte correspondiente a la cuenca del Mediterráneo, distando mucho de la universalidad que se autoconfiere; y que cuando se habla del “cercano Oriente”, no pensamos que tal región está próxima y al este de Europa, pero que, para Latinoamérica, es en verdad el “lejano Occidente”.

Que las potencias del norte nos vean y nos categoricen desde su propio punto de vista es explicable y no se puede evitar: “Todo ser viviente tiende a convertirse en el centro del universo, y… para todo ser vivo, el egocentrismo es una necesidad de la vida, puesto que es indispensable para que exista la criatura…” (Toynbee, A.; El historiador y la religión, 1958).

Lo desconcertante no es el egocentrismo europeo, sino el heterocentrismo (fijación en el otro) de Hispanoamérica que, a partir de cierto momento, pareciera haber perdido la identidad y, con ella, su capacidad de verse en sus propias categorías. Desarrollados o no, hay países como Japón, India y China que han preservado sus identidades, en tanto realidades culturales definibles por afirmación de su “síser propio”. Al contrario, Hispanoamérica parece indefinible si no es sobre la base negativa de su “no-ser en relación con otros”: del Tercer Mundo (los que sobran del primero y el segundo), subdesarrollada o en vías de desarrollo (recorriendo un camino trazado por otros, y con retraso).

Sabemos lo que no somos (larga lista de carencias, defectos y frustraciones), pero no sabemos en qué consiste lo que sí somos (corta lista de virtudes y logros que nosotros mismos estimamos de secundaria relevancia). Esta dificultad de identidad ya fue advertida por la lucidez de Simón Bolívar: “… Nosotros ni conservamos vestigios de lo que fue en otro tiempo: no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión, y mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado (…)” (“Discurso de Angostura”).

En esta imagen de Bolívar se puede advertir que, durante las luchas de la emancipación política, el americano criollo se veía a sí mismo entre dos fuerzas antagónicas: los naturales indígenas, por un lado, y los invasores españoles, por el otro. Esta dicotomía pareciera perdurar hasta hoy cuando, por una parte, quienes toman el partido europeo postulan la extinción del componente cultural indígena como supuesto hecho o como causa de imputación de todo lo peyorativo (¡País de indios!). Por la otra parte, quienes toman el partido indigenista postulan al poncho y la zampoña como bandera de execración de todo lo europeo.

Esta distribución de las fuerzas políticas y militares durante el proceso de emancipación daba una imagen profundamente engañosa de lo que sucedía en el plano de la realidad cultural. En este, el americano criollo no era el contrario del indígena y del español, sino al revés, era su síntesis: la mixtura indiano-hispana que durante más de dos siglos de aislada vida colonial se había configurado y decantado en una nueva síntesis cultural de ambos orígenes, de características propias, en cuanto era diferenciable de ambos.

Hija de padre español y madre precolombina, con una fuerte hegemonía de los genes paternos, la síntesis americana tenía ya su propia personalidad: el barroco americano, su pintura, su escultura, su arquitectura, sus peculiares organizaciones sociales, económicas y religiosas, su propio estilo de cosmovisión y cosmovaloración de la existencia, dan testimonio de ello.

En verdad, la pugna cultural era otra. Por un lado, la cultura indiano-hispánica, cuyo componente hegemónico era de origen sureuropeo y católico. Por el otro, el Iluminismo anglo-francés de origen noreuropeo y protestante, transmitido a España por el afrancesamiento de la monarquía española, y a las colonias por el propio Despotismo Ilustrado y la elite criolla que ya se educaba en Europa.

El mismo Iluminismo que era el inspirador ideológico de la emancipación. De aquí que, si bien político-militarmente el americano que se emancipaba tenía dos enemigos –el externo español y el interno indígena–, culturalmente este americano era él mismo, la síntesis de sus dos enemigos; y su verdadero “enemigo cultural” era el Iluminismo anglo-francés que, a la vez, se presentaba como su inspirador ideológico y aliado político; ¡con razón para Bolívar nuestro caso es el más extraordinario y complicado!


LA ANHELADA MODERNIDAD

El Taller América surgió de las crisis de los años 70. Chile se había polarizado, con violencia, y todos los diálogos estaban suspendidos. A fines de la década recién comenzaron las autocríticas dentro de los partidos políticos –en encuentros clandestinos–, pero también entre los intelectuales y artistas. La creación de las Bienales de Arquitectura, en 1977 –por gestión de Fernández Cox, que fue su primer presidente– respondió a esa conciencia, a la necesidad urgente de repensar Chile y América Latina.

Pero un encuentro cada dos años no era suficiente; de ahí es que tres arquitectos: Enrique Browne, Cristián Fernández Cox y Sergio Larraín García-Moreno, relacionados por su alma mater, la Universidad Católica, decidieron crear una instancia permanente. Coincidían en que la reflexión requería del diálogo con otras disciplinas, porque la crisis profunda de América Latina era de carácter total, integral. En la literatura, varios creadores habían abierto puertas; en especial, Octavio Paz con sus ensayos. También la historia, la sociología y la antropología habían aportado lecturas nuevas de la región. Por eso se decidió invitar a pensar no solo a arquitectos, sino también a artistas e intelectuales varios. En fechas sucesivas participaron Alberto Cruz y Godofredo Iommi, Mario Góngora, Borja Huidobro, Juan Downey, Leopoldo Castedo, Felipe Herrera, Enrique Lihn, Pedro Morandé, Cristián Huneeus, Pablo Huneeus, Ramón Méndez y Sergio Larraín G.-M. En los años siguientes se sumarían otros invitados, como la antropóloga Sonia Montecino y el poeta Raúl Zurita. Dos de los miembros, el sociólogo Pedro Morandé y el propio Fernández Cox, construyeron miradas propias que, pocos años después, serían referencia de múltiples citas en los principales países de la región. Cultura y modernización de América Latina, del primero, obra de 1984, y el concepto de “modernidad apropiada” del segundo, cruzaron las fronteras y alentaron la reflexión en torno a una América Latina que parecía incapaz de resolver las heridas de su pasado, mientras la pobreza y el hacinamiento cundían en sus ciudades. Había que buscar una nueva modernidad, pero ahora, fundada sobre la matriz cultural –indígena, sureuropea y mestiza– del continente.

DESCALIFICAR AL PADRE

Lo sucedido se comprende mejor si se comparan las independencias del norte y el sur de las Américas. En el caso norteamericano, su independencia no fue más que el desarrollo natural del Iluminismo anglo-francés trasplantado a suelo americano, en la propia sangre de los colonizadores: fue un paso orgánico de maduración de los gérmenes culturales propios del “criollo” norteamericano, y el conflicto político con la madre patria se resolvió rápidamente en una solución de continuidad cultural. Al contrario, en la independencia hispanoamericana, también inspirada en el Iluminismo anglofrancés, el conflicto con España implicaba a la vez un conflicto cultural contra lo hispánico; esto es, contra el componente principal de la propia cultura.

La independencia de las colonias españolas, que más que por maduración fue por orfandad, significó una profunda descalificación del padre, en el cual el hijo – sin saberlo ni quererlo– descalificó una parte sustantiva de su propia alma: su raíz cultural sureuropea.

Y así, confundida su pertenencia a Occidente con la pertenencia al sector noreuropeo y protestante de Occidente, que no es el suyo, Hispanoamérica se condenó a sí misma por largo tiempo, a verse, valorarse y medirse con categorías ajenas –heterocéntricas– de las que sale siempre mal librada.

Tal heterocentrismo, que nos “desidentifica” (sic), y el consecuente fetichismo de lo extranjero que lo retroalimenta, permiten pensar que el problema, más que un hecho del objeto, es un error de perspectiva del sujeto, situado en categorías culturales inapropiadas. Tratando de ser lo que no seremos nunca y olvidados de ser lo que podemos, tendemos a actuar con la consiguiente inconsistencia, inoperancia y desgano. Más que vivir –para bien o para mal– nuestra propia vida, hemos estado fascinados haciendo la mímica de la ajena vida del norte, siempre retrasados en el lapso requerido para la llegada de los modelos importados y al tiempo de aprendizaje de sus movimientos.

Así, por ejemplo, en Chile, la Ilustración fue un eco de tercera mano del Iluminismo que había remecido a Europa hasta sus cimientos; eco ablandado por la componenda filosófica y política de la Ilustración en España, y vuelto a ablandar en su transferencia a la América colonial. Y nuestra arquitectura neoclásica no fue la ilustrada racionalidad con que Europa reaccionaba contra los excesos del rococó: ¡Si Chile casi no tuvo rococó! Nuestro Romanticismo no fue la reacción vital contra la tiranía implacable de la razón (que nunca sufrimos) y que impelía a los europeos a una nostálgica evasión en grandezas pasadas y mundos remotos (y que de ser en América una vivencia auténtica, nos debiese haber llevado al redescubrimiento del mundo azteca e incaico, ya físicamente disponibles), sino más bien a una moda periférica importada de Francia, a un medio que en la realidad estaba constituido por figuras tan pragmáticas y poco románticas como Portales, Prieto, Bulnes o Montt.

Un medio en el que, según relata el sociólogo Hernán Godoy, Jotabeche se burlaba de los románticos diciendo que: “… A los potreros llaman prados; a las acequias, arroyos, a los pavos, pajarillos… Nuestro liberal positivismo y sus virulentas pugnas religiosas tuvieron también una inspiración marcadamente europea…”, con lo cual –ni por primera ni última vez– “… la minoría dominante, y tras ella la sociedad íntegra, supusieron que nuestro país fuese una nación europea, vivieron como cosa propia dificultades y pasiones ajenas, y trasladaron a Chile situaciones y soluciones que experimentaban sociedades e historias por completo distintas…”, dice el historiador Gonzalo Vial.

LA “DESIDENTIFICACIÓN” CULTURAL

Por su parte, el arquitecto Enrique Browne observaba que el movimiento moderno en arquitectura que surgió en Europa como una respuesta a los radicales cambios sociales y tecnológicos provocados por la Revolución Industrial, llegó a Chile antes casi de que tuviéramos industrias. ¡Importamos las soluciones antes de tener los problemas! Tal es el heterocentrismo de nuestra desidentificación, la cual no parece ser, ni mucho menos, una exclusividad chilena.

A propósito de la literatura de Hispanoamérica, dice el ensayista mexicano Octavio Paz: “Me parece que lo que nos faltó, sobre todo, fue el equivalente de la Ilustración y la filosofía crítica. No tuvimos siglo XVIII… Por eso la historia moderna de nuestros países ha sido una historia excéntrica. Como no tuvimos Ilustración ni revolución burguesa –ni crítica, ni guillotina–, tampoco tuvimos esa reacción pasional y espiritual contra la crítica y sus construcciones, que fue el Romanticismo. El nuestro fue declamatorio y externo… Nuestros románticos se rebelaron contra algo que no habían padecido: la tiranía de la razón. Y así sucesivamente… Desde el siglo XVIII hemos bailado fuera de compás”.

Si nuestra “desidentificación” cultural fuese un hecho del objeto, es decir, si nuestro modo hispanoaborigen enraizado en la cosmovisión sureuropea y católica hubiese sido extinguida por nuestra absorción en el iluminismo norteño y protestante, aparte de lamentarnos arqueológicamente por su pérdida, no habría nada que hacer y, sobre todo, ninguna necesidad de hacerlo, ya que, extinguida una cultura en el modo de ser de sus descendientes, estos que ya han sido absorbidos por la cultura nueva dejan de sufrir las consecuencias de la extinción de una cultura a la que ya no pertenecen.

Pero no parece ser esto lo ocurrido a Hispanoamérica, sino solo a sus elites intelectuales, ya que, no obstante la inexorable y reiterada imposición de modelos iluministas y neoiluministas sobre nuestros pueblos, los porfiados hechos culturales los resisten y los rechazan con igual o superior persistencia. El fracaso de Hispanoamérica en la era moderna, si se cambia el punto de vista, puede válidamente ser visto como el fracaso de la Modernidad iluminista en el área hispanoamericana. “¿Fracasaron nuestros pueblos? Más exacto sería decir que las ideas filosóficas y políticas que han constituido a la civilización occidental moderna han fracasado entre nosotros”, dice el mismo Octavio Paz, lo cual nos lleva nuevamente a pensar, más que en un problema radicado en el hecho del objeto –los pueblos por definición son inseparables de la cultura de la que son soporte–, en un error de perspectiva del sujeto: siendo este sujeto las élites hispanoamericanas, heterocentradas por la desidentificación iluminista, consecuentemente fetichistas de lo extranjero, e incapaces de ver –y sobre todo de valorar– su propia realidad cultural.

Tal hipótesis se hace más plausible cuando se recuerda que, como es sabido, la emancipación de Hispanoamérica fue iniciativa y responsabilidad de una pequeña elite ilustrada, culturalmente desconectada del pueblo. Y que lo análogo ocurrió en nuestra Ilustración, nuestro Romanticismo, nuestro Positivismo y en general en todos los neoiluminismos que constituyeron y constituyen nuestra modernidad: procesos de cúpula que dominaron la sociedad y muchas veces la arrastraron tras ellos, pero que culturalmente tuvieron una muy escasa influencia en la base.

A nivel macrosocial, por ejemplo, el sociólogo Pedro Morandé ha observado cómo la concepción existencial del trabajo en la Hispanoamérica de hoy parece tener un sentido muy diferente a la concepción noreuropea de raíz calvinista, que de forma errónea se ha supuesto como “objetiva” y de validez universal; y que la concepción que concretamente seguimos teniendo parece ser mucho más radicalmente emparentada con las cosmovisiones precolombinas e hispanocatólicas en diferentes modos de sincretismo o síntesis que a lo que nuestras élites neoiluministas les gustaría reconocer.

NUESTRO AQUÍ Y NUESTRO AHORA

Otra expresión que indicaría la permanencia oculta de un sustrato cultural propio y diferenciado es la piedad popular en sus diferentes formas que, no obstante su frecuente represión ilustrada a manos de sectores de la propia Iglesia Católica, ha resultado prácticamente incólume –vital, vigorosa y persistente– hasta hoy, lo que ha sido reconocido y retomado como tema de preocupación principal en la última Conferencia Episcopal Latinoamericana –el CELAM de Puebla–, cuyas enormes proyecciones culturales para Hispanoamérica abren perspectivas insospechadas. Al nivel microsocial de la psicología, son numerosas las escuelas contemporáneas que postulan la transmisión de padres a hijos de valores y patrones conductuales –componentes sustantivos de la cultura– en forma directamente vital y sin pasar por el “logos” en los primeros años de vida. Tal transmisión, con cierta independencia del medio racional consciente, haría posible y explicaría la notable persistencia de lo cultural, por adverso que dicho medio racional pueda serle.

Si se considera la ya clásica distinción propuesta por Alfred Weber entre civilización (el saber racional de intención práctica, de progreso ascendente y vigencia universal: ciencia, métodos, tecnologías, etcétera) y cultura (el expresar simbólico y metalógico de valores vivenciales, de movimiento discontinuo y vigencia local), se comprenderá que la búsqueda del esclarecimiento de nuestra identidad cultural mediante el estudio de sus raíces en el pasado no implica una “vuelta atrás” civilizatoria –que aparte de inviable, sería irrelevante a lo cultural–, sino al contrario, apunta a nuestra “des-enajenación” o, mejor dicho, a nuestra “apropiación” cultural: nuestro propio espacio hispanoamericano y nuestro propio tiempo contemporáneo, nuestro aquí y nuestro ahora, visto en nuestras propias categorías culturales.

La originalidad de una cultura local no se opone al progreso civilizatorio universal: el Japón contemporáneo es un elocuente testimonio de ello. Al contrario, parecería que una identificación cultural esclarecida es requisito para una absorción apropiada de los procesos civilizatorios.

Desde esta perspectiva, que es tan antigua como nuestra identidad cultural, se nos plantea la hipótesis de que las sustancias de esta identidad hayan estado desde siempre ante nuestras propias narices, en los modos reales de nuestro ser analógico-simbólico concreto, y que las hayamos estado mirando sin verlas, por los puntos de vista heterocéntricos adoptados por las élites intelectuales hispanoamericanas, durante nuestras enajenaciones iluministas y neoiluministas.

 

PARA LEER MÁS

  • Fray Pané, R. (1498). “Relación acerca de las antigüedades de los indios”, citado por Juan Cuevas Jaramillo en artículo publicado en revista Culturas, vol. 3, UNESCO.
  • Toynbee, A. (1958). El historiador y la religión, editorial Emecé, Buenos Aires.
  • Bolívar, S. “Discurso de Angostura”.
  • Godoy, H. (1983). La cultura chilena, Editorial Universitaria, Santiago.
  • Vial, G. (1981). Historia de Chile (1891-1973), 4 volúmenes, editorial Santillana, Santiago.
  • Grabación magnetofónica del Taller América.
  • Paz, O. (1990). In/mediaciones, editorial Seix Barral, Barcelona.