punta de una pluma para escribir punta de una pluma para escribir
  • Revista Nº 175
  • Por Pablo Márquez Farfán

Columnas

Todo suena igual

Hace algunos días, conversando con Myriam Hernández para mi espacio de entrevistas en el canal 24 Horas de TVN, reparábamos en la locura que es hacer hoy música distinta a la que está dominando al mundo. En su caso, la apuesta por seguir en la balada romántica tradicional versus el sonido urbano que llena cada rincón del planeta.

Y cuando hablamos de modas, lo sabemos, ir contra la corriente no es un buen negocio.

Todo suena a urbano y desde hace ya varios años. Y lo que comenzó como un fenómeno importado de Puerto Rico en clave reggaetón, con sus variantes y adaptaciones se ha convertido en la banda sonora del nuevo milenio y parece haber llegado para quedarse en nuestras vidas.

¿Qué hacemos, entonces, si todo suena igual? El asunto es que no todo suena igual y el prejuicio ha instalado que el mundo urbano es como una sola gran canción que no tiene matices ni sentido estético. Se dijo lo mismo, en su momento, del rock & roll, del disco y de la electrónica, pero generalmente los pataleos terminan consolidando un fenómeno.

Las canciones más escuchadas en las plataformas de streaming y los videos más vistos en YouTube corresponden a artistas del género y en Chile hay exponentes notables de un sonido urbano elegante y de muy buen nivel, especialmente asociado a artistas mujeres. También lo hay del otro tipo, el chabacano, grosero, misógino y pendenciero, esta vez con más exponentes masculinos porque en la industria de la música también se cuecen habas.

Un síntoma de intolerancia preocupante es cuando se rechaza algo simplemente porque no se entiende o porque no comparte los códigos de lo que a mí me gusta. Frases como “esto no es música” o “los cantantes de mi época sí que eran buenos” solo muestran la ceguera de quien no quiere abrir la cabeza a los estímulos que llegan desde una trinchera cargada de Auto-Tune y máquinas de ritmos.

Si algo se desconoce, ¿cómo puede no gustar? Y, claro, no se trata de escuchar todo el catálogo de género urbano que hay en Spotify para tener opinión, pero al menos no descartar de plano una sonoridad porque no corresponde a mi propia banda de sonido.

La música siempre ha leído de muy buena manera el tiempo que se vive. El folk hizo lo suyo a fines de los años 60 con la revolución sexual y la oposición de los jóvenes a la guerra de Vietnam. El disco abrió la puerta del clóset a todas las minorías que no tuvieron ya más miedo de mostrarse como tales y salir a gritarlo en la pista de baile. El grunge se vistió de camisas de franela y con guitarras punzantes para salir a despertar las mentes dormidas de los anodinos años 80. El reggaetón saltó de los márgenes para poner sobre la mesa los problemas de una juventud condenada a la pobreza y al exilio social.

Parte del sonido urbano made in Chile de hoy mantiene en algunos casos todo eso que pregonaron los primeros reggaetoneros, pero los ejemplos más luminosos son los que, por ejemplo, hablan de los problemas de salud mental que ahogan a los jóvenes en un mundo de redes sociales que exige satisfacciones inmediatas. Habla del amor en tiempos de distancias y de prójimos contagiosos. Le canta a los desamores de chicas que no se echan a morir por un desengaño que, por el contrario, las hace aún más fuertes. El sonido urbano también pulsa la tecla escapista, de pasarlo bien, de bailar sin parar simplemente porque la música es libertad.

Después de todo, es legítimo que un género no despierte ningún interés en un tipo de público. Nadie tiene que escuchar lo que no le llega ni lo toca, por supuesto, y es muy válido seguir programando eternamente las canciones de su vida.

Pero hay que reconocer que algo hay en lo urbano para que sea hoy el soundtrack de millones. Si te sumas o no, eso es ya una cosa de gustos, pero antes de demonizar hay que abrir un poco los oídos. Porque, en la industria musical, no hay peor ciego que el que no quiere escuchar.