• Revista Nº 174
  • Por Daniela Farías
  • Fotografías Hernán Quintana
  • Digitalización Karina Fuenzalida

Especial

Víctor Jara: imágenes develadas

Estas fotos inéditas, de fines de la década de los 60, describen un viaje improvisado a Lonquén del cantautor con el profesor emérito de la UC Hernán Quintana, quien en su juventud se desempeñaba como fotógrafo aficionado. En el trasfondo, muestran el retorno del artista a sus inicios en el campo chileno, el cual forjó sus raíces, su ideario y su contexto cultural. El hallazgo, cargado de simbolismo, se concreta justo a medio siglo de su muerte.

“Acompáñame a ver a mi gente a mi pueblo, en Lonquén”, le dijo Víctor Jara a quien a mediados de 1967 realizaba sus primeros retratos: el hoy reconocido astrónomo Hernán Quintana. Tenía 24 años y ocupaba las horas libres entre sus estudios de Física en la Universidad de Chile (era el año de la Reforma Universitaria) para fotografiar viajes, amigos, paisajes y todo lo que se cruzara por su lente. Fue su inicio en el oficio lo que lo llevó a conocer al actor, director teatral y cantautor, que trascendió a la historia por ser uno de los principales exponentes de la Nueva Canción Chilena.

Hoy Quintana revisa los negativos de las imágenes inéditas de Víctor Jara con una mezcla de orgullo y nostalgia. En un viejo cuaderno conserva fechas y aspectos técnicos de cientos de fotografías que lo trasladan a su juventud y a momentos inolvidables que vivió detrás de un lente. Entre ellos, rescata los días que compartió con el artista. “Nos fuimos a Lonquén esa misma tarde en su citroneta blanca. Seguimos los vericuetos del camino a ese poblado, ubicado en las cercanías de Talagante, al surponiente de Santiago. En el camino conversamos de muchos temas. En esa época él era un hombre de teatro, con inquietudes sociales, pero no era el político militante que conocimos después”.

UN FOTÓGRAFO AUTODIDACTA

Los inicios en la fotografía del profesor emérito de la UC Hernán Quintana, reconocido por la comunidad científica, entre otras cosas, por haber descubierto el llano de Chajnantor (donde hoy se ubica ALMA), se remontan a su infancia. Su padre era abogado y llevaba el juicio de una radioemisora en quiebra. Así, en la parcela de su familia se encontró con muchos instrumentos eléctricos descartados que lo fascinaron: entre ellos, transformadores, lentes variados y una vieja cámara fotográfica. Esta última llamó su atención. “Más tarde aprendí de unos libros a revelar los negativos con químicos que compraba en la Casa Loben, en la calle Ahumada con Agustinas”, cuenta. Cuando ya era universitario, un compañero le prestó una cámara Zorki (copia rusa de la reconocida Leica) a la cual pocos tenían acceso en esos años. Gracias a eso, pudo realizar más “profesionalmente” su trabajo con recursos limitados: acondicionó en su baño de visitas un laboratorio de revelado. También revisó los planos de una ampliadora para construirla con materiales caseros: un tarro de galletas, otro de leche Nido y una lupa. Luego se compró su propia cámara: una japonesa modelo Nikkormat de Nikon, con la cual retrató a Víctor Jara. Más tarde, una amiga lo recomendó como fotógrafo freelance de la naciente revista Paula. Allí trabajó un par de años con una desconocida Isabel Allende y las periodistas Malú Sierra y Amanda Puz, con quienes recorrió el país.

HALLAZGO AFORTUNADO

En las fotos de Lonquén se puede ver a Víctor con una camisa floreada, sonriente, compartiendo cigarros y pan amasado. “Parábamos en distintas casas y él se bajaba del auto a saludar a los vecinos, mientras yo los retrataba. Había una relación muy cercana entre ellos”, cuenta Hernán.

El profesor y el artista se conocieron gracias al inglés. El primero se preparaba para cursar su doctorado en Cambridge, por lo que llegó al Instituto Chileno-Británico de Cultura, en Santiago centro, donde conoció a un grupo de actores: entre ellos, Víctor Jara. Según cuenta el libro La vida es eterna (Amorós, M.; 2023), en las últimas semanas de 1967 el artista preparaba un largo viaje al extranjero, que comenzó en California, siguió por Cuba y culminó con una estancia de tres meses en Londres como director teatral, auspiciado por el British Council. Entre lecciones de inglés y sorbos de café, Hernán y Víctor conversaban por fragmentos. “Él era una persona muy normal y accesible y simpatizamos. Al enterarse de mi afición me invitó a acompañarlo al lugar de su infancia”. Según describe el citado texto de Amorós, el cantautor tenía una profunda conexión con el campo chileno. “Jara creció escuchando las canciones de los campesinos, composiciones transmitidas de generación en generación por la tradición oral (…) Canciones aprendidas e interpretadas por su madre”. El mismo libro cuenta: “Cuando en agosto de 1970 le preguntaban por las raíces de su obra, afirmó que residían ‘en el canto del pueblo’. ‘Desde que nací escuché cantar en Chillán. Mi madre era cantora (…). Después me desarrollé y adquirí mi propio lenguaje y personalidad’”.

En 1937, cuando Víctor tenía cinco años, se trasladó junto a sus padres (Manuel Jara y Amanda Martínez) y sus cinco hermanos a Lonquén. En esa localidad su padre era agricultor en un terreno cercano a Melipilla y vendía leche, mientras que su madre trabajaba en el fundo Santa Elena. Gracias a la insistencia de su madre, Víctor asistió a la escuela 269 de esa localidad. “De aquel tiempo en Lonquén evocó siempre, con singular emoción, las noches en que los campesinos se reunían a la luz de la luna” (Amorós, M.; 2023).

Las imágenes aquí desplegadas se complementan con otras dos sesiones. En blanco y negro se destacan los rasgos de Víctor en la casa de Hernán Quintana, donde improvisaron retratos frente a una ventana de madera, con contrastes de luz y de sombra. Él canta con su guitarra, con una música que se suspende en el tiempo.

Por otro lado, en la Casa de la Cultura de Ñuñoa se le ve con un chaleco negro y jeans en un parque, mirando a cámara o esquivando el lente. En total son unas 120 fotos organizadas en varias secuencias en las que despliega su intensidad actoral e interpretativa. Después, el profesor le cedería algunas copias al cantautor, de las cuales un par fueron publicadas en 1971 en un artículo de la revista Paula, otras en la carátula de un disco. El resto de las imágenes permanecieron inéditas, hasta ahora.

Los negativos guardados por Quintana han sido conservados como una cápsula del tiempo. Estos constituyen un material a través del cual explorar nuevas facetas del artista del “canto inconcluso”, como dijo Joan Jara, esposa de Víctor, en un libro dedicado a su memoria. A 50 años de su asesinato, el 16 de septiembre de 1973.

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