• Revista Nº 142
  • Por Isabel Cruz Ovalle
  • Obras gentileza del Archivo Fundación Violeta Parra

Especial

Violeta en todo sentido

La historiadora Isabel Cruz recorre en el siguiente texto parte de la labor visual de la artista, explorando sus inspiraciones, raíces y herramientas. A través de sus obras su pasión traspasó las palabras. Con lana y arpillera, registra entre 1960 y 1962, un conjunto de animados motivos populares en tapices de amplio formato. En ellos despliega el ritmo musical de sus canciones y poemas. A su vez, en la pintura que simultáneamente desarrolla, se cruzan motivos cotidianos y religiosos. Esto último revive en Violeta con el alejamiento de la patria y la familia. Después permanece y se profundiza en su regreso a Chile.

Gracias a la vida que me ha dado tanto, Me dio dos luceros que cuando los abro, Perfecto distingo lo negro del blanco y en el alto cielo su fondo estrellado, Y en las multitudes el hombre que yo amo…

En Violeta Parra, artista total, la polémica sobre la preeminencia del ojo o del oído en el orden jerárquico de los sentidos, vigente desde la Antigüedad hasta hoy, se encuentra superada. En esta primera estrofa de la canción que le ha dado tanta fama, menciona sus ojos, metafóricamente “luceros” en el lenguaje popular, antes que la audición, medio que está usando para transmitir ese agradecimiento que la trasunta entera y la trasciende.

Cuando afirma “perfecto distingo lo negro del blanco”, se refiere al blanco como la existencia conjunta de todos los colores –la máxima riqueza cromática– y al negro como su total ausencia. Pero además, en esta frase utiliza de manera simbólica a ambos polos cromáticos y les otorga un carácter ético, existente en la cultura popular de occidente desde la Edad Media: el blanco, equivale a la luz, es analogía de la bondad y belleza divinas. En cambio, el negro y la oscuridad marcan su ausencia, que conlleva dolor, privación y angustia.

Violeta invierte aquí el orden tradicional del blanco-negro. Sus ojos distinguen como primera y central coloración el negro, que parece emerger y destacar de la indeterminación del fondo blanco. Ello se subraya con la belleza visual de la siguiente frase: “Y en el alto cielo su fondo estrellado”, que evoca ese azul vestido ya de negro y los astros alumbrando mágicamente las tinieblas. La agudeza y precisión de su sentido de la vista, le permite también hilvanar la siguiente observación con que reconoce a la persona elegida: “El hombre que yo amo”, entre la multitud desindividualizada y confundida en formas, figuras y rasgos.

Son sus manos ásperas e hipersensibles, gastadas por los lavados y escobillados en las artesas con lejía, amasando el pan y el engrudo, reforzando la puntada y el nudo, empuñando el pincel o la espátula, las que en sincronía con su mirada incitan su quehacer: “manos a la obra”. Sus sentidos concatenados son maravillosos instrumentos de creación. Generan música y poesía, escenografía e instalaciones, esculturas –y a través de puntadas y pinceladas– textiles bordados y óleos sobre cartón y madera.

Niños en fiesta

Niños en fiesta

Obra de Violeta Parra Papel maché 58,5x99 cms. 1963-1965.

TATUADO EN LOS HUESOS

Nacida hace cien años en Chillán, rescata y encarna magistralmente esa tierra de artesanos y artesanías de gredas y chamantos, pigmentos y tinturas. En 1959, a raíz de una hepatitis que la tiene postrada en cama, decide bordar con lana sobre esterilla personajes y escenas populares. En ese momento da un giro radical a una práctica milenaria de las mujeres originarias de la zona. Ellas dobladas por cientos de años de trabajo de sol a sombra, sobre sus telares caseros, han producido las bayetas, ponchos, frazadas, chamantos y sobrecamas bordadas, de geometría depurada y generosa textura.

Apreciados en los siglos XVII y XVIII, al punto de ser un rubro de exportación, estas obras actualizan hasta hoy la tradición ancestral de los pueblos del sur andino, donde el textil es multifuncional: sirve de abrigo y cobijo, símbolo y protección, poder, prestigio e inversión.

Desde entonces, a Violeta no le bastan sus afinadas cuerdas vocales para expresarse y la prolongación de su sonido en las de la guitarra. Ahora son hilos los que anuda y teje, como si hubiese entrelazado en su aguja la estela de los quipus, las tramas y urdimbres de los ponchos mapuches y la saturación de puntadas de reposteros, colgaduras, estandartes y alfombras de herencia hispano-morisca. Estos que antiguamente recubrían los muros enlucidos solo de barro, el suelo de tierra de las casas o animaban el paso de la procesión en las fiestas.

El arte intensamente expresivo de Violeta debe a ellos su inspiración, más que a los cuidados bordados de mano de monja. La pulcritud, el canon y el modelo, tienen poco o ningún espacio en sus arpilleras y telas.

Como las antepasadas que poblaron esas tierras hace cientos de años, ella tiene sus piezas ya compuestas; tatuadas en los huesos y en la piel. La tejedora chilota o la locera pomairina no necesitan los diseños previos; sino que los llevan como la madre de la madre de su madre.

Con lana y arpillera, la artista registra entre 1960 y 1962, un conjunto de animados motivos populares en tapices de amplio formato. Imagina, abstrae, despliega en estos personajes el ritmo musical de sus canciones y poemas, ondeando las texturas en el borde, ensartándoles ligeros elementos que quedan suspendidos, en vibración. Con hileras de puntadas de ida y vuelta, en cruce y fuga, atraviesa la forma y la desmenuza en pequeños planos cromáticos. El color se abre, se multiplica, ofrece sus tonalidades exuberantes o secretas y vibra, cromáticamente, en un acontecer musical. Dando un salto mortal sobre la lógica, y al modo surrealista, hilvana en una misma superficie motivos sin ilación. Liviana de equipaje navega Violeta al Viejo Mundo y llega a París en 1964. Expone sus obras en el Museo de Artes Decorativas del Palacio del Louvre. Es el año de la gran exposición, “El mundo de los naifs”, dirigida por Jean Cassou (primer director del Museo de Arte Moderno de París).

Sus arpilleras, que recuerdan los textiles prehispánicos del Pacífico austral como los de Paracas (costa sur de Perú), por ejemplo, comienzan su travesía gitana.

¡Qué distintos estos tapices de Violeta Parra a los que simultáneamente desarrollan en París Jean Lurçat y su equipo, aplicando a sus composiciones las premisas del “arte decorativo”! Sus escenas se emparientan, en cambio, dentro de la tradición europea, con esa joya de la aguja realizada hacia el año mil, “el tapiz de Bayeux” (gran lienzo bordado del siglo XI), de setenta y cinco metros de trama y bordado con la historia de las luchas por el trono de Inglaterra.

 

Cristo en nikini_ Obra de Violeta Parra, Arpillera, 161,5×125 cms. 1964-1965.

LA MAGIA CIFRADA DE SU PINTURA

Lo religioso revive en Violeta con el alejamiento de la patria y la familia. Después permanece y se profundiza en su regreso a Chile. Son los matices prístinos u oscurecidos de una religiosidad de negros y blancos no desgastados; una que deslumbra y arropa, eleva hacia el infinito y envuelve en el misterio indescifrable de su tenebroso humus emocional. El azul cobalto y el amarillo oro sugieren el más puro misticismo, exaltación que la conduce a la verticalidad angosta del Crucificado.

A su vez, en la pintura que simultáneamente ha comenzado a realizar, se cruzan motivos cotidianos y religiosos. Sus composiciones prescinden del punto de vista único y de los horizontes a la altura de los ojos del espectador. Las figuras someras y flexibles, se sobreponen unas a otras en agrupaciones densas, de dramático efecto en sus recortados perfiles, como muestran “Mitin 2 de abril”, de 1964, y “Prisionero inocente”, de ese mismo año. O bien, se movilizan desde el centro hacia el perímetro de la superficie pictórica, como si quisiesen salir –o entrar al cuadro–, estableciendo una sorprendente relación entre espacio plástico y entorno.

Desplazándose con agilidad entre lo imaginado y lo vivido, Violeta introduce en “El borracho” su propio autorretrato, junto a las botellas y al genio malvado de la parra –de sus parras–, que la impulsan a apartarse y huir para salir del cuadro; deja en el centro el gran espacio amarillo de la borrachera y la enajenación. Narrativa y biografía confluyen lúdicamente en “Casamiento de negros”, versión pictórica de su ya célebre composición musical, que invita a la mirada a recorrer en el espacio de cartón, como en la pintura mestiza, la reunión de lugares lejanos o ajenos que se encuentran y se citan.

En su pintura religiosa, los espacios centrales vacíos se ciernen, en cambio, sobre los personajes empequeñecidos, proyectados por una fuerza centrífuga hacia los bordes. Así lo denota la obra “La Cena”, cuya mesa del banquete ha mudado en catafalco y la traición tiene el rostro policromo de una mascarada disuelta en el abandono, previo a la Pasión. El Hijo del hombre padece en los cuadros de Violeta. Condenado a que lo cuelguen en cruz, sometido a indecibles descoyuntamientos lo miran sus ojos en “El gavilán”, y se abaten sus pinceles sobre él desde el alto horizonte precipitándolo, absorbido por el espacio.

La magia cifrada, oscura, de la religiosidad popular, en “Las tres pascualas” o en “Las tres hijas del rey depositan el corazón y los ojos de sus padre en una vasija”, se ahonda en ella. Infunde a sus pinturas el tinte del mysterium tremendum.

El código de los barros, hollines y ahumados de la artesanía popular ha sido sobrepasado. Ya no existe el hombre que ama; no lo encuentra entre la multitud, ni al color; no lo ven sus dos “luceros”. El ojo no distingue ya el negro del blanco, ni en el alto cielo su fondo estrellado; negro sobre negro.

Se levanta la mortaja. La noche se desviste. Violeta sobre violeta.

La Cena

La Cena

Obra de Violeta Parra, Óleo sobre madera prensada, 32x66 cms. 1964.