• Revista Nº 142
  • Por Joaquín Alliende Luco
  • Obras gentileza del Archivo Fundación Violeta Parra

Especial

Violeta Parra frente al abismo

17.40 horas del 5 de febrero de 1967. Momento exacto en que un disparo apagó la luz de una mujer apasionada. La decisión de terminar con su existencia es revisada por el sacerdote y poeta Joaquín Alliende, quien desde una perspectiva cristiana y con el virtuosismo de sus palabras nos describe este desamparo cósmico, esta soledad infinita que Violeta padecía. “Su voluntad no era libre, su desgarro de soledad, de mujer abandonada por quien era su inmenso amor, amado y amador… Su abismo era tal, que ni el pecho, ni las sienes ‘sabían’ qué era lo que estaban haciendo. Este ‘saber’ es un acto de la inteligencia y del juicio. Violeta, agónica de amor, había perdido el juicio”, afirma Alliende.

“Este no cuece peumo”, dicen las mujeres para borrar del mapa a un apurete, impaciente o insoportable. Porque es consabido que el fruto rojo de ese árbol de aromático verde, endémico nuestro, debe quedarse bajo la lengua varias horas hasta que la saliva lo deja medio amarillo, como salido de una olla en las brasas. El suicidio de Violeta llegó a ser un peumo recocido largamente. Tres

drásticos intentos. Solo ya en el número tres fue que le salió por los oídos y las comisuras de los labios, el sabor amargo de la pólvora. Después del segundo intento, ya recuperada de lo angosto de la angustia extrema, recogió guitarra y lápiz para dejarnos su mejor testamento: “Gracias a la vida”, que no es fácil poema en primavera, es vieja sabiduría serena que pulsa joven, para abrir un caminito por la ladera del cerro hacia la nieve.

Violeta, acosada por una intemperante necesidad de respirar el aire del amado, ya no resistió un ápice de más soledad. Su desamparo es cósmico. Todo lo que se deja mirar por ella, todo lo que recibe, el vaho tibio de su propio cuerpo, todo la hiere. Es llaga de ausencia. Él no está. Todo podría haberlo visto ella hermoso, entretenido, sabroso y coloreado. Ella pudiese, quizás, mirarlo como quien tiene la última guitarra de la cual emerge una música benéfica. Sí, si escuchase ella bien lo telúrico, cada septiembre… pero la ceguera trágica irrumpe entre los desamores de Gilbert. Él le paraliza el sol. Él desata el sinsentido radical y la hunde en la sequedad parca de un sepulcral caliche.

Pudo Viola tener como método el salto sediento entre las noches oscuras de un san Juan de la Cruz. El vacío pudo ser trampolín. Pero es abismo brutal si no logra el vuelo del salto místico. La pistola descarga todo su plomo fatídico contra el cuerpo de la doliente. Violeta amaba todo lo terrestre plantado en la parcela de su Chile humanísimo. Todo le hablaba. Pero era lenguaje a lo rey David en sus salmos tenebrosos. De la ternura a la nostalgia insostenible. De la contemplación de caracolas, hasta los aerolitos y las mejillas del amado. Todo la convoca a ser amadora hasta quedar exhausta. Cuerpo y alma, hormiga y catalejo, la embrujan. Todo puede ser caricia y todo también puede ser chacolí avinagrado y venenoso a lo cicuta.

Puede sonar extemporáneo y arbitrario, pero es verídico y persistente. La única disyuntiva para ese volcán de San Fabián de Alico que era su identidad femenina, habría sido el suicidio o la mística. Pero no un delirio panteísta difuso. Aquí hablamos de mística a lo Teresa de Ávila, a lo Teresa carmelita Andina, la que escribirá un día en su convento pobre y chileno: “¡Jesús, ese loco de amor, me ha vuelto loca!”.

Así de simple. Violeta no podía realizarse en su esencia vital, sino en el desposorio. Dos opciones a partir de esa ansia dictatorial de amar y ser amada. Lo que sí es seguro es que ella es la antípoda absoluta de la existencia fofa y del amor meramente convencional. Siempre fue pasión, desde cuando bordaba chilenía o tarareaba plañideros versos cósmicos, pues ella –como el Ñuble– con su llanto arrastraba todo lo existente, derramaba los resabios insospechados de lo humano, padecido a la chilena.

 

 

Me atrevo a decir una barbaridad inaceptable (cosa que ella casi siempre hizo), una encrucijada extremosa, pero genuina. Llegado el Getsemaní de esta mujer selvática, y por el modo absoluto de existir ella, quedaba desnuda frente a la opción: o santidad o suicidio. A los extremosos hay que descifrarlos desde el deslinde más descomunal, suprarracional, ebrio y dionisíaco. Violeta, la extremosa. Pajarito chincol. Descomunal.

Si es verdad lo que decimos, solo nos queda convenir, creo yo, que esa tarde en la carpa gastada de La Reina, cuando Gilbert, su Run-Run mágico, ya no quiere retornar al abrazo cruelmente interrumpido…, no restaba más que escoger entre los tules de su casamiento de negros, o el Cantar de los Cantares. Esa apasionante búsqueda del tú varonil, en Violeta, es una demostración palmaria de que el feroz remolino del amor nupcial desatado solo busca una fusión definitiva, de cuerpo con cuerpo, de alma con alma. “Cuando se muere en la carne,

¡el alma se queda oscura!”, según ella misma gemía en su “Rin del angelito”.

Solo la muerte cristiana que Violeta ejecutaba en los velorios de angelito, pudo proporcionarle la soga para trepar a un cielo real, más definitivo que la muerte. A Violeta, intransable del todo o nada, solo le cabía un final de absoluto terreno o de absoluto celestial. Si no se topaba con Cristo Esposo, iría de desengaño en desengaño, de Run-Run en Run-Run, de drama soportable a tragedia greco-chillaneja.

Claro está que la hecatombe de la carpa fue algo predecible. Por algo, los intentos de suicidio fueron tres. Un empujón no bastaba. Hasta que la cita mortal ocurrió en la precordillera santiaguina. La alcurnia de autenticidad parriana de Violeta convenía, como anillo al dedo, con la toponimia de aquella trágica ladera de La Reina.

Violeta alcanzó, ya malograda, el instante crucial de la opción, y ya el Dios Vivo no tenía, en su libertad, el peso específico para inclinarla hacia el continuar viviendo peregrino.

Alguien pudo preguntar en Cobquecura, cuando las lobas marinas se despeñaban del granito al furor de las olas: ¿suicidarse es pecado?, ¿los suicidas se van al cielo?, ¿se condenan a un infierno, sin reloj ni calendario?, ¿Violeta se hundió en su miseria y la pupila jamás osará deleitar al amado Esposo del Cantar de los Cantares?, ¿será huérfana de Padre y Espíritu Santo, y de Madre Nazarena, para siempre?

Claro que en la fe bíblica, el suicidio es objetivamente un acto extremo de usurpar un rol divino. Este desacato es un desajuste objetivo esencial, porque la criatura no se hizo vivir a sí misma. Solo el Viviente puede engendrar seres libres y responsables. Solo Él puede tomar a un vivo humano y sacarlo de la geografía y del calendario. Solo Él puede regalarle el cielo definitivo, y solo un enceguecido absoluto puede escoger los socavones de un infierno, para todos nosotros inimaginable y absurdo.

La egolatría es una opción objetiva del yo a costa de la belleza, el bien, o la vida del otro, del prójimo que siempre es mi próximo. Todo por la codicia radical de preferirme a mí a costa del otro… En esto consiste la opción pecaminosa en contra del Otro Divino, del Tú que me ama sin restricción. El Dios con nosotros los hombres, el Dios con nosotros: Emanuel.

Pero, pero… si el suicidio es pecado intrínseco, el suicida muchas veces no es un autómata en contra del precepto. Es un alguien desgarrado con la conciencia triturada bajo la piedra de un molino.

Algo puede ser objetivamente malo, pero el que opta por eso malo puede estar con una libertad tan disminuida, tan equivocada, y con una imaginación de tanta oscuridad mortuoria, tanto, tanta… que ya no es libre, ya no es capaz de optar ni de rechazar. Por lo tanto, esa persona no es ya capaz de pecar. Esa libertad inexistente o tan debilitada no peca, porque ya no hay un acto auténticamente hábil para escoger entre el bien y el mal. Es algo así como cuando un borracho totalmente enajenado por el alcohol, firma un contrato, o promete algo en medio de sus titubeos de sonámbulo radical.

 

 

Esa tal persona ya no puede realizar un acto con responsabilidad humana. Un acto vinculante, imputable. El pecador peca solo cuando es responsable de su libertad. El pecador peca solo si aún dispone de albedrío para escoger entre el bien y el mal, entre el Dios Personal, Vivo, y el Demonio mortífero.

¿Era libre Violeta a las 17:40 de aquella tarde veraniega del 5 de febrero de 1967?, ¿tenía una opción psíquica posible de volver a escoger la vida, que ella había cantado: “Gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado la risa y el llanto, así yo distingo”?

¿Violeta se despeñó a los infiernos? Toda afirmación sobre tanta gravedad, acerca de lo último –“ultimidad”– solo puede ser humilde, tentativa, provisoria. Solo puedo hablar desde la vacilación de un humano. Pero, también, sé que la vacilación no obliga a hablar tibiamente, con una respuesta calculadamente ambigua. En mi percepción de frágil sacerdote católico, confieso: “Violeta ya no era libre”.

Su voluntad no era libre, su desgarro de soledad, de mujer abandonada por quien era su inmenso amor, amado y amador… Su abismo era tal, que ni el pecho, ni las sienes “sabían” qué era lo que estaban haciendo. Este “saber” es un acto de la inteligencia y del juicio. Violeta, agónica de amor, había perdido el juicio. Es decir, la capacidad mínimamente lúcida para optar. En Violeta, la libertad había estallado en lágrimas ácidas de impotencia, de espaldas a su reiterada ternura religiosa, tal como se enhebra en la prodigiosa arpillera de su biografía popular.

La precaria libertad de Violeta sigue siendo miseranda, es decir, una libertad llagada, necesitada de misericordia. Una ebria de amor abandonada, con una libertad tan enceguecida que puede autoengañarse, y caer agotada hasta el extremo. El salto fue tan bestial, que no vio nada más que el hueco de abismo del amor ausentado, hasta transformarla a ella en puro vacío, en hielo, granito y filo.

Si alguien escucha a Violeta cantar, o la lee con un ojo sincero, creo yo, siente que ella no se disparó ese atardecer revelándose contra el Dios humanado en Cristo, sino que, a pesar de que Dios Regalador ubérrimo la quería acunar, ella no logró, no pudo ver que en ese abandono brutal, el Dios Fiel, el Padre de Jesús, la quería apretar contra su pecho fornido, para besarla, lavarla y perfumarla.

Violeta es la hijita pequeña del Padre, Ovejita de Jesús, guagua de la Virgen, paloma clueca del Espíritu Santo, esa Violeta nietecita de los Nevados de Chillán. Esa Violeta debe estar viviendo hoy, nadando en el océano incipiente de la desembocadura del Maule, o del Loa, o de cada uno de los ríos del Chile suyo y nuestro. Violeta no está ausente de la misericordia del Dios vívido y palpitante. En el ahora del siempre, canta ya sin temblor ninguno, cara a cara, ojo a ojo: “Perfecto distingo lo negro del blanco, y en el alto cielo su fondo estrellado…”. Amén.