• Revista Nº 178
  • Por Roberto Onell
  • Ilustración Matías del Campo

Argumento

Caminar, escribir, conjeturar (o la fe de Borges)

Con Jorge Luis Borges recordamos que toda escritura y toda lectura son siempre “mediaciones”, un aspecto que el autor de El Aleph condujo al extremo. Por eso, la conjetura puede ser la marca más persistente y distintiva en la escritura borgeana.

Un caminante anónimo pasea por unas cuantas calles. Es joven; va solo. Camina con pausa. Observa; más bien contempla. Soledades, fachadas de casitas bajas, escenas domésticas que imagina. De pronto advierte que “las calles desganadas del barrio (son) únicas ante Dios”. En otro momento de estas andanzas, ahora nocturno, el caminante declara que la noche es “grandiosa y viva como el plumaje oscuro de un Ángel”, espacio de figuraciones fantasmales, de presencias fuertemente presentidas. Luego, el joven andante dirá que la inminencia del alba es el momento en que “le sería fácil a Dios matar del todo su obra”; pequeña porción de tiempo liminar en que la noche y el día, a la vez, no son aún. Pero el caminante continúa su marcha, su pausada pero constante marcha.

CAMINAR, ESCRIBIR

Los pasajes citados pertenecen al poemario Fervor de Buenos Aires, primer libro de un Borges de 24 años. Decidido a ingresar con visibilidad en la tradición poética de Occidente, el veinteañero elige una puerta ancha y acaso muy riesgosa: une su nombre al de la gran ciudad. El gesto es hermano de lo que leemos en algunos de sus poetas de referencia: Whitman y Manhattan, Baudelaire y París, Dante y Florencia. De ahí el riesgo: no podemos obviar estos antecedentes. De modo semejante al de sus precursores, la ciudad es y no es el Buenos Aires de los bonaerenses. Es, desde luego, la ciudad donde nació. Pero es, sobre todo, la ciudad que el escritor redescribe hasta reinventarla.

Así como Manhattan, París y Florencia cruzaron el umbral del espejo mágico que es la literatura hasta cobrar la existencia perdurable del mito, el Buenos Aires de Borges se refracta en su primer libro bajo la mirada y la escritura que se despliegan entusiastas. El fervor que se declara será así, desde muy temprano, un modo lírico de hacer salir ese entusiasmo, esa posesión divina, de algún dios anónimo pero notorio, que empuja a contemplar, a imaginar, a reescribir. Buenos Aires es, entonces, el espacio que vio nacer al poeta y que recibe de este una nueva nominación: queda inscrito, en las páginas del libro que todos escribimos y leemos, como lugar mítico de origen. Borges se abre paso, literariamente, de la mano de su ciudad, imaginada y reinventada con fervor, aquella en que lo sagrado es todavía una certeza heredada, un contenido de la cultura compartida. Y aunque la escena del caminante se aquiete unos cuantos libros después, la proliferación de imágenes no parará durante décadas, no se detendrá sino al final de la vida del escritor.


De modo semejante al de sus precursores, la ciudad es y no es el Buenos Aires de los bonaerenses. Es, desde luego, la ciudad donde nació. Pero es, sobre todo, la ciudad que el escritor redescribe hasta reinventarla.

Porque, paralelamente al desarrollo de esos tópicos –la ciudad en general, sus rincones, sus personajes, las asociaciones libres que se detonan al frecuentarla–, el escritor nos alerta sobre un hecho que olvidamos: la literatura se urde, se teje, se reformula. Se hace. Imágenes, énfasis, temas, estructura rítmica y el despliegue del pensamiento y de las intrigas narrativas, todo lo que integra esto que llamamos literatura se escribe; no existe por sí solo. Ha de ser puesto en obra; requiere de un agente. Para más señas, El hacedor es el título del libro de poemas que el escritor publica en 1960, a tres décadas del anterior. Y es que Borges, el lector incansable, omnívoro, reiterativo, aquel que no da un solo paso sin citar o recordar un nombre de la enciclopedia del mundo, casi sin que nos demos cuenta va mostrando que el trabajo de escribir se parece más a un inicio permanente que a la conclusión de algo. Toda la obra de Borges –sí, toda– está pasmosamente cruzada de incertidumbres, rectificaciones, vacíos.

Es una obra inquietantemente abierta.

ESCRIBIR, CONJETURAR

La escena del caminante en la ciudad se aquieta y, asimismo, se moviliza la del caminante en los textos, la de aquel que recorre párrafos puntuales, páginas escogidas, libros enteros. Hay muy pocos escritores tan lectores como Borges. Y no me refiero a la previsible actividad lectora que caracteriza al oficio de escribir. Digo que el hablante lírico de Borges, sus múltiples narradores y, por cierto, las voces que hablan en sus semblanzas, reseñas y ensayos, son siempre lectores. Al desarrollar tramas y sonetos, la caminata se hace hacia otros textos, de ida y de vuelta. Las voces que hablan en la obra borgeana proceden mediante caminos cruzados del texto propio al texto ajeno. La cita, la glosa, la crítica y el comentario hacen que el texto propio se vuelva a medias ajeno y que el ajeno se vuelva un poco propio. Ese cruce de caminos consigue que cuentos, poemas y ensayos carezcan, en general, de contornos claros y distintos.


La contingencia empapa la totalidad de las páginas del gran Libro borgeano. (…) La amenaza de lo contingente mantiene en vilo incluso aquello que suena seguro y luce firme en la unicidad de cada texto. A medida que leemos, vamos sabiendo que el accidente puede ocurrir en cualquier instante.

De entre los muchos relatos célebres que podemos recordar como ejemplos de esa abertura, “Tema del traidor y del héroe” (del libro Ficciones, de 1944) resulta ser toda una lección para la lectura y para la escritura. El cuento empieza con una disquisición literaria. El asunto a narrar es el conjunto de acciones de un grupo de rebeldes irlandeses que se confabula contra Inglaterra para consumar la independencia de su país. Acciones que incluyen, cómo no, la escritura de un guion y de una crónica. Sin embargo, la narración no empieza sino después de unas cuantas líneas de devaneos narrativos: el narrador declara que el tema, imaginado, le llega proveniente de la lectura de Chesterton y de Leibniz; que la información está, de antemano, incompleta; que el tiempo y el espacio del relato son imprecisos, pero que los fija “para comodidad narrativa”. Y, por si todo eso no fuese suficiente inestabilidad, los narradores son al menos tres, el uno abarcado por el otro y este por otro más.

No creo andar descaminado si resumo esas disquisiciones como una sola gran advertencia: toda historia es contingente. Al menos en su comienzo. Toda historia podría haberse contado de otra manera. Digamos que, al operar el detonante del relato, eso tan contingente va, enseguida, ganando una forma, una modulación, un modelamiento, y el relato, ya en forma, se vuelve necesario. Es lo que ocurre con Fergus Kilpatrick, traidor y héroe, o con la alucinada peripecia del escritor Jaromir Hladík en el cuento “El milagro secreto”, o con la salida de Dahlmann hacia la llanura, al final de “El sur”, del mismo libro de 1944, o con las mujeres protagonistas de “Historia del guerrero y de la cautiva”, de El Aleph, de 1949. El que parece ser el problema de fondo es que la contingencia empapa la totalidad de las páginas del gran Libro borgeano. Al no abandonar del todo la intriga narrativa ni la meditación lírica ni la especulación ensayística, la amenaza de lo contingente mantiene en vilo incluso aquello que suena seguro y luce firme en la unicidad de cada texto.

A medida que leemos, vamos sabiendo que el accidente puede ocurrir en cualquier instante. O nunca.

Fotografía Alicia D'Amico (1933-2001) Tejido borgeano. Lo que parece animar toda conjetura en la literatura de Borges es hacer una apuesta en la vida, porque para él, eso es escribir. La imagen es de 1963.

Toda historia podría haber sido otra. Más nos vale saberlo. En el plano literario, esa incierta inminencia del accidente se traduce en las idas y retornos del suspenso; en el plano elocutivo, es la duda y la interrogación; en el plano vivencial, eso se traduce en apuesta de vida, en una particular forma de libertad y hasta de creencia. De creencia no dogmática, por cierto; de una creencia dispuesta a dudar de sí, a escuchar otras formulaciones y modulaciones. Porque en el total entramado borgeano, así como abundan espejos, tigres, bibliotecas, monedas, sueños y laberintos, en absoluto escasean los dioses, Dios, el Ángel y el Espíritu, junto con teólogos, evangelistas, pastores y maestros espirituales; todos embarcados en la tarea de pensar acerca del sentido del universo. He aquí la cuestión crucial para nosotros: el entramado fuertemente dialogal de la obra de Borges hace que quienes dicen cada texto no sean sino personajes muy cambiantes. Como máscaras teatrales.

CONJETURAR, APOSTAR

Por diversas razones, nos acostumbramos a leer la poesía como expresión directa de la subjetividad del autor. Con Borges recordamos que toda escritura y toda lectura son siempre mediaciones. Y ocurre que él extrema dicha mediación. El personaje que habla en “Mateo XXV, 30” no es, no puede ser, el mismo que en “Juan I, 14”, dos poemas del mismo poeta, incomprensibles en su unidad interior sin esta precaución. Personajes, personae, máscaras que sustentan ficcionalmente cada texto: son un recurso de verosimilitud, ayudan a la credibilidad del poema y del relato. Nada más. Entonces, cuando el tema a tratar es Dios o las creencias, toda la experiencia y la comprensión de lo sagrado queda necesariamente afectada por esa inestabilidad existencial. La sombra de la contingencia sobrevuela aquello que suele funcionar como principio o fundamento del universo y de la sociedad.

Por eso, la conjetura puede ser la marca más persistente y distintiva de la escritura borgeana. Cada personaje que habla en su obra está haciendo una apuesta particular de sentido, con mayor o menor seguridad, a veces en términos indudables y absolutos. Solo que detrás de cada uno está el titiritero, confiriendo una vida creíble a ese rostro, a esa voz, a cada cuestión planteada. Pareciera que Borges quiere distanciarnos de nuestras creencias o, peor, desbaratarlas. Postulo que no. Salvo que nuestros credos o afecciones profundas sean puro dogmatismo o su peor versión: idolatría. Solo la radicalización de esas fidelidades puede tener como desbarajuste destructivo la invitación a la distancia reflexiva, al humor lúdico, a la conversación testimonial o erudita, a la escucha del amplio mundo.

Lo que parece animar toda conjetura, en el corazón del tejido borgiano, es la apuesta por hacer una apuesta en la vida. Escribir es eso. Eso es también leer. En el movedizo escenario de figuras borgeanas, lo estable es el fervoroso ejercicio de postular cuál es la “trama secreta” del cosmos. Pero no como divertimento de salón, ni como mera disputatio de especialistas, sino como guía confiable para enseguida entregar la propia vida. Porque, en el infinito cruce de caminos de Borges, sigue habiendo personas que caminan en busca de Algo y quizá también de Alguien.